Odio el espacio
Muy de vez en cuando aparece un director de cine que utiliza un género popular y común —western, bélico, policiaco, ciencia ficción— como vehículo para plantear cuestiones existenciales de verdadera hondura filosófica. Así, el género acaba siendo un mero caparazón, un pretexto para hablar de otra cosa. Tal es el caso de John Ford en Mogambo, cinta que se asemejaría más a un drama bergmaniano de cámara si se le despojara de gorilas, cocodrilos e hipopótamos, lo mismo que ocurre con tantas obras del mismo cineasta ubicadas en el viejo oeste o muchas otras de Akira Kurosawa ubicadas en el Japón medieval, producciones que por el aislamiento impecable con que se presentan los componentes del argumento —casi en estado puro, se diría— se acercan a las tesituras del teatro griego, donde el tema central es cristalino. Tal es también el caso de la extraordinaria Gravedad de Alfonso Cuarón, que se desarrolla entre naves y estaciones espaciales: una obra de temple y ejecución magistrales. Concebida por Jonás Cuarón y escrita por él junto a su padre Alfonso, Gravedad es una película que aprovecha la circunstancia de un par de astronautas reparando una falla al exterior de un satélite en la estratósfera para enmarcar los elementos más esenciales de un drama humano. Si bien ha sido alabada la prodigiosa habilitación de recursos tecnológicos para narrar la historia según las necesidades expresivas del director, lo que a final de cuentas prepondera es el despliegue específicamente artístico de una película inolvidable por catártica, potente y enriquecedora. El virtuosismo (que lo hay y es pasmoso) se torna transparente y da paso al discurso de ecos trascendentes: la proeza de la supervivencia. Encima de todo, la historia se permite un humor que acompaña el subtexto de muchas escenas álgidas, y que con frecuencia emerge a la superficie, como en ese momento en que la doctora Stone logra poner en marcha la nave que la regresará a la Tierra y, tras esquivar una lluvia de detrito cósmico, exclama: “Odio el espacio”, una imprecación que resalta el hecho de que Gravedad no es una complaciente aventura de astronautas dirigida a los aficionados de un género socorrido sino una película eminentemente adulta.
Posdata
Al día que escribo estas líneas no se han otorgado aún los premios Oscar pero adelantaría que la calidad de la fotografía de Emmanuel Lubezki, por mencionar otro rubro, está más allá de cualquiera de esas estatuillas metálicas que suelen distorsionar el verdadero valor de un trabajo. En tal caso, dejaría planteada una especulación al futuro: es de suponerse que con los años termine resultando una escena particularmente recordada aquella en la que la protagonista de Gravedad —ya con la dotación de oxígeno de su traje espacial agotada— por fin penetra la cápsula de una nave, se despoja del casco y el abultado uniforme y queda suspendida en la cabina, arropada por la concavidad mientras una amarillenta luz tenue que da la sensación de calidez penetra desde el exterior. Es curioso que la mujer nunca llegue a acomodarse en una posición fetal pero esta quede sugerida, de tal manera que el espectador completa la escena así. El logrado momento cinematográfico ratifica el vigor que mantiene lo que nos es sugerido por encima de todo aquello que se nos subraya: con un par de indicios la cabina se convierte en un vientre materno, un santuario indudable.
Reos
Hace unos días pasé frente a la escuela donde cursé la secundaria y en la fachada del edificio había una gran manta anunciando un “magno desayuno de exalumnos”.
Pensé: no creo haber sido el único que haya padecido los años escolares, y enseguida me pregunté: ¿Quién querría regresar a ese local inhóspito? Luego recordé al mordaz caricaturista vasco Chumy Chúmez, quien decía: “Los locos y los niños siempre dicen la verdad, por eso existen los manicomios y las escuelas”. Siguiendo esa línea de pensamiento, se concluiría que la convocatoria al mentado desayuno sería equivalente a que una cárcel invitara a sus reclusos del pasado a un convivio de expresidiarios. Lo natural, me figuro, sería negarse a mirar atrás y procurar no desenterrar las memorias de una vida de reos.
Ocúpate del precio de la carne
Como se sabe, el estremecedor tratado filosófico que es El mito de Sísifo de Albert Camus le debe mucho a las lecturas de Dostoievski que el autor hizo a profundidad. La tesis axial del suicidio lógico, el matarse de manera razonada, procede señaladamente de los parlamentos del personaje de Kirilov en la novela Los demonios, pero igualmente existe una serie de ideas afines planteadas en El diario de un escritor y sobre todo en Los hermanos Karamazov, que Camus retoma para una reflexión rigurosa en torno al sentido de la existencia humana y la necesidad de hacerla grata y elevada. Accidentalmente me tocó la suerte de ver el documental de Joël Calmettes titulado certeramente Vivre avec Camus (traducido como Viviendo con Albert Camus), un singular trabajo fílmico en el que un excondenado a muerte en Estados Unidos —hoy militante contra la pena máxima—, un viejo humanitario alemán, una aficionada al tango alemana, un pulidor de pisos canadiense, una gendarme francesa y un matemático argelino, entre otros, narran a cámara el efecto cercano, benéfico e irreversible que la literatura de Camus —tanto las novelas y obras teatrales como los ensayos— ha causado en sus vidas como una filosofía tonificante, inspiradora de actos generosos, consoladora sin llevar a la pasividad sino más bien a una conquista efectiva del bienestar asequible. Lo que resulta fuera de serie es que, a excepción de algún profesor emérito o de la cantante y poeta Patti Smith, las personas que desfilan en el documental no son celebridades ni eruditos, sino gente común y corriente: he ahí la fuerza innegable y entusiasmante de lo que ilustra la película de Calmettes. No hay pedantería ni poses intelectuales, nadie habla desde una alta esfera pero todos revelan verdades propias a partir de un sosiego patente, casi una condición superior de contento en la que destaca la solidaridad respecto a los demás, la constante conciencia de los otros, llegando a algo que semeja un estado de gracia, el cual cada uno le atribuye a la lectura de un autor bienamado: Albert Camus. Quizá cerrando el círculo, la médula del discurso fílmico nos recuerda un diálogo de Dostoievski en Los Karamazov: “En vez de filosofar, ocúpate del desarrollo de los derechos civiles del hombre, o trata de impedir que suba el precio de la carne. De este modo manifestarás tu amor a la Humanidad mejor que con filosofías”.
Frase del mes
“Todas las deidades residen dentro del pecho humano”.
William Blake
Una cosa dentro de la otra
En la previamente aludida Los demonios hallamos la descripción detallada de un poema nunca publicado del formidable diletante Stepan Trofimovich Verjovenski, uno de los protagonistas de la extensa trama; en franco pitorreo Dostoievski nos dice que se trata de “una alegoría lírico-dramática” inspirada en la segunda parte del Fausto de Goethe, en la que coros de mujeres y luego de hombres afirman sus ansias de vivir en un cuadro que exalta “una especie de Festividad de la vida” donde cantan hasta los insectos y una tortuga recita frases sacramentales latinas. Igualmente encontramos entre las páginas del ruso aquel amplio apartado en el que Iván Karamazov le esboza a su hermano Aliocha el argumento de su poema narrativo sobre Cristo regresando a la Tierra (a Sevilla, durante el siglo xiii para ser precisos) y se encuentra con el Gran Inquisidor, quien pronto lo manda quemar con los herejes. (Por cierto, el poema de Karamazov no solo es inédito como el de Trofimovich sino que ni siquiera ha sido redactado, únicamente existe en la mente de su creador, delatándose de nuevo el encanto particular que ejercían sobre el autor los soñadores, aquellos que trazan proyectos que jamás realizan, una curiosa admiración por los haraganes y disipados viniendo de un trabajador prolífico.) En Elizabeth Costello de J.M. Coetzee, las cosas se complican debido a un entrecruzamiento de mundos ficticios: la protagonista que da nombre a la novela ha escrito un libro titulado La casa de la calle Eccles, haciendo referencia a la dirección en la que viven Leopold y Marion Bloom en el Ulises de Joyce, solo que en la narración de Costello todo gravita alrededor de la señora Bloom, un giro feminista del asunto. En Lo demás es silencio, la única novela del sabiamente económico Augusto Monterroso, el apócrifo Eduardo Torres casi vence el sentimiento de inutilidad de cualquier esfuerzo humano y su obra dispersa y diversa al menos alcanza a ser acatada por terceros: artículos, versos ocasionales, cartas y aforismos, todos sospechosamente fragmentarios o de plano inacabados, textos que la sociedad del ficticio pueblo de San Blas elogia y pondera hasta convertir en leyenda. En la primera novela de Josefina Vicens el personaje José García ha realizado apuntes para una novela y considera que cuando alguno de ellos merezca la pena lo transcribirá a un libro especial, pero esto no ocurre nunca y el libro permanece vacío, de ahí el título rotundo: El libro vacío. La lista de ejemplos se ensancha y no sé adónde va a dar: invito al lector a que haga la suya. El común denominador es la aparición de una obra apócrifa dentro de la obra que leemos, rasgo que desata una particular curiosidad y que adivino estará vinculada estrechamente a esa fascinación universal por el fenómeno de las muñecas rusas, las cajas chinas, los cofres que contienen otro cofre que también lleva dentro más cofres cada vez más pequeños, o por aquella icónica caja de cereal en cuya etiqueta se muestra a un hombre que sostiene una caja de cereal en cuya etiqueta aparece a su vez él mismo con la idéntica caja de cereal en las manos y así al infinito, reduciéndose la escala a lo microscópico, un impulso humano misterioso. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).