Un recorrido exprés por la historia geopolítica ibérica con el fin de entender el lugar que ocupa Cataluña en la España actual y la efervescencia de las intenciones independentistas.
La vieja Europa occidental, embarcada en un interminable proceso de integración política y económica que avanza a un ritmo cansino y que sin embargo ha superado con éxito la prueba de la crisis económica, se enfrenta a dos procesos independentistas, completamente diferentes en su génesis, su planteamiento y su desarrollo pero que se retroalimentan políticamente. De un lado, Escocia, que fue un Estado independiente del Reino Unido hasta 1707, que mantiene un potente movimiento independentista desde los años veinte del siglo pasado y que en las últimas décadas ha ido experimentando un paulatino proceso de “devolución” —en 1998 recuperó el Parlamento, depositario de algunas funciones legislativas—, celebrará un referéndum el 18 de septiembre. De otro lado, Cataluña, una comunidad autónoma del reino de España gobernada por una formación nacionalista, Convergència I Unió, que ha evolucionado desde el regionalismo al independentismo, ha convocado una consulta para el 9 de noviembre, declarada ilegal por el Gobierno español, sobre la constitución o no de un Estado propio.
La reclamación secesionista de Cataluña, que se apoya en una interpretación edulcorada de la historia, no puede apoyarse en cambio en la reversión de una personalidad perdida. Cataluña fue parte del Reino de Aragón desde el siglo XII, y con la boda de los reyes católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, en 1469, se inició el proceso de convergencia que daría lugar a la Corona de España, aunque ambos reinos mantuvieron sus características jurídicas y políticas conforme al modelo austracista —de los Austrias o Habsburgo— que sobreviviría hasta la guerra de secesión de principios del siglo XVIII, que dio paso a Felipe V de Borbón como rey de España. Aquella guerra fue en realidad un conflicto europeo en el que Cataluña tomó partido contra el Borbón; el 11 de septiembre de 1714, las tropas borbónicas tomaban Barcelona, y aquella fecha se ha convertido en la fiesta nacional de Cataluña.
La nueva dinastía llegaba con ideas de modernización y cambio, y las leyes de Nueva Planta laminaron buena parte de la tradición institucional, jurídica y cultural de Cataluña, que desde entonces manifestó intermitentemente su voluntad de recuperar la iniciativa política propia. En 1914 entró en vigor la Mancomunidad de Cataluña, un ente regional que agrupaba las cuatro diputaciones provinciales y que sobrevivió hasta 1924, arrasado por la dictadura de Primo de Rivera. En 1932, La República Española dotó a Cataluña de un Estatuto de Autonomía, que asimismo pereció con la victoria de Franco en la Guerra Civil española. Tras la muerte del dictador en 1975, la Constitución española de 1978 consagró la autonomía de las nacionalidades y regiones españolas; el presidente de la Generalitat en el exilio, Tarradellas, regresó para hacerse cargo del Gobierno autonómico provisional de Cataluña, y en 1979 entraba en vigor un nuevo Estatuto de Autonomía que recuperaba las viejas instituciones y otorgaba a la comunidad autónoma numerosas y potentes competencias, en exclusiva o compartidas con el Estado. Jordi Pujol, al frente de la coalición CIU, ganaba las elecciones autonómicas de 1980 y se mantenía en el poder hasta 2003.
En 2003 formaba Gobierno un tripartito de izquierdas que elaboraba un nuevo Estatuto de Autonomía, convalidado con dificultad por el Estado en 2006 y recortado por el Tribunal Constitucional después de que la norma obtuviese el refrendo popular. Aquella poda jurídica, interpretada como una afrenta, ha sido la espoleta que ha inflamado un largo memorial de agravios acopiado por el nacionalismo. Y este ha aprovechado la crisis económica para plantear el órdago final.
Las encuestas acreditan que el mayor colectivo en Cataluña está formado por quienes se sienten a la vez catalanes y españoles, pero la causa soberanista, con su halo romántico (a pesar de que se haya conocido que Jordi Pujol defraudó a Hacienda desde 1980), mantiene la iniciativa. La Constitución española impide la celebración unilateral de referendos, pese a lo cual los partidarios de la autodeteminación exhiben el principio democrático.
Algunas miradas se vuelven hacia Quebec, donde el problema se ha zanjado mediante una Ley de la Claridad que frena el ímpetu independentista y lo condiciona al cumplimiento de diversos requisitos democráticos. En Cataluña, la mayoría política asegura de momento que no adoptará ninguna iniciativa ilegal, pero es evidente que la tensión podría desembocar en cualquier momento en episodios violentos. En los círculos moderados de opinión se lamenta esta resurrección del nacionalismo beligerante en un continente que tanta experiencia —negativa— ha acumulado sobre el particular. Pero en la España actual, con una clase política de mala calidad y un mundo intelectual reconcentrado y ausente, el nacionalismo vuelve a ser la gran amenaza para la estabilidad de un país que había encontrado tardíamente en la democracia el camino hacia un futuro pacífico y próspero.
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ANTONIO PAPELL, periodista y analista político español, es autor de El futuro de la socialdemocracia (Akal, Madrid, 2012).