Fuerza Aérea de los Estados Unidos/ United States Air Force, Bombas estadounidenses cayendo sobre Kobe, Japón, 4 de junio de 1945.
El desastre se detona mucho tiempo antes que las bombas. Comienza con la sombra de un avión —que en realidad son muchos aviones, son cuatrocientos setenta y tres, son acumulación, enjambre— deslizándose sobre agua fría. Cargando el peso muerto de las municiones que guarda, el cúmulo de metal volante avanza sobre la parte más profunda del océano: la fosa de las Marianas. Aquí, la distancia que separa a los aviones de la superficie del mar, se acumula a los más de once mil metros de agua que se erigen sobre la parte más honda de la tierra. En su punto más insondable, esta curva geográfica es más profunda de lo que es alto el Everest. Si las bombas que estos aviones cargan se desplomaran aquí, en esta yaga terrestre que une a las islas Marianas con Japón, tardarían en tocar fondo. Pero cuando los bombarderos B-29 lleguen a su destino final, las bombas no demorarán en caer. La tierra entonces estará cerca. Los aviones volarán bajo sobre las ciudades de Japón. Las bombas se suspenderán por segundos en el aire, y una cámara tomará una fotografía desde la escotilla abierta de un B-29, para captar en el mismo espacio visual a la bomba que cae y a su objetivo.
Las bombas en el aire concentran una suspensión de tiempo. En su congelamiento se unen la distancia entre el origen y el fin. Sus casquillos y el aire encapsulan su energía destructiva; son demolición en potencia. Aún no han caído. Están por hacerlo, pero todavía no. Si uno se dispusiera a contar las bombas que aparecen en la fotografía aérea del bombardeo estadounidense a la ciudad de Kobe, en 1945, uno tendría que imprimir la foto, y dibujarle una cuadrícula. Sin el auxilio de este artefacto visual superpuesto sería imposible llevar la cuenta de los proyectiles. Pronto resulta difícil distinguir entre las bombas y los barcos que flotan sobre el agua del puerto. Ya no se sabe qué es bomba, qué es barco, qué embarcadero, qué bodega, qué casa, qué calle. La explosión que ha de venir permanece contenida, domada aún dentro del casquillo de las bombas inmovilizadas. Sus cuerpos largos se mimetizan con aquello que habrán de destruir en los próximos segundos, aquello que pronto, en un instante futuro que la fotografía ya no registra, no será ya ni barco, ni embarcadero, ni bodega, ni casa. Será ruina. O no ruina, porque la ruina se construye con el tiempo, y estas bombas llegarán a su objetivo en menos tiempo de lo que tarda en escribirse un párrafo. La velocidad de la gravedad es implacable. Nada la puede detener, como nada podrá detener a estas dos mil toneladas de bombas en caída.
Los casquillos metálicos que aparecen paralizados —una flotación ficción construida por la cámara, pues su velocidad es en realidad insistente— contienen fuego. Son bombas incendiarias, no explosivas. Su intención no es matar directamente, sino generar una hoguera que se expanda sobre la ciudad como hace el aceite sobre el agua. Las bombas son solo el vehículo del fuego, no son la muerte directa. De la misma manera en que los B-26 no son la muerte, sino su mensajero. Así sucede siempre: la responsabilidad de la destrucción se mantiene siempre a un paso de distancia del desastre, se difiere. Antes del fuego estuvo la bomba, antes el avión, antes el piloto, antes el comandante, antes la orden, mucho antes, la estrategia. El origen del desastre se custodia, a cada paso, un poco más lejos, para que el culpable originario sea siempre otro, anterior. Cuando estas bombas finalmente toquen a la ciudad de Kobe —donde las casas son de madera y papel— se desatará un incendio que destruirá los hogares de más de medio millón de personas. Casi nueve mil cuerpos morirán quemados. Pero el daño de estas bombas no se remite a un día, sino a la secuencia de semanas y meses de bombardeo repetido, de fuego cayendo del cielo de nuevo, cada vez más, sobre Osaka, Yokohama, Nagoya… La Operación Meetinghouse, sobre Tokio, pasará a la historia como el evento bélico más mortífero de toda la Segunda Guerra Mundial: tras la madrugada del 9-10 de marzo, una cuarta parte de la ciudad estaría en ruinas, un millón de personas no tendría casa, y más de cien mil habrían muerto: más víctimas que en los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki.
Pero las bombas aquí aún no tocan tierra. Son todavía el retrato de su desastre potencial, no una escena del desastre en sí. Son catástrofe en tanto que umbral de lo que no puede ser des-hecho, pero aún no sucede. El avión no puede ya recuperar estas bombas, no las puede tomar de en medio del aire, romper su caída y regresarlas a su tripa. No se puede arrepentir. Este paisaje de la destrucción futura, al representar un hecho imparable, imposible de cambiar ya, contiene el caos de segundos futuros donde miedo y muerte han de llegar. Las bombas cayendo existen en un tiempo posterior a la creación de la catástrofe, pero anterior a su desplegamiento. Son los segundos de calma que median entre la primera luz de una explosión inminente y el crujir del mundo quebrándose tras la ignición. ~
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MARINA AZAHUA (Ciudad de México,1983) es ensayista, narradora, historiadora y traductora. Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y lo es actualmente de la Fundación para las Letras Mexicanas.