La amante, la madre
Hay quien provoca el relámpago de los celos o el escozor del resentimiento al confundir momentáneamente el nombre de su pareja actual con el de la anterior. Una falta que sin duda tiene implicaciones psicológicas pero que suele sobreinterpretarse, siendo que con frecuencia se debe más a un asunto de mecánica que a una fijación de hondura traumática. Una circunstancia aún más perturbadora se desata cuando, en medio de un intercambio tenso de palabras con nuestra propia madre le decimos a esta: “Ya basta, mi amor”, no solo invocando la eternamente temida imagen del incesto sino descubriéndonos a nosotros mismos la evidencia de que hemos desarrollado una indeseada asociación entre la rispidez de una discusión con la presencia de nuestra pareja (aquella a la que sí llamamos “mi amor” deliberadamente). Cabe distinguir que el único caso que parecería más espeluznante sería aquel en que por otra vinculación entre figuras afectivas y tonos habituales nos encontráramos diciéndole a nuestra pareja: “Sí, mami”. Ese equívoco se lo dejamos, por ahora, a Norman Bates, el memorable protagonista de Psicosis de Alfred Hitchcock.
Norman y los demás
Pero, claro, Norman el psicópata es solamente el más notorio de los caracteres afligidos por el edipismo dentro de la vasta filmografía hitchcockiana: también está el villano nazi Alexander Sebastian en Tuyo es mi corazón (Notorious), quien comete el error de casarse con una espía norteamericana y al descubrirlo va a despertar a su madre: la reacción de ella es una sonrisa de satisfacción en lugar del natural pesar, “ahora me toca tomar las riendas” parece decirse mientras, aún en la cama, enciende un cigarrillo sin dejar de ver al infinito. Otro caso: el pobre Roger Thornhill en Intriga internacional (North by Northwest), quien es confundido con un terrorista, secuestrado y forzado a beber una botella entera de ginebra para luego ser puesto a conducir un auto con la idea de que se mate en una curva carretera pero acaba siendo aprehendido por una patrulla y encerrado en la cárcel. Cuando la madre llega a pagar su fianza, exclama: “Y ahora qué hiciste”, poniéndose del lado de los jueces que dudan de la historia con que la víctima se justifica. La lista se prolonga y ha sido estudiada con fortuna por críticos y biógrafos como Robin Cook, William Rothman y Andrew Sarris. Del tema destacaría el libro de Guillermo del Toro, dueño de una prosa disfrutable y una visión penetrante. Quizás es el estudioso de Hitchcock que compendia a todos los demás, cosa que le permite profundizar en esos pliegues freudianos de la filmografía. En términos más generales, dice Del Toro: “Su obra terminó por acercarnos —más allá de la prudencia— al pensamiento convulso, al acto mismo del criminal. Nos hizo adueñarnos de su culpa, olvidando toda seguridad. Cometió el crimen perfecto cincuenta y tres veces:1 nos envenenó con el licor del cine. Nos invitó a mirar al abismo…Y el abismo nos miró a su vez…”.
El otro, el mismo
Tomo prestado el formidable título de un volumen de versos de Borges para ocuparme de un asunto más bien basto. En la pretensión desesperada de conseguirse una apariencia inolvidable, los músicos de rock and roll han acabado, desde las primeras camadas de finales de los años cincuenta, pareciéndose esencialmente unos a otros, siendo que la acusada semejanza se explica por el rasgo común que los une: esa ansia por ser distintos. Primero, las chamarras de cuero y los copetes, después los flecos y los suéteres coordinados, más tarde el maquillaje y los cabellos teñidos, los aretes y tatuajes, hasta llegar al “peinado-despeinado”, la manera más estudiada de ser casual. No dejan de sorprender la crueles paradojas. Más allá de las meras efigies, tanto en las artes escénicas como en la literatura y subrayadamente en la plástica, la pulsión incontenible de asegurarse una veta original produce el mismo fenómeno y determina que las obras acaben guardando parecidos asombrosos entre sí, casi como si la mayor parte de la producción contemporánea naciese de un único creador pasando por ánimos levemente diversos y aplicando materiales distintos en medios variados. Porque tras su aparente variedad lo medular de la expresión es uniforme. Cómo no pasmarse al constatar que el brote de la voluntad creativa más libertaria dé como resultado algo que se aproxima al sueño del totalitarismo: que todos sean el mismo. Aquel que llena un tubo de ensaye con pelotas de ping pong, el que teje vestidos con sangre humana seca o el famoso que exhibe reses en contenedores de formol se defenderán diciendo: ¿Acaso Egon Schiele, Edvard Munch y Frida Kahlo no obedecen al mismo temblor interno? ¿No es verdad que Corot está presente en todo paisajista? Y quizá tengan razón mientras yo solo sufro de daltonismo histórico.
Frase del mes
“Aquel que quiera entender mucho habrá de jugar mucho”.
Gottfried Benn
Héroe local, ejemplo universal
Durante casi una década en que viví en la ciudad de Cuernavaca atestigüé el prodigioso desarrollo de un muchacho que estudiaba piano y que trabajaba por las mañanas en la tienda de discos de un centro comercial y hoy día cumple muchos años, quizá quince, como programador de la estación de radio de la Universidad Autónoma de Morelos. Su nombre es Ismael Álvarez León, y sus emisiones de música clásica, que cubren una buena porción de la programación diaria de la estación, están a la altura de las más distinguidas que podamos encontrar de su género, no solo en la Ciudad de México sino en los países de mayor tradición al respecto. De algún modo nos trae a la memoria los años gloriosos de la capitalina xela, hoy extinta. Desde que atendía en la tienda de discos, Ismael se destacaba por su madurez precoz, su erudición y su deslumbrante pronunciación de nombres en rumano, finlandés o cualquier otro idioma para nosotros ignoto. Su gusto exquisito siempre a la par de una humildad patente. Su devoción a la música y a la divulgación de las mejores producciones —recientes y consagradas— del repertorio de concierto lo convierten a mis ojos en un héroe local. Por su desempeño no puede sino representar un ejemplo universal. Dada su promoción infatigable de la riqueza cultural, de hacer patria a su modo, yo le pondría una estatua en una plaza pública.
Violín y viola
El compositor bohemio Heinrich Ignaz Franz von Biber pasó la mayor parte de su vida en Salzburgo publicando su música pero no se sabe que alguna vez haya dado conciertos. Su contribución más reconocida es como uno de los primeros en componer música para violín solo, muestra de ello es la impresionante passacaglia de sus Sonatas del Misterio. Biber fue famoso en el siglo xvii y luego pasó a un olvido que va terminando con el nuevo milenio, en que se revalora su legado. Un largo ciclo para regresar a la luz pública y todo para que cuando se pronuncie su apellido la gente grite con histeria y entusiasmo, creyendo que se habla de Justin Bieber, el ídolo juvenil que trapea escenarios con la bandera de los países que visita y le escupe a sus seguidores fieles desde el balcón de su cuarto de hotel.
Ignominia parecida es la que le acaece a la extraordinaria violista Kim Kashkashian, quien se ha afanado en nutrir un repertorio discográfico exquisito, que va desde sus estrechas colaboraciones con la sorprendente compositora de música para cine Eleni Karaindrou hasta las piezas de cámara de Bach. El querido musicólogo Luis Pérez la llama “una de las mejores violistas del mundo, si no la mejor de nuestro tiempo”. Toda la excelsitud de su trabajo queda fácilmente arrastrada por las resonancias armenias del nombre de la celebridad de celebridades, Kim Kardashian, epítome de la vulgaridad, figura vacua que por sí sola podría condenar a nuestra era de extrema fatuidad.
Implantada
Surge cual tema de ciencia ficción. Lo observamos en fiestas multitudinarias: el disc jockey, un Pavlov perverso, echa el buscapiés y los invitados bailan y suspiran semejantes por un son que no corresponde a sus vivencias: la nostalgia les ha sido implantada.
Genealogías trastocadas
Para muchos connacionales, el nombre Garibaldi fue sinónimo de mariachis y en particular, durante los tempranos años noventa, de un grupo de cantantes y bailarines que usaban paliacates y prendas derivadas de la ropa tradicional de charro, un grupo vocal mixto del cual ni los afanados en la remembranza compulsiva recuerdan o extrañan. Pero la referencia original de Giuseppe Garibaldi, el revolucionario italiano que da nombre a la famosa plaza que se atesta de borrachos hambrientos de tequila y baladas rancheras es lo último que aparece en la conciencia de quien pronuncia ese nombre. En un modo semejante, pensando en el proceso donde las genealogías citadinas se trastocan o distorsionan, pienso en los famosos churros con chocolate de El Moro, en San Juan de Letrán. A la hora de construirse los ejes viales de esta ciudad, la referencia queda desvaída y dudo que se diga “El Moro en el Eje Lázaro Cárdenas” o “los churros de Lázaro Cárdenas”. Ignoro cómo sea la referencia actual pero se antoja la idea de que haya jóvenes que piensen que Lázaro Cárdenas fue un director de cine, famoso por sus malas películas. Idéntico proceso es el que sigue la historia de la calle Juanacatlán, en la colonia Condesa, rebautizada como Alfonso Reyes. Juanacatlán, que fue famosa algún día por ser transitada de noche por prostitutas al grado que la frase “las putas de Juanacatlán” era de uso tan común como “las rejas de Chapultepec”. Al cambiar de nombre esta amplia avenida con camellón, puede que haya trascendido la leyenda y se haya convertido en “las putas de Alfonso Reyes”, por lo que don Alfonso pasaría a ser, en el imaginario popular, un padrote de antología. Algo me dice que al viejo Reyes, en su veta de rabo verde, no le hubiera disgustado del todo esa fama postrera. ~
1 El número de las películas realizadas por el director británico.