Elliott Erwitt, Belgium. Brussels. 1957.
De la escena, la expresión del perro es lo que me atrapa. La vida de los perros me fascina, me intriga, me desespera. Su relación con nosotros es difícil de describir con palabras, pero la imagen que vemos ahora podría resumirla muy bien y ser el pretexto para una mínima explicación: el perro posa y permite que jueguen con él. No es un juguete vivo, nada parecido a una simple marioneta. Es un ser que interactúa, que participa en el intercambio lúdico aunque no sepa bien a bien qué se espera de él o cuál es el paso a seguir en ese juego. El perro lleva el sombrero que pertenece a una de las personas que están a su alrededor.
Todo sucede en Bruselas, en un 1957 que en la fotografía parece estar aún mucho más lejos en el tiempo, quizá porque el blanco y el negro la devuelve a una época con más sorpresas e ingenuidad que la nuestra; quizá porque no está perfectamente encuadrada ni del todo enfocada; quizá porque el peinado y la ropa de las personas no corresponde con su actitud entre juguetona y desafiante. Tienen frente a sí a ese perro que parece mestizo, sentado en una silla, ante una mesa sobre la que hay comida y bebida. Dan la impresión de haber desayunado, porque no hay copas de vino cerca y sí jarritas que tal vez contengan café, té o leche. El perro —blanco, con el pelo disperso y no muy largo, las orejas negras— mira con la cabeza más o menos gacha los restos de comida. Busca la aprobación de alguien. De eso se trata todo.
En una época remotísima, cuando nada era como ahora, los perros y los humanos encontraron una solución conjunta para sus problemas aislados. Ambas especies provenían de raíces casi opuestas. Los primates son, por naturaleza, individualistas; buscan su propio beneficio y el de sus seres más cercanos. Los cánidos son, por el contrario, animales que han encontrado en la comunidad las ventajas que la evolución no le dio a sus cuerpos. Las manadas en las que viven y actúan son seres en sí mismas: su adhesión a un grupo mantiene con vida a los animales. Como efecto secundario de esta vida grupal desarrollaron capacidades afectivas difíciles de encontrar en otros seres vivos. Se toparon por casualidad —a cambio de un poco de basura y de calor— con los seres humanos que, por su cuenta y de una forma más bien accidental, también habían dado con el cariño.
La imagen —llamada simplemente Belgium. Brussels. 1957— pertenece a Elliott Erwitt (París, 1928), uno de los primeros miembros de la famosa agencia fotográfica Magnum, a la que se incorporó gracias a la invitación personal que le hicieran Robert Capa y Henri Cartier-Bresson. Su labor como reportero gráfico siempre ha tenido el filo del buen humor; como parte de su sello están las imágenes que representan la realidad más cotidiana, el día a día que parece tan risible como loco como entrañable. En esta realidad, el ojo del fotógrafo se engolosina con la interacción entre perros y amos. Uno de sus colegas en Magnum dijo de Erwitt: “Es mitad fotógrafo y mitad perro. […] Es algo extraordinario. Les ladra. Y ellos entienden”.
Vemos, entonces, a través de ojos que encuentran en los perros un ser admirado y apreciado, un elemento fotográfico que está a la altura de los seres humanos. Vemos a través de ojos que entienden las sutilezas de la relación entre los canes y las personas. En esta escena, la mesa está desarreglada y, aunque en el encuadre hay tres personas, se ven cuatro tazas servidas. Quizás el fotógrafo sea parte del juego, tal vez se haya puesto de pie y abandonado su taza con tal de obtener esa toma.
El perro —que es el centro de atención— parece un comensal más y no es la primera vez que se sienta en una silla, cerca de una mesa. Tampoco es la primera vez que lleva un sombrero puesto. Esto es obvio porque tiene un ligero sobrepeso, porque está cómodamente sentado, con la barriga un poco lanzada hacia delante y los cuartos traseros relajados. Se nota su quietud: sabe que, si cede a sus instintos y mueve las orejas, el sombrero se caerá. Así que baja la testa lo suficiente como para mantener en equilibrio el objeto que le han colocado pero no tanto como para perder de vista a su persona elegida. Se trata del hombre delgado, de corbata, el que le ha puesto el sombrero. Son perro y persona, una dupla. El chucho inclina el cuerpo ligeramente hacia este individuo, es parte del juego y del convenio en el que el amor y la compañía se suman a ligeros absurdos, a cosas que parecerían pequeñas humillaciones pero que son una parte intrínseca de la relación. El hombre esperará a que el perro orine en alguna esquina, tirará sus deshechos en la alcantarilla, le llevará comida por las mañanas y aprenderá a disfrutar de su olor acre y de la libertad de su lengua. El perro se pondrá un sombrero, dará la pata, esperará horas a que su persona vuelva de una cena y le dé la paz esperada. Y juntos enfrentarán los días fríos, las noches de lluvia, las épocas de tristeza. Entre ellos hay intimidad.
La imagen de Elliott Erwitt captura eso. ~
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JULIETA GARCÍA GONZÁLEZ (Ciudad de México, 1970) es narradora, articulista y editora. Ha publicado en distintos medios como Letras Libres, dF, Travesías, El Huevo y El Ángel, así como en la revista francesa Brèves. Entre sus obras se encuentran Vapor (Joaquín Mortiz, 2004), Las malas costumbres (FCE, 2005) y, su más reciente volumen de cuentos, Pasajeros con destino (Cal y Arena, 2013).