La modulada y agradable voz del locutor cautivaron a la anciana, y por ello no renunciaba a dejar prendido su aparato radiofónico durante toda la noche.
El locutor cubría con entusiasmo el turno de las diez de la noche a las cuatro de la madrugada y la anciana lo escuchaba hasta las dos, cuando generalmente conciliaba el sueño.
El locutor tenía un estilo ameno para opinar sobre cualquier tema e intercalaba su discurso con las románticas piezas instrumentales. Lo mismo leía un poema o hacía una reflexión filosófica que comentaba lo pasajero de la vida cotidiana.
La anciana estaba encantada y, diestra con las herramientas cibernéticas, comunicaba con frecuencia sus opiniones al locutor. La línea telefónica también se abría regularmente al público, sin embargo, cuando ella marcaba siempre sonaba ocupado y prefería concentrarse en la programación.
Pero un día, tras digitar el número, la llamada entró, una asistente la atendió para corroborar sus datos y, tras unos minutos, la comunicaron con la varonil voz. Emocionada pero sin perder el aplomo, saludó al joven y después le expresó su sentir:
–Ay, joven, de verdad es usted un encanto y siempre me hace la noche; su compañía me relaja y viera qué tranquila duermo.
–Muchas gracias, señora, esa es nuestra misión, hacerles pasar unas horas agradables.
–Pero es que su voz no es escandalosa ni chocante, se le escucha a usted muy auténtico y sabe hablar de todos los temas.
–Bueno, doña Luz, nos preparamos un poquito y nuestro objetivo no es adoctrinar, moralizar ni nada por el estilo, simplemente platicar entre amigos y pasar un rato agradable.
–No se imagina lo que significa para mí escucharlo, de veras, cuando me muera quiero que su voz me acompañe.
–Lucecita, falta mucho para eso y mejor sigamos acompañándonos todas las noches.
Y así, doña Luz tuvo una velada inolvidable y las sucesivas jornadas fueron más intensas en su admiración por el locutor y su pasión por el espacio radial. De todos modos, no olvidó la idea que transmitió a sus familiares:
–En serio, cuando yo muera quiero que pongan junto a mi caja mi radio encendido en mi estación favorita.
Nadie le negó su derecho a la vieja que lo reiteró cuantas veces pudo sin dejar que alguno de sus nietos bromeara al respecto.
–Ay, abue, primero se acaba tu programita que tú.
Pero el tiempo no perdona y, después de un par de años, doña Luz falleció en una fría tarde de otoño. Terminó sus días mientras dormía la siesta en su mecedora.
Tras los preparativos de ocasión, Luz fue transportada en el respectivo ataúd y carroza hasta “La Aurora”, la agencia seleccionada. Su cuerpo fue preparado y su caja colocada al centro de la capilla número cuatro.
El mismo nieto bromista fue quien cumplió al pie de la letra el deseo de su abuela y, con sentimientos conjugados de dolor, rabia y resignación, sorbiendo su nariz, colocó el mediano aparato receptor de radio y lo encendió a un volumen regular.
Familiares y amigos, consternados y fascinados con el acto, en lugar de rezar atendieron la audición. Una pieza de jazz llenó la atmósfera de serenidad. La música parecía no terminar hasta que vino el breve silencio de rigor previo a la locución. Con un halo místico todos quedaron expectantes, deseosos de escuchar al carismático comunicador y hasta quisieron depositar su fe, como si su mágica voz pudiera devolverle la vida a la anciana.
Sorpresivamente, una locutora dio las buenas noches y sacó a todos de su sosiego; extrañados pensaron que la sintonía estaba errada, pero la mujer pronto los sacó de dudas:
–Queridos radioescuchas, con profundo pesar debo anunciarles que mi compañero Emigdio Escalante ya no podrá estar con nosotros… —un suspiro medió en su alocución— él ha partido hace unas horas a un ámbito mucho más tranquilo y acogedor, seguramente acompañado de notas y acordes musicales que sembró en su espíritu. Aquellos interesados en acompañarle en su despedida, desde estos momentos su cuerpo está siendo velado en la agencia funeraria “La Aurora”, en la capilla número tres.
Las respectivas miradas de familiares y amigos de doña Luz se encontraron entre sí asombradas, y después se depositaron en el féretro y particularmente en el aparato receptor de cuya bocina surgió tenuemente la voz de Emigdio en una remembranza que los colaboradores de la emisora quisieron hacer.
Después, cuando al radio se le terminaron las pilas, esa voz también se apagó. ~
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TEÓFILO HUERTA (Ciudad de México, 1956) es escritor y periodista. Ha publicado La segunda muerte y otros cuentos (Plaza y Valdés, 2011) y el cuento “Lectura fatal” en la antología 2099-b (Irreverentes, 2013).