Nombrar
No solo debido al desgaste provocado por el uso indiscriminado, sino por su misma sonoridad de anglicismo, la palabra sexy convoca lo contrario de lo que el diccionario consigna. Disponiendo de un idioma tan favorable, sinuoso y matizado, ¿por qué para nombrar lo imantado, infinito y prodigioso se escoge la trivialidad del lugar común? En su calidad anodina, el término sexy le extirpa el aguijón a lo que quiere definir.
Imprevistas intersecciones
Desde una temprana juventud leí bastantes títulos de la diversa producción literaria del belga Maurice Maeterlinck, desde sus sensibles estudios de la naturaleza como La vida de las hormigas o La inteligencia de las flores hasta sus piezas teatrales inscritas en el movimiento simbolista, como Los ciegos, y sus ensayos relacionados al espiritismo y la teosofía, por ejemplo un texto en el que refiere el caso de un millonario neoyorquino que murió pero pronto se manifestó como ectoplasma en una sesión espírita a la que asistía su secretaria y aprovechó para dictarle en dónde había que invertir los dineros de la compañía para que esta no sufriera embates. Lo que tardé más de tres décadas en tener entre las manos fue un volumen de su poesía, de la que tenía nociones aproximadas por el testimonio de otros autores pero jamás había podido conocer. Al leer la colección Invernaderos (1889), lo que descubrí, además del poeta de voz singular, fue la influencia de la que parten otras obras con las que estaba familiarizado de mucho antes. En particular esta lectura de los poemas de Maeterlinck me remitió a dos nombres disímbolos y del todo insospechados: W.H. Auden y Agustín Lara. En efecto, el poema en prosa La masacre de los inocentes, que entrecruza los motivos del cuadro de Pieter Brueghel titulado del mismo modo, recuerda en más de un sentido aquel consagrado poema de Auden titulado Musée de Beaux Arts, en donde también se describe un cuadro del pintor holandés, en esta ocasión: Paisaje con la caída de Ícaro. En concreto, la coincidencia entre los dos trabajos poéticos, más allá de partir de Brueghel, estriba en la descripción de cómo un suceso extraordinario se disuelve en la cotidianeidad: los atareados habitantes del cuadro acaban saliendo de su perplejidad para retomar sus faenas diarias. El segundo caso, de cuyo hallazgo aún no me repongo, es el de la evidente relación de las composiciones de Agustín Lara con la poética de Maeterlinck. Al comenzar a leer Invernaderos varios poemas me remitían sin falta a la famosa pieza Hastío y a algunas más de la discografía de Lara: los pavorreales, el tedio relacionado a la luz de la tarde en una terraza, los jardines, la hora azul, el abandono y la indolencia. No sería difícil seguir la huella, rastrear cómo llegó la obra de Maeterlinck o bien su impronta, su eco, su aura a rozar e inspirar al gran Agustín. Un primer atisbo: prófugo temporal de la fe católica, Amado Nervo coqueteó con la contemplación zen y el taoísmo y más tarde las corrientes místicas lo llevaron a la teosofía y a Maeterlinck. Nervo era el poeta en boga durante la juventud de Lara y lo demás lo puede concatenar un historiador literario. Fuera de estas intersecciones que más bien tienen que ver con la atmósfera de la decadencia, en nada se relacionan los mundos de Maeterlinck y Lara, aunque al segundo se le pueden aplicar palabras que el estudioso Richard Howard le dedica al primero: “Las opiniones críticas de la obra […] a menudo pasaban por alto los signos de regeneración creativa que se hallaban en la volátil coexistencia de lo convencional y lo innovador”. Cada vez que alguien tilda de cursi a Agustín Lara pienso en qué tanto se soslaya por desdén la extrema novedad de su inventiva, que corre paralela a eso que parece tan solo sentimental y trillado.
Frase del mes
“Si los hombres no hicieran a veces tonterías no sucedería en general nada sensato”.
Ludwig Wittgenstein
Consuelo
La comunidad internacional ha reaccionado con un repudio acentuado ante la exhibición pictórica que inauguró recientemente George W. Bush. La saña que ha despertado en sus críticos revela que estos no son capaces de disociar al expresidente del pintor y le cargan al segundo las culpas atroces del primero. Es algo humanamente entendible aunque no deja de denotar un grado de obnubilación propio del prejuicio. Por mi lado debo confesar, estimados lectores, que a mí me pareció que la serie de retratos de Jefes de Estado del Mundo posee una primitiva gracia. La paleta de color es muy atenuada, venturosamente sutil y la falta de malicia los dota de una calidad directa, carente de rodeos formales o intelectuales. Lo que resulta mezquino de parte de la sociedad norteamericana es que hayan orillado a Bush a tener que exhibir la obra, como último recurso, en la Biblioteca George W. Bush. Si a principios de los años noventa un sagaz grupo de filántropos, curadores y funcionarios le hubieran procurado a George una magna exhibición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, por ejemplo, tal vez le hubieran dado al mundo un nuevo Niko Pirosmani, un L.S. Lowry o un Aduanero Rousseau y al afianzar al joven tejano en la carrera de pintor lo hubieran alejado de la política, salvando al mundo de su nefasta gestión presidencial. Queda claro que con los rasgos de un pintor primitivo y falto de malicia (olvidemos ahora su mesianismo y obtuso espíritu patriota) no se puede conducir una nación, ni siquiera como títere de los consorcios corporativos y las camarillas más abyectas de Washington. ¿Dónde más hemos visto insinuarse la ecuación: pintor satisfecho, humanidad tranquila? Pues nada menos que con Adolfo Hitler, que también fue un joven aspirante a las artes plásticas y que de haber recibido una beca o un diploma, algún mínimo acatamiento de parte de los municipios de Linz, Viena o Munich probablemente no hubiera habido Tercer Reich. Por ser incapaces de tolerar que hubiera un acuarelista mediocre más sobre la faz de la Tierra se arriesgaron a que esta pudiera haber perecido entera. (A final de cuentas resultaría como una nota admonitoria para los servidores públicos del sector cultural, todo se resume en la siguiente advertencia: Ahorrémonos tiranos, brindemos consuelo a los pintores frustrados.)
El culpable de todo
Si fuésemos a seguir con el sesgo de una ley tosca de causalidades, podríamos remontarnos a lo que puede extraerse de aquel retrato de grupo en el anuario de la Realschule de Linz, en donde, entre un alumnado de varias docenas, aparecen casi juntos Adolf Hitler y Ludwig Wittgenstein como estudiantes de secundaria. En su soberbia biografía del filósofo vienés, Ray Monk comenta la fotografía pero advierte que “no existe evidencia de que ambos alumnos hubiesen tenido trato alguno, sobre todo porque a pesar de tener la misma edad, Hitler iba dos atrás por haber sido reprobado al tiempo que a Wittgenstein lo habían subido de segundo a tercer grado debido a sus calificaciones brillantes. Sin embargo, si queremos hacer revuelo con hipótesis, nos podemos inspirar con la tesis extrema que la australiana Kimberley Cornish expone en su libro El judío de Linz: que el hermano mayor de Adolf, Alois, había acumulado grandes resentimientos tras trabajar como sirviente en la casa de los ricos del pueblo, los Wittgenstein, y que, en resumidas cuentas, el niño judío que aparece al principio de Mein Kampf no es otro sino Ludwig, por lo cual se concluye que el Holocausto se debe a la reacción acomplejada del niño Adolf ante la pasmosa mente del genial compañero escolar. Lo único que me parece preclaro aquí es que las resumidas cuentas son demasiado lineales y son mejor alimento para una viñeta cómica que para un libro de historia.
Consuela
En la inquietante película Hable con ella de Pedro Almodóvar, el consagrado cantante brasileño Caetano Veloso aparece cantando “Cucurrucucú Paloma”, la clásica pieza de Tomás Méndez. Veloso es un experimentado artista pero no domina plenamente nuestro idioma y, así, dice: “Juran que el mismo cielo se extremecía…”. ¿Cómo fue que nadie se atrevió a decirle a Veloso que, como bien supo Miguel Aceves Mejía, el cielo “se estremecía”? Demasiada reverencia siempre es malsana y esto se manifiesta en la práctica cotidiana con ejemplos que punzan. En su novela El animal moribundo, el aclamado Philip Roth concibe a su protagonista femenina como una bella joven universitaria de ascendencia cubana, y la nombra Consuela Castillo. Se entiende que los anglosajones creen que en castellano todo lo que termina en “o” es masculino, por lo que Consuela es el nombre que consoló al autor. Muy su regalado derecho, pero ¿por qué nadie tuvo la prestancia para señalarle al consumado literato el posible error? Acríticos y genuflexionados ante otros mortales le conferimos los atavismos de la religión a las cuestiones mundanas. En México, donde somos tan propensos al hieratismo y la rigidez protocolaria los casos cunden en abundancia que avergüenza sin remedio, aquí somos los coterráneos de los héroes sin errata y ante eso, nada consuela.
Acatar
En una carta de Italo Svevo a su amigo y defensor literario James Joyce, el escritor triestino confiesa que para aquel que recién publica lo más letal no es la crítica encarnizada sino la falta de acatamiento. Trayendo de nuevo el fenómeno hacia el territorio nacional, puede observarse cómo el rechazo se eleva a una potencia mayor pues aquí se institucionaliza, consolida sus mecánicas. En suelo nuestro no hemos visto nacer a un Hitler pero la negación sistemática sí ha creado monstruos menores y la ecuación no podría ser más sencilla: ante la amenaza de ser borrado de la nómina, del mapa, de la vida social, el individuo tiende a reafirmarse, y su reacción se torna tan intensa e insistente como la fuerza que desea soslayarlo. Así, el sistema crea egotistas, megalómanos, pelmazos de talla descomunal y tiranos a escala. No diré nombres, confío en que cada quien tendrá su lista.~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).
Guau, pero no de perro, wow in spanish.
Amante enloquecido y ciego que soy del acento diacrítico, confieso, Claudio, que estuve a punto de abandonar la lectura apenas llegó a mis ojos el adverbio de la discordia. Pero aguanté los retortijones de mi neurosis y seguí leyendo. Terminado el texto, ahora sólo digo: gracias, Claudio. Parafraseo a Phil Spector y digo, al pensar en Claudio Isaac: «To read him is to love him».
Claudio
Hola.