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Mutaciones autoritarias en América Latina. Entrevista con Víctor Alarcón Olguín
Este País | Ariel Ruiz Mondragón | 01.02.2014 | 0 Comentarios

Durante buena parte del siglo XX, la mayoría de los países de América Latina vivieron en condiciones no democráticas, bajo autoritarismos de diversa laya e incluso, en muchos casos, bajo dictaduras militares. Varios de esos regímenes fueron desapareciendo desde finales de los años setenta, y la tendencia se pronunció en la década siguiente. Sin embargo, pese a esa ola democratizadora, hubo pervivencias y atavismos autoritarios que han hecho que en ocasiones se hable en la región de, por ejemplo, democracias antiliberales, de baja calidad, seudodemocracias y de un nuevo autoritarismo, que parece seguir siendo una gran tentación para no pocas corrientes políticas. Esto puede causar reversiones preocupantes. Sobre las coordenadas básicas para entender el fenómeno autoritario en nuestra región, Este País conversó con Víctor Alarcón Olguín, profesor e investigador del Departamento de Sociología de la UAM-Iztapalapa, institución donde obtuvo el doctorado en Estudios Sociales. Alarcón Olguín ha impartido clases en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, el ITESM-Ciudad de México y la División de Estudios Políticos del CIDE. Es presidente de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales. ARM

ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Cuáles son las raíces históricas y los rasgos fundamentales del autoritarismo en Latinoamérica?

VÍCTOR ALARCÓN OLGUÍN: América Latina ha sido una región confrontada históricamente con la democracia. A lo largo de los más de dos siglos que han conformado nuestra vida independiente, hay evidencia de que la cultura política prevaleciente conserva rasgos de caciquismo rural y urbano; de patrimonialismo en la manera de apropiarse y desviar los recursos públicos para beneficio individual o de grupos; de un clientelismo que se manifiesta en la preeminencia de los intercambios de favores por votos entre organizaciones sociales, individuos y partidos políticos; de corporativismo expresado en las condiciones cuasimonopólicas de organizaciones que obtienen tratos privilegiados (incluso protegidos por la ley) en su asociación política con el poder.

Lo inquietante es observar la coexistencia de estas distintas realidades y velocidades de actividad y estructuración del poder en cada uno de nuestros países. Las luchas entre centro y periferia, liberalismo y conservadurismo, nacionalismo y cosmopolitismo, etcétera, son muestras concretas de las contradicciones históricas inherentes y que no cesan dentro de nuestros discursos, nuestros imaginarios y mitologías políticas.

El autoritarismo en América Latina como régimen de gobierno presenta evidentes mutaciones a lo largo de su desarrollo, especialmente durante el siglo XX (desde luego, todo ello diagnosticado de manera relevante por comparativistas excepcionales como Juan Linz, Guillermo O’Donnell, Norbert Lechner, Alfred Stepan, David Collier o Manuel Antonio Garretón, y ahora retomado por autores como Gerardo Munck, Steve Levitsky y Andreas Schedler en lo que va de la presente centuria). Sin embargo, debemos recordar que la idea autoritaria clásica demanda la existencia de un aparato de Estado fuerte, en pleno ejercicio del poder y con capacidades discrecionales en la negociación central de reglas, uso selectivo de la represión y la violencia, capacidad de cooptación y control de los medios de comunicación, e incluso con movilizaciones y legitimación social.

©iStockphoto.com/jcgwakefield

Hoy debemos contrastar estos elementos a la luz de lo que vemos en contextos disminuidos y replegados en los que, por principio, el Estado no tiene siquiera una presencia territorial sólida desde dónde ejercer la acción de gobierno, lo cual lo hace sucumbir e incluso depender de otros actores que han venido a influir o a ocupar abiertamente dichos espacios. Así ocurre específicamente con el crimen organizado, que ha socavado, mediante redes de corrupción y complicidad cada vez más estrechas, a los diversos niveles de la Administración Pública y a la clase política en general.

El Estado comienza a ser colocado como una instancia al servicio de dichos intereses, acotando o condicionando la actuación política y económica (de ahí la tendencia a adjetivarlo concretamente como “fallido”). Se genera además toda una mutación cultural que ha empujado —sobre todo a las generaciones más jóvenes— a una desestimación de la política como instrumento de crítica, lucha o cambio, pese a los esfuerzos que se despliegan desde los sectores de la sociedad civil que insisten en la importancia de la participación política y electoral como medio de legitimación de la autoridad. En ello cabe situar también el papel central que ahora poseen los medios de comunicación de masas, especialmente la televisión, las redes sociales y la radio, en ese orden.

En nuestro devenir histórico, el autoritarismo clásico se expresaba en controles y capacidades que muchas veces hemos vinculado con las experiencias de los partidos hegemónicos y los líderes populistas. También el autoritarismo ha dirigido dinámicas de modernización, liberalización, centralización y privatización. Ha tenido versiones burocráticas, tecnocráticas y militaristas, y versiones creadas “desde arriba” y “desde abajo”. Pero el hecho contundente es que esta suerte de “Leviatán criollo o mestizo” —como le gustaba llamarlo a mi eminente maestro Marcos Kaplan— ha tenido etapas en las que, a pesar de los esfuerzos democratizadores emprendidos a lo largo y ancho de América Latina (incluso aquellos influidos más directamente por las revoluciones socialistas), ha tendido a regresar a sus elementos definitorios básicos, en una suerte de movimiento pendular y nostálgico que se expresa como el pretexto para reclamar orden y seguridad, no solo por parte de nuestras clases medias o altas, sino también desde las movilizaciones y protestas populares que intentan escapar de la pobreza, la injusticia y la exclusión social imperantes, lo cual las entrega en charola de plata al nuevo líder providencial y carismático creado por los medios o el imaginario popular.

¿Cuáles fueron los principales tipos de regímenes políticos no democráticos que existieron en la región en el siglo XX?

Continuando con mi anterior respuesta, el siglo XX fue pródigo en las variantes populistas civiles y militares que se vieron asociadas con el ejercicio autoritario del poder. Destacan desde luego las versiones cardenista y peronista, debido a la capacidad que les permitió asociar un aparato de Estado, una ideología y un liderazgo piramidal; lograron irradiarse hacia la estructura social (corporativismo y clientelismo sindicales) y dentro de un partido de movilización y encuadramiento político de masas que creó la identidad nacional del régimen.

Una versión interesante son los arreglos bipartidistas, en los que las élites aceptaron negociar ciertos niveles de alternancia política, pero sin permitir la presencia activa de la izquierda o la expansión de las organizaciones sociales, como llegó a pasar en Chile, Perú, Uruguay, Colombia o Venezuela entre mediados de los siglos XIX y XX, cuestiones que se rompieron precisamente con las crisis sociales que derivaron en golpes militares y en los esquemas dictatoriales que se sucedieron a partir de los años sesenta.

Casos más híbridos fueron las permanencias de líderes como el general Alfredo Stroessner en Paraguay, Joaquín Balaguer en República Dominicana o los militares en Brasil, quienes pudieron fabricar dictaduras “electoralmente atenuadas” con el apoyo de bipartidismos formales, por ejemplo. Países menos consolidados institucionalmente, como los centroamericanos, tuvieron dinámicas muy dispares, pero ciertamente la profundidad de sus conflictos, especialmente los derivados de los intentos continuos de revolución de corte comunista en los años setenta y ochenta (sobre todo con la llegada del sandinismo al poder en Nicaragua), hicieron que sus guerras civiles fueran tan intensas como las represiones desplegadas en el Cono Sur en esa misma época.

¿Qué factores erosionaron el autoritarismo e hicieron posible la instauración de la democracia en la región?

Hay dos importantes fuentes de erosión: las de naturaleza interna, propias de cada país, y las procedentes del entorno exterior y mundial. Entre las internas destaca precisamente el desgaste de la clase política y el crecimiento de los problemas de gestión económica que impidieron continuar con lo que el economista Peter Evans llamó el “modelo predatorio de Estado”, en el que la burocracia se volvió incapaz de seguir sosteniendo el acaparamiento y la reproducción de las empresas públicas, tanto por la corrupción desarrollada al seno de la propia clase política, como por la falta de capacidad y actualización de los modelos tecnológicos y de exportación, más allá de lo concedido a las trasnacionales; o bien, como en los casos de México, Brasil y Argentina, que los ingresos por sus principales productos tuvieron bajas sensibles. Adicionalmente, las otrora pujantes clases medias se vieron cada vez más limitadas en sus capacidades de movilidad y ascenso.

Desde luego hay que agregar que la falta de libertades, los abusos en materia de restricción y violación de los derechos civiles y políticos, hicieron que la demanda de elecciones democráticas fuese el catalizador más significativo de esta nueva conformación social que iba emergiendo desde nuestros países.

En la dimensión exterior, la crisis de la deuda y los ajustes neoconservadores y neoliberales hacían ver que se necesitaban alternativas de mercado y que las estructuras nacionalistas y proteccionistas en América Latina eran incompatibles con los requerimientos de un capitalismo financiero más dinámico y agresivo, el cual ya no necesitaba el tipo de dominio territorial imperialista clásico. Esto quizás es algo que resalta respecto al acotamiento del Estado de bienestar y los esquemas socialdemócratas, que también comenzaron a caer a partir de esa época.

El autoritarismo clásico fue una pieza importante en el esquema de la Guerra Fría y la posguerra pero, adicionalmente, el proceso de cambio se reforzó bajo el esquema de la globalización y el retorno o la instauración democrática en el mundo. Con dichas transformaciones en curso, ya no había forma de presentar mayores resistencias, por lo que se dio paso a los procesos de transición y pacificación política, cuyo costo sin duda implicó fuertes despliegues diplomáticos e incluso renuncias explícitas en lo inmediato respecto a perseguir a los adversarios políticos. Incluso la reinserción programada a la vida electoral o el uso de plebiscitos para confirmar la decisión colectiva de moverse hacia la apertura política “protegida” (por ejemplo, Chile) fueron ejemplos de las rutas que se tuvieron que emplear para dicho fin, y que han dado por resultado la coexistencia y el reacomodo de las fuerzas políticas y económicas resultantes. Ello implicó, adicionalmente, la firma de compromisos y pactos que estuvieran dispuestos a perdonar y olvidar las atrocidades e injusticias del pasado.

Tras los procesos democratizadores que vivió la región, ¿qué rémoras autoritarias han seguido vigentes?

Los pendientes centrales se observan en fenómenos como la incapacidad mostrada por los partidos políticos para responder a las expectativas de la población respecto a la solución eficaz de desafíos como el control de la desigualdad, la inseguridad, la creación de empleos y la corrupción.

Otro aspecto interesante es una nueva brecha generacional que ha surgido en varios de nuestros países, en donde se vuelven a abrazar los discursos radicales en ámbitos primordiales como la preservación y defensa de la educación pública, los subsidios y el respeto a las identidades, como ocurrió incluso con el tema indígena o las luchas de las mujeres y por la diversidad sexual, por ejemplo. Ante estos cambios y esta complejidad surgidos en los años postransición, dichos segmentos de la población, más allá de sus intereses inmediatos de grupo, no han tenido la capacidad ni el relevo eficaz para actuar, en la medida en que no se han dado los espacios parlamentarios ni legales para emprender los ajustes de forma efectiva.

Por otra parte, la generación política posterior, que ahora emerge y que conoce poco de los procesos previos de las dictaduras y los autoritarismos, reclama para sí espacios sobre los cuales se vuelve a repetir la misma historia, a veces con escasa tolerancia de su parte, pese a que paradójicamente gozan de libertades mayores de las que se tenían en aquellos años donde la clandestinidad y la ilegalidad política fueron imperantes.

El otro rasgo importante que se ha presentado recientemente es que la política electoral en América Latina se ha refugiado en el reeleccionismo presidencialista y legislativo, producto de la idea de que cuatro u ocho años no son suficientes para emprender las reformas necesarias. Eso ha propiciado que la gente se intente aferrar a aquellos políticos que —como Lula-Dilma Rousseff, Michelle Bachelet, Rafael Correa, Daniel Ortega, Evo Morales, en su momento Hugo Chávez, los Kirchner en Argentina y quizás eventualmente el Frente Amplio uruguayo (quizás ahora el régimen político de izquierda más consolidado de la región)— están generando cierto tipo de esquemas redistributivos, si bien a costa de confrontaciones severas con los sectores medios y altos de sus respectivos países.

En el otro lado del espectro ideológico, resulta inquietante que en casos como México, Colombia y varias naciones centroamericanas y andinas la derecha también se esté aferrando a fórmulas de continuidad que están tensando la cuerda de manera inquietante; o que abiertamente se hayan dado “golpes constitucionales”, como los vistos en Honduras y Paraguay, con la franca idea de acotar la velocidad de los cambios al momento en que la izquierda intenta promoverlos más allá de lo previamente pactado.

¿Qué efectos sobre la democracia de la región han tenido fenómenos como la liberalización económica, la pobreza y la desigualdad, así como el resurgimiento del populismo?

Como he señalado, estos elementos han sido mencionados como un claro reflejo de los niveles acotados a partir de la ausencia de una ciudadanía de amplia influencia dentro de la región. Por ejemplo, la reapertura de los procesos de justicia y restitución de la memoria histórica en Chile, Argentina y Uruguay se vuelve a instalar como factor de división, e incluso llega a ser más importante que los debates sobre los programas económicos. Pero es evidente que una cultura política democrática no podrá descansar sobre cimientos sólidos si estos asuntos siguen estando inconclusos en la agenda institucional y legal.

Ahora bien, los avances en otro tipo de materias, como la rendición de cuentas, la transparencia, la regulación de los mercados de telecomunicaciones, los servicios y el incremento de la competitividad regional, por ejemplo, han tenido resultados cada vez más dispares en la percepción sobre la democracia dentro y fuera de la región. Si bien América Latina no ha dejado de crecer y ha resistido mejor que ninguna otra zona las crisis financieras recientes, persiste una visión desarticulada y poco atractiva en lo relativo a su proceso de integración y cooperación. Mecanismos decaídos como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o el Mercosur, que eran interesantes hacia finales del siglo pasado, no han podido ser relevados por acuerdos de segunda o tercera generación. Lo anterior hace que las condiciones de un multilateralismo eficaz muestren también el anquilosamiento de instancias como la Organización de los Estados Americanos o la Organización de las Naciones Unidas, que deberían ser mecanismos de mayor convergencia y cooperación. Es mucho lo que debe caminarse, pese a los intentos generados desde la Unión de Naciones Suramericanas, de inspiración chavista, o mediante la Alianza del Pacífico propuesta por México, Perú, Chile y Colombia.

 ©iStockphoto.com/xochicalco

¿Qué podría llevar a América Latina de regreso al autoritarismo?

Considero que el riesgo importante a considerar son los populismos de derecha e izquierda, revestidos de fundamentalismos colectivistas y mesianismos personalistas, que en cualquier caso emplean la condición excepcional y salvadora como su argumento de fondo. El crecimiento de la sociedad civil tampoco es una “varita mágica” que por sí sola resuelva los déficits de legalidad y legitimidad.

Una sociedad abandonada que comienza a tener que defenderse ante la ausencia plena del Estado nos hace ver que esa es precisamente la tarea política más importante a realizar: retornar a la política y a la legalidad, lo cual no se limita a participar en las elecciones solamente, sino que obliga a considerar los medios y agentes necesarios para inducir y generar la reconquista de la confianza, los espacios y las buenas prácticas que debe traer consigo la propia convivencia social en sus distintos niveles y ámbitos.

¿Qué cambios se deben impulsar en la región para fortalecer la democracia y evitar una involución autoritaria?

Los cambios a contemplar siguen siendo básicamente los mismos que demanda todo régimen político justamente comprometido con la democracia: reducir la inseguridad, promover la inversión y el empleo, combatir la corrupción en todos los niveles, garantizar un juego democrático abierto y sin condicionamientos para la participación ciudadana y en los tipos de candidaturas. Implica promover regímenes responsables y auditables respecto a todos los actores que hacen uso de los recursos públicos. Construir un sistema educativo de calidad, en el que se haga una clara inversión a favor del cambio tecnológico, y apostar por el uso responsable del medio ambiente. Significa tener un modelo laico, incluyente y no discriminatorio respecto de cualquier preferencia, que no ocasione daño a nadie.

En suma, la construcción de la democracia en América Latina tiene numerosos adversarios. La simulación y las apariencias que estos guardan son quizá lo que más debemos temer, considerando no solo sus promesas incumplidas, sino también la facilidad con que históricamente hemos tomado rutas o abierto las puertas erróneas en busca de democracia.

Es especialmente importante ver cómo nos hemos venido adaptando a la redes sociales y al peso de los medios, cuyas batallas en América Latina son muy importantes y hay que seguirlas, ya que no son lo mismo los intereses de Televisa, Carlos Slim, Venevisión o el Grupo Clarín que la defensa de la libertad de expresión cuando en nuestra región el periodismo es una de las profesiones más peligrosas de ejercer. Ni mucho menos es lo mismo la defensa de los recursos naturales, la necedad de tener un modelo de consumo basado en hidrocarburos, que intentar dar el salto a las energías renovables y no contaminantes como base de nuestras economías y entornos. Pero en todo ello me parece que todavía hay que dar una fuerte batalla, para superar a una clase política y empresarial que, sin importar su signo ideológico, sigue siendo muy corta de miras y solo está preocupada por el rating y la imagen. Tampoco podemos quedarnos con la idea de una sociedad civil confinada a las “repúblicas de Facebook o Twitter”, o que solo se expresa en los maratones de recolección de fondos para alguna causa altruista o para proteger animales. Esto es muy importante, pero debemos ser y expresarnos políticamente más allá de eso.

Asimismo, hay que observar el riesgo que implica el crecimiento de los niveles discursivos de cinismo, impudicia e impunidad con que se asumen los “asuntos de Estado”, cuando en realidad se trata más de negociaciones que rara vez otorgan voz u opinión a la ciudadanía. Sin duda, los riesgos del autoritarismo no radican en una supuesta regresión, sino en que está siendo muy eficaz en su adaptación y mutación. En ese sentido, la política comparada nos obliga a mirar hacia la Primavera Árabe (Egipto, Turquía), hacia el sudeste asiático (Taiwán, Corea del Sur, Malasia o Indonesia) y, desde luego, hacia cualquier realidad social que justamente se encuentre atravesando por una situación similar de persistencia autoritaria dentro de sus comportamientos culturales y políticos. México y América Latina no pueden dejar de mirarse en dichos espejos. 

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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió historia en la UNAM. Ha colaborado en revistas como Metapolítica, Replicante y Etcétera.

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