¿Cuál se sostiene
con el tiempo?
El otro día me topé en el televisor con la película española Mi último tango, realizada en 1960 y estelarizada por Sara Montiel. El título me remitió inevitablemente a la cinta de Bernardo Bertolucci El último tango en París (1972) y detonó en mí una serie de reflexiones. Pareciera que cuando un artista premedita el valor de escándalo o conmoción de un determinado trabajo suyo le está estampando a este una fecha de caducidad. Es probable que ocurra igual para aquel que apuesta todo a la novedad de su obra; lo novedoso deja pronto de serlo, así como la evolución de la sociedad hace que cambien las fronteras para la transgresión y lo que solía ser pérfido y atrevido nos resulta inocente. En efecto, son tantos los casos en los que una obra que se quiso rabiosa y epatante pasa a resultar cándida y con frecuencia objeto de nostalgia, inocua o risible, despertándonos la reacción más lejana a la que el autor hubiese previsto en sus afanes de enfant-terrible o creador maldito: una sonrisa benévola. Tal vez sea cierto que cuando una obra conserva su causticidad y poder de subversión sea porque ella misma ha rebasado a su creador, las intenciones autorales. En otro sentido, es bien posible que la película netamente franquista, de obligado corte bobalicón, haya envejecido menos que el drama con Marlon Brando y María Schneider: la comedia musical para lucimiento de la Montiel fue anacrónica desde su nacimiento; en su negación del mundo circundante siempre estuvo fuera del tiempo y por ello es tan baladí hoy como el día de su estreno, mientras que todo aquello en lo que se esforzó por mostrarnos Bertolucci, queriendo sacudir el código moral de la época, es cosa que en nuestros días se ve en pantalla a cualquier hora, de tal suerte que el supuesto discurso descarnado y la sexualidad explícita han perdido su efecto, se han tornado triviales y lo único que nos queda es su pueril afán de provocación dentro de un marco estético pretencioso.
Confesión
Por mi parte, confieso, admito sin disculpa que cuando vi por primera vez El último tango en París me convencí de que estaba ante una obra de arte trascendente, un testimonio notable de la moderna desolación urbana. La gente suele decir: “Esa película fue buena en su época”. Pero la película es la misma ahora, el negativo no ha sido modificado, lo que ha cambiado es el criterio de la época y nosotros con él. O sin él, individualmente. Pero hemos evolucionado. De modo que no es la película la que era buena, nosotros éramos impresionables o inexpertos, complacientes con la moda o, bien, inmaduros emocional e intelectualmente. Como sea, meterse con la nostalgia de los demás es harto peligroso asunto: posiblemente sea más adecuado que el ejercicio de revisión lo haga cada quien con su propia conciencia.
Frase del mes
“Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda”.
Gustave Flaubert
El arroz en la carne
El organigrama de nuestras instituciones confirma que en México se confunden educación y cultura. Un ejemplo de entre las múltiples consecuencias de el hecho puede observarse en la capacidad de detección desarrollada por el público televisivo, radiofónico y cinematográfico ante cualquier producto de corte “cultural” que lleva entreveradas consignas educacionales del modo en que el ama de casa se deshace de las sobras de arroz mezclándoselas con la carne a su mascota. El espectador no requiere de un sexto sentido para olfatear los mensajes edificantes y optar por la estación de radio vecina o cambiar el canal del televisor o salirse del cine, asqueado por una clase de civismo o historia patria mal disimuladas en el flujo de una trama.
Ionesco y Plaza Sésamo
Por algo las viñetas de los personajes de Beto y Enrique en la serie infantil Plaza Sésamo siempre han guardado cercanía con el tono que solo se halla en la farsa o en el teatro del absurdo: su narrativa sigue las brechas de la cotidianeidad pero pronto Beto y Enrique se transmiten datos que ambos —según la lógica de toda escenificación— debieran conocer de antemano, tales como “esta casa es nuestra” o “aquella es tu cama y esta la mía”. No tardaremos en percatarnos de que los parlamentos no tienen sentido como intercambio entre los personajes sino que en realidad están dirigidos a los espectadores (en este caso párvulos, los cual posee sentido) y constituyen lo que se denomina “diálogos explicativos”. No en balde, Eugène Ionesco, considerado el padre del teatro del absurdo, confesó en el texto La tragedia del lenguaje cómo se le había ocurrido su primera obra para la escena, La cantante calva. Dice el autor que al repasar el manual de conversación de su curso para aprender inglés descubrió cómo el señor Smith le declaraba a la señora Smith que ellos se apellidaban Smith y que tenían tres hijos. Además, le indicaba que el techo está arriba y el suelo está abajo. “Sin duda inspirado en el método platónico del diálogo —escribe Ionesco— este folleto expresaba verdades trascendentales que yo sentí que debía, a mi vez, transmitirle a la humanidad”. Queda claro que solo en las zonas extremas de Plaza Sésamo o La cantante calva viene bien esa intersección de la dramaturgia con el didactismo.
Sobre BB
En sus notas personales, Ionesco se pronuncia contra los preceptos generales de Bertolt Brecht y ataca a su colega bajo el argumento de que es “didáctico e ideológico”. Lo acusa no de ser simple sino simplista, y añade: “Los personajes brechtianos […] solo poseen dos dimensiones: son meramente sociales, por lo que carecen de fondo, les falta dimensión metafísica”. Más allá de eso, concluye: “No existe teatro si no hay un secreto revelado, no existe arte sin metafísica”. Esto último bien puede extrapolarse del teatro a cualquier expresión artística y cultural y con ello quedar condenado todo aquel proyecto que encierra moralejas patrioteras o mensajes partidistas y consignas para cerrar la llave y ahorrar agua o no tirar basura.
BB entre nosotros
Mientras el arzobispo sudafricano Desmond Tutu señalaba: “Si se es neutral en situaciones de injusticia, se ha escogido el lado del opresor”, sintomáticamente Bertolt Brecht dejó dicho: “Para el arte, no ser de ningún partido solo significa ser del partido dominante”. La diferencia entre ambas sentencias es de matiz pero en la segunda el razonamiento ético del individuo se desdibuja a favor de la filiación ideológica con tintes de fanatismo. Por algo en nuestro país ha tenido tanta influencia Brecht y sigue siendo un favorito entre los directores y libretistas de cine y teatro nacional. Un ejemplo a la mano: en la adaptación a cine de El crimen del padre Amaro se convierte al protagonista —un formidable canalla en la novela original del portugués Eça de Queirós— en el desabrido cura, trepador y pusilánime, que es víctima de las disposiciones eclesiásticas en torno al celibato. En manos del autor del guión, el gran villano que es Amaro se reduce a una fracción del rompecabezas social típico de Brecht, donde “los malos” son exclusivamente la Iglesia, el Estado o la gran Industria y nunca los inanimados individuos, cuyas vidas están enteramente determinadas por las fuerzas de opresión de la sociedad burguesa. Como se ve, el maniqueísmo de izquierda embona bien con la tendencia nacional al drama hierático y comparte ese método demostrativo que guía descaradamente al público respecto a cuáles son los valores a admirar y cuáles deben detestarse.
Lo curioso y triste es que Brecht fuese un poeta inspirado y un dramaturgo dotado de gran talento. Pero no existe obra que resista las consignas dogmáticas o la recitación de lemas lapidarios sin sufrir un colapso posterior.
Otra confesión
He de confesar que como joven lector tuve algún entusiasmo por poemas y obras teatrales de Brecht pero siempre me atribuló su arrogancia materialista, el desdén con el que decía que “cuando Rilke menciona a Dios en su poesía, lo hace con una dicción homosexual”, declaración que me probaba que el furor ideológico lo había insensibilizado respecto a lo prodigioso o sublime. Siempre he considerado que la irreverencia es saludable, pero desde aquellos años sentí que al meterse con uno de los poetas mayores de su lengua, Brecht hacía una rabieta execrable y sospechosa.
Cuando en vela
Ya en alguna otra ocasión me he referido a la invasión de los comerciales nocturnos y su efecto sobre el televidente insomne: permaneciendo en vela el individuo ya está de por sí en un trance curioso al borde de la realidad y a esa alta hora las ofertas pueden llegar a seducirlo y parecerle poseedoras de pleno sentido: “Claro, necesito esos cuchillos que cortan hasta metal, también la manguera que se repliega sola y, por supuesto, me hace falta ese sauna individual que parece una casa de campaña de estatura tan baja que el cliente no puede estar en su interior de pie sino en cuclillas, para que solo su cabeza quede por fuera en el extremo superior…”. En lo que al comprador (en su estado limítrofe de conciencia) le parece magnánimo, los vendedores prometen lo indispensable como accesorio y subrayan que nada más por unos días adicionales será que en la adquisición del sauna individual ellos regalarán un banquillo para poder sentarse dentro del armazón de metal y telas ahuladas. Entonces por fin el usuario razona: “¿Qué de verdad pretendían que uno se quedara en cuclillas durante toda la sesión de vapor intenso?”.
Celebración
Es motivo de celebración que Eça de Queirós vuelva a ocupar lugar en los estantes de las librerías. Fue un autor querido de la generación de mis abuelos y se le olvidó por un lapso. Pero esa imprudencia ha sido reparada y conviene visitar su prosa plena de sabiduría y hermosa decadencia. El lector puede abordar La correspondencia de Fadrique Mendes, El primo Basilio o el mismo Padre Amaro, pero sobre todo esa cumbre novelística que es Los Maia. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).
Claudio
Estaría increíble que nos acerques a tus lecturas y música. Gracias.