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Por una inteligencia no pesimista
Educación Superior: Apuesta De Futuro | Este País | Pablo Boullosa | 01.09.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/© EduardGurevich

Una milenaria tradición intelectual encarnada en un género de hombres taciturnos se ha arrogado la posesión de la inteligencia: en esas cabezas, sabiduría y pesimismo se confunden. Sin embargo —plantea el autor—, una breve revisión de la facultad de la inteligencia podría inclinar la lucidez del lado de la alegría. 

B. Metafísico estáis.

R. Es que no como.

Diálogo entre Babieca y Rocinante

Con una sola frase, Oliver Edwards entró de panzazo en la historia de la literatura. Había conocido a Samuel Johnson en Oxford, donde coincidieron unos meses, y no volvieron a verse durante casi 50 años. Se encontraron de nuevo por casualidad y conversaron solo un par de horas, tiempo suficiente para que Edwards hiciera su pequeña aportación a la historia, tal y como la recogió James Boswell, el célebre biógrafo de Johnson.

—Usted es un filósofo —le dijo Edwards al doctor Johnson—. Yo también he intentado hacer filosofía, pero, no sé ni cómo, me invade la alegría.

La filosofía y la extremada inteligencia suelen asociarse con la melancolía, el pesimismo, la demencia, incluso con el hambre. Las personas que comen bien, que no desafían las convenciones sociales, que viven jovialmente, que crían con entusiasmo a sus hijos, que miran con esperanza el futuro, pocas veces destacan en la filosofía. Tampoco figuran mucho en la historia, por la misma razón por la que la felicidad ocupa poco espacio en las novelas y en las noticias. Pero que algo no haga mucho ruido no significa que no exista o que su importancia sea menor.

La filosofía occidental se remonta al siglo VI A. C. Los primeros filósofos jonios no sufrieron mucho con sus estados de ánimo. Aspiraron a esclarecer cómo funcionaba el mundo sin recurrir a las explicaciones religiosas, y vieron con optimismo nuestra potencia racional. Las religiones siempre han afirmado que una voluntad de orden divino guarda para sí los secretos del mundo y las claves de nuestro destino; la filosofía comenzó reclamando para el hombre la posibilidad de conocer la verdad y de decidir por él mismo. La fe mueve montañas; la razón las mide, las explica, las imagina, las construye, las transforma y las humaniza. La primacía de la razón debería ser siempre una empresa esperanzadora.

A menudo no es así, aunque existan poderosas razones para asociar el pensamiento con la felicidad y el placer más que con la tristeza y el dolor. Es tan simple como esto: somos más felices cuando nos va bien. Si queremos que nos vaya bien, tenemos que tomar buenas decisiones. Si queremos tomar buenas decisiones, tenemos que pensar bien: pensar con claridad, con profundidad, con honestidad. Esto es lo que se supone que hacen los filósofos, y sin embargo, muchos de ellos han sido portavoces del pesimismo.

Quizás el primero de todos haya sido Heráclito. Fue apodado “El Obscuro”, tanto porque era difícil de entender como porque era difícil de tratar. Llevó una vida amargada y solitaria, y se le conoce como “el filósofo que llora”.

El más grande de todos los pesimistas (no el más pesimista, pero sí el más grande de ellos) fue Platón. Estaba tan desilusionado con la capacidad de la mayoría de las personas para tomar decisiones y resolver problemas, que creyó que la única solución razonable era una especie de totalitarismo coronado por reyes filósofos. Es decir, por reyes que le hicieran caso.

Aristóteles (o uno de sus alumnos, no lo sabemos bien) se preguntaba en el disputado Problema XXX: “¿Por qué todos los que han sobresalido en filosofía, política, arte o poesía han sido melancólicos, y algunos hasta el punto de padecer ataques causados por la bilis negra?”.

La Iglesia católica anunció el paraíso después de la muerte, pero su “buena nueva” se ha quedado corta en comparación con su histeria respecto al sexo, la heterodoxia, el demonio y el pecado. Los marxistas, dicho sea en el mismo párrafo, creyeron en un futuro tan inevitable y feliz como el de la Iglesia católica, pero en lugar de mostrarse alegres con sus supuestas leyes de la historia y con los pronósticos de su “ciencia”, eligieron la furia, la crueldad o el rencor. Se han ocupado más de la revolución y la dictadura que del comunismo pacífico y sintético que dizque alumbrarían sus baños de sangre burguesa.

Los existencialistas, con sus suéteres negros, sus coqueteos nihilistas y sus simpatías totalitarias, dieron tanto valor a la amistad y a la alegría compartida que Sartre pudo sentenciar: “El infierno son los otros”.

En nuestro tiempo, inspirados por eminencias como Michel Foucault y Jacques Derrida, si no es que por leninistas trasnochados o multiculturalistas en su mediodía, muchos pensadores repudian las ventajas de la civilización occidental y procuran su debacle. Son los hijos bastardos de la larga tradición del pesimismo filosófico, a los que Harold Bloom les dio atinadamente el nombre de “escuela del rencor”.

Por supuesto, también nos han precedido numerosos pensadores menos sombríos. El hecho mismo de confiar en la capacidad de la propia razón, como hicieron los primeros filósofos, es motivo ya para una cierta autonomía optimista, frente a la naturaleza, frente a la fatalidad, frente a los dioses (y sus sacerdotes) y frente a todo poder externo. Heráclito tuvo su contraparte: Demócrito, el atomista, el filósofo más leído en la Grecia clásica. Se le conoce como “el filósofo que ríe”. Rubens los imaginó en dos obras resguardadas en el Prado: Heráclito, vestido apropiadamente de negro, con una lagrimota resbalando por su mejilla. Demócrito tiene ojitos alegres y cara de que está a punto de contar un chiste.

Bertrand Russell, con pesimismo, dice en su historia de la filosofía que la Grecia clásica fue una de las pocas épocas en las que ha sido posible ser feliz y ser inteligente a la vez, y lograr la felicidad con la inteligencia. (Como dice Fedro en el Fedro de Platón: “¿De qué serviría la vida, si no se gozase de los placeres de la inteligencia?”.) Creo que Russell se quedó corto: incluso en nuestros días sigue siendo así. Varios estudios contemporáneos sobre la felicidad señalan la importancia de la amistad y la conversación.

La palabra pesimismo fue acuñada por Voltaire. En su muy divertido Cándido satirizó la idea de Leibniz de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pero Cándido es una joya de la ironía, no una roca del rencor. Voltaire creía en la civilización, en las bondades del comercio y del progreso. Gozó, amó, ahorró y no se dejó consumir por la depresión, el encono ni el resentimiento. Reconoció las atrocidades de su época y las sombras de la condición humana, pero siguió aceptando la posibilidad de la alegría y de la nobleza de espíritu, encarnadas por aquel que cultiva su jardín.

En México rara vez aceptamos que se pueda ser inteligente y a la vez optimista. ¿Cuántas veces no hemos oído aquello de que un pesimista no es más que un optimista bien informado? Entre nosotros, el pesimismo parece ser la identificación oficial del inteligente. Si uno no es pesimista, evidencia de inmediato su ingenuidad. Si uno no es fatalista, “se chupa el dedo”. Si uno no está lleno de rencor (contra el sistema, los gobernantes, las masas manipuladas, los empresarios, etcétera), es tildado de tonto o, peor, de cómplice.

Por supuesto, en nuestra sociedad abundan las razones para ser pesimistas. Tenemos asideros de sobra: la corrupción, la injusticia, la desigualdad, etcétera. Ser pesimista y llenarse de rencor es bastante fácil. Lo meritorio, lo que exige un esfuerzo, lo realmente difícil, es encontrar buenos motivos para ser un optimista actuante y racional.

Las potencias de cualquier sociedad se ven disminuidas cuando son menos las personas que en ella son capaces de asociar la inteligencia con la alegría. Cuando el pesimismo pasa por inteligencia, y el rencor por conciencia social, todos salimos perdiendo, porque en esta confusión devaluamos activos importantes. El pesimista cree ver las cosas con claridad, con anticipación y sin hacerse ilusiones. Pero las ilusiones pueden ser muy importantes para mejorar las cosas. La creatividad necesita, si no de la ilusión en un sentido ingenuo, sí de la ilusión en el sentido de realidad inmaterial, inexistente, soñada, imaginada, que aspiramos a convertir en realidad sin adjetivos. “Piedra de sol”, La feria y la obra cumbre del más melancólico de nuestros grandes poetas, “Muerte sin fin”, comenzaron como ilusiones, en el sentido de proyectos irrealizados pero, mediante la voluntad, el esfuerzo y la concentración, realizables. Estas ilusiones llevaron a Octavio Paz, Juan José Arreola y José Gorostiza a darles realidad a sus obras, es decir, a realizarlas. Y lo mismo vale para otros artistas, empresarios, científicos, activistas sociales, investigadores y todos los demás creadores de este país. Nuestros proyectos arrancan como ilusión.

El pesimista cabal es un fatalista. Cree que, aún si nos esforzamos, al final las cosas no pueden mejorar. Los malvados seguirán haciendo de las suyas, todo empeorará, nada importante mejorará. Como decía Calígula en el Calígula de Camus: “Los hombres mueren y no son felices”. En un hipotético mundo habitado tan solo por fatalistas nadie se esforzaría por alcanzar la gloria, nadie habría cantado sus hazañas, y nadie se esforzaría en mejorar las cosas. No tendríamos a Homero, y la vida sería más gris y menos humanizada.

El pesimismo puede generar su propia profecía autocumplida. ¿Sería una buena idea casarse, pensando que el amor no existe y que la relación no será grata, ni enriquecedora, ni duradera? Algunos dirán que el pesimista está en guardia y las desgracias no lo toman desprevenido (lo que tendería sobre él la sombra de la cobardía). Pero el pesimismo puede empeorar incluso la prevención. Según estudios de la Universidad de Oxford,1 los pesimistas ahorran menos dinero que los optimistas, y mientras más fatalistas son respecto a su futuro, peores precauciones tomarán respecto a este. Así que cuando llegan a la edad de retirarse, los pesimistas tendrán peores jubilaciones. Corren el riesgo de construir un futuro a la altura de sus bajas expectativas. Solo unas buenas dosis de optimismo nos permiten hacer cosas para enfrentar mejor el futuro.

No siempre es fácil, desde luego, comparar los resultados del pesimismo con los del optimismo. Pero es innegable que los pesimismos de Platón y de Calígula, por citar dos ejemplos ya mencionados, tuvieron consecuencias atroces. La desconfianza en la capacidad de las personas para decidir por sí mismas ha sido el núcleo y la perdición de las tiranías y las dictaduras “bien intencionadas”, si es que esta adjetivación puede usarse. Tampoco parece ser una casualidad que los defensores de los aumentos de los gastos y las deudas públicas (como Calígula) suelan ser harto pesimistas. Y sin embargo, nada de esto respondería en verdad a los argumentos de mayor peso de los pesimistas intelectuales. Estos argumentos tienen que ver con asuntos de mayor calado y amplitud que el ahorro o las consecuencias sociales. Intentaré dar cuenta de algunos de esos argumentos, pero antes quiero señalar otro problema importante generado por el pesimismo, el rencor y el fatalismo.

Ya hemos dicho que es fácil ser pesimista porque abundan las razones. Pero cuando esa facilidad la revestimos de luces intelectuales, disminuimos nuestras posibilidades de enfrentarnos a la dificultad. Y por optimistas que seamos, si hemos de serlo en forma inteligente tenemos que reconocer que nuestros problemas son abundantes, difíciles y complejos. No recuerdo quién señaló que todos los problemas, por grandes que puedan ser, siempre tienen al menos una solución sencilla y contundente que además está equivocada. El pesimismo no aspira a ser esa solución, es cierto, pero sí nos proporciona una salida, un sucedáneo, una manera de evadir la complejidad, la dificultad y los retos inherentes a nuestros grandes problemas. En decir: el pesimismo intelectual a menudo se vuelve un cliché y por lo tanto un obstáculo para encarar los problemas en su complejidad.

Repasemos, pues, algunos argumentos de quienes sostienen que el pesimismo es más inteligente que el optimismo. Analizaré tan solo los tres que me parecen más comunes y más fundamentados. El primero es estadístico, el segundo es lógico y el tercero no sé si llamarlo ontológico.

El primer argumento consiste en afirmar que las personas más inteligentes se deprimen con mayor frecuencia e intensidad, y se suicidan más que las personas de inteligencia media. Se sostiene en datos duros: la tasa de suicidios entre personas con muy alto IQ, por arriba de 130 puntos, es tres veces mayor que entre personas de IQ menos extremo.

Aquí hay que decir, antes que nada, que una cosa es el IQ y otra la inteligencia o, por lo menos, la dirección y el uso que le damos a la inteligencia. El IQ o cociente intelectual pretende medir la capacidad que tenemos para manejar información y resolver problemas teóricos, o lo que a veces se llama “inteligencia estructural”. Pero no nos dice nada en cuanto a nuestra capacidad para fijarnos metas y elegir qué hacer con dicha inteligencia estructural. Por algo han sido tan exitosas las nociones de inteligencia emocional (popularizada por Daniel Goleman) e inteligencias múltiples (de Howard Gardner). El diccionario de la rae define la inteligencia como nuestra capacidad para entender y, en una segunda acepción, para resolver problemas. El gran José Antonio Marina dice que la función principal de la inteligencia es la de dirigir bien el comportamiento, aprovechando para ello su capacidad de asimilar, manejar y producir información.

El IQ depende, en gran medida, de nuestra dotación genética. En cualquier grupo humano numeroso, siempre habrá un pequeño porcentaje de personas que cuenten con un IQ sobresaliente. Factores como la educación y la desnutrición influyen en el desarrollo del IQ, por lo que en las sociedades más avanzadas la media de IQ es superior a la de sociedades como las nuestras. (Recordemos que la educación no cambia nuestra dotación de genes, ni el país ni la época ni la familia en que nos toca vivir, pero actúa sobre lo que nos ha tocado en suerte recibir, para ayudarnos a huir de la fatalidad. Este es el campo, limitado e infinito, de la educación.)

Muchas personas con fama de inteligentes han padecido depresión, han sido enormemente pesimistas y algunas han llegado al extremo de quitarse la vida. Por ejemplo, la lista de escritores suicidas incluye a Jorge Cuesta, Horacio Quiroga, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Stefan Zweig y un largo etcétera. Pero, por largo que sea este etcétera, esta lista nunca será tan larga como la de aquellos escritores notables que no se suicidaron. (Camus dijo que solo había un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Murió en un accidente.) Y lo mismo pasa con las listas de personas inteligentes que se han quitado la vida y personas inteligentes que no se han quitado la vida. Van Gogh se suicidó (algunos lo niegan), pero no se suicidaron El Bosco, Miguel Ángel, Brueghel, Rembrandt, Velázquez, Picasso, ni Francisco de Goya. Reto al lector a citar el nombre de un científico eminente que se haya quitado la vida.

En resumen: entre las personas con más alto IQ puede haber más depresión y más suicidios, pero la mayoría de las personas superdotadas no se suicidan. Y no es lo mismo IQ que inteligencia.

El segundo argumento es, como mencioné, de carácter lógico: si los antecedentes son A y B, entonces C. El pesimismo sería la única respuesta lógica posible ante la envergadura de los problemas y riesgos que afrontamos. Cualquier lista puede ser abrumadora: calentamiento global, agotamiento de recursos naturales, fundamentalismo islámico, amenaza nuclear, pobreza, desigualdad y descontento en América Latina y África, etcétera. Puede añadirse la inhumanidad de que nos caiga un asteroide o de que una eyección de masa coronal proveniente del sol nos devuelva al siglo XVIII.

Empiezo a responder de manera indirecta. Hesíodo es el segundo escritor occidental, en orden cronológico, después de Homero. En su poema didáctico Los trabajos y los días ofreció una explicación mitológica acerca de su tiempo presente. Dijo que habían existido cinco edades (cualquier semejanza con el quinto sol es pura coincidencia): la de Oro, una edad de esplendor y de abundancia; la de Plata, un poco menos próspera; la de Bronce, de seres humanos brutales y violentos, que fabricaban sus armas de dicho metal, y que perecieron sin nombre, matándose los unos a los otros. La cuarta edad fue “de héroes similares a los dioses, que son llamados semidioses, la raza anterior a la nuestra”. Entre ellos estaban los que “cruzaron el ancho mar en sus naves, buscando a Helena, la de hermoso pelo”. Cuando todos estos seres habían desaparecido:

Zeus, el largo vidente, hizo después otra raza, la quinta, que fatiga ahora la Tierra fértil. Ojalá no perteneciera yo a esta raza; ojalá hubiera muerto antes, o no hubiese nacido. Esta es la raza de Hierro […]. Y los trabajos y las tristezas diurnas, y la muerte nocturna, no dan descanso a los hombres. Los dioses dejarán caer dificultades terribles sobre nosotros. Zeus también destruirá a esta raza, cuando las personas nazcan con canas […]. Solo tristes dolores nos quedan a los mortales, y contra el mal no tendremos defensa.

Pocas veces se ha expresado con mayor contundencia el pesimismo. No dejan de sorprenderme dos cosas (tres, si contamos el detalle de los bebés con canas). La primera, que muchos contemporáneos nuestros supongan que expresarse en términos similares a los de un escritor nacido más de 700 años antes de Cristo (y de quien jamás abrirían un libro) les da aires de frescura contracultural.

La segunda es la prospectiva de Hesíodo, que escribe en el momento preciso en que la cultura griega está a punto de despegar, gracias a la acumulación de riqueza y a la herramienta tecnológica de trascendencia incalculable que usamos en este mismo instante: el alfabeto. El intercambio de bienes y de ideas estaba por rendir sus mejores frutos. El milagro griego estaba ya gestándose, el propio Hesíodo ayudaba a parirlo, y lo único que este pudo ver en el futuro era la desolación.

Por supuesto, para justificar nuestros pesimismos podemos suponer que contamos con más argumentos en el presente que los que pudo conocer el buen Hesíodo en la Grecia arcaica. La respuesta a los nuevos pesimistas puede tomar la forma de una pregunta: ¿cuánto contribuye el pesimismo a la solución de nuestros retos inmensos? ¿Contribuye más que el moderado optimismo actuante y racional? Ya hemos hablado un poco de esto, pero añadamos tan solo lo siguiente: si el pesimismo fuera la respuesta adecuada a los problemas, México sería ya una potencia mundial.

Para encontrar soluciones, tenemos que imaginarlas y creer que vale la pena trabajar por ellas. El optimismo, la esperanza y la fe en nuestras propias potencias nos serán de enorme ayuda para mantener nuestro esfuerzo. Sé que corro el riesgo de decir perogrulladas, pero no veo cómo el pesimismo, el fatalismo y la melancolía puedan considerarse como virtudes intelectuales o, peor todavía, morales. La mayor virtud que reconozco en el pesimista que no practica la crítica inteligente (es decir, la crítica que ha elegido bien sus metas) es la humildad de hacerse a un lado y no estorbar a quienes tenemos ganas de construir y de educar. Pero ni eso: cacarean de continuo en los medios y en los salones de clase. (Pregunta que acaso venga a cuento: ¿cuáles son los mejores textos educativos y sobre educación de Paz, Fuentes, Pacheco, Monsiváis, etcétera? ¿Hasta dónde los intelectuales mexicanos del siglo XX y XXI, después de Reyes y su inolvidable “Cartilla moral”, se han interesado en la construcción de futuro a través de la educación?)

En resumen: no basta una respuesta lógica a nivel únicamente argumentativo. Lo que nos falta es una lógica que desemboque en acciones positivas. Lo que nos falta es una inteligencia que se involucre más en la construcción de futuro que en la destrucción del presente.

El tercer argumento va más allá de la estadística y de la lógica. Sostiene que la vida es breve, que está llena de sufrimientos, de pérdidas, y que al final nos espera la muerte absoluta, sin nada por delante. ¿Cómo vamos a sentirnos animados ante tal perspectiva? “Los hombres mueren y no son felices.” Aun las mejores historias de amor han de llegar a su fin con la muerte de uno de los protagonistas. Cuando somos niños no apreciamos lo que vale la pena, en nuestra juventud desperdiciamos el tiempo, más tarde envejecemos, trabajamos, padecemos humillaciones y fracasos, nos vamos quedando solos, enfermamos y morimos. Y eso si no nos tocan accidentes que nos maten en edad temprana. La vida puede ser injusta, caprichosa, desafortunada, absurda; no otorga a cada quien lo que se merece.

Algunos se afirman en su pesimismo citando a Shakespeare:

La vida solo es un cuento

narrado por un idiota,

lleno de sonido y furia,

y con absurdo argumento.

O a Calderón:

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

Antonio Porchia escribió que “el dolor no nos sigue: camina adelante”. Vamos hacia el dolor. Y hacia la muerte, una muerte definitiva porque, nos dicen, no existe vida más allá de la muerte.

De los tres argumentos que he elegido, este es el que a mi parecer cala más hondo y exige de algo más que sentido común para rechazarse. Ante el dolor último del mundo, solo pueden ofrecerse respuestas parciales. No hay forma de refutarlo, excepto, claro, desde la fe religiosa, cuyas armas no están en mi mano.

Intento a pesar de todo articular una respuesta. Comienzo haciendo un matiz: ni Shakespeare ni Calderón dijeron las palabras que suelen atribuírseles. Fueron sus personajes, en este caso Macbeth y Segismundo, perseguidos por sus demonios, los que afirmaron tan tremendas cosas. No sabemos nada sobre las opiniones personales de Shakespeare y sospecho que tampoco sobre las de Calderón. No podemos adjudicar a Shakespeare las palabras que él imaginó para un usurpador del poder real en Escocia, un asesino abyecto, que sin duda tenía que ver la vida de manera muy distinta a la del próspero dramaturgo, empresario y padre de familia William Shakespeare. A lo mejor para este la vida era una gran historia, contada por un narrador sagaz, apacible, llena de música y plena de sentido; a lo mejor para Calderón la vida era estar bien despierto, cierta paz, cierta luz, realismo puro. No lo creo, pero no lo sabemos.

En el prólogo de Jorge Luis Borges a su último libro de poemas, Los conjurados, encuentro lo que, en cambio, sí podemos llamar una opinión personal del escritor: “Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente.”.

La vida, como dice Borges, nos ofrece constantes oportunidades de felicidad, de mejoría, de ampliación de nuestras posibilidades; incluso de comunión. El dolor camina por delante, pero también lo hacen el placer y la belleza. Envejecemos, pero adquirimos experiencia y quizás hasta un poco de sabiduría. Nos accidentamos, pero también tenemos golpes de fortuna. Enfermamos, pero a ratos también olvidamos nuestros sufrimientos, y placeres como el de la comida son harto frecuentes. Nos vamos quedando solos, es cierto, pero llenos de recuerdos, y si llegado el momento tenemos fuerzas para mirar por la ventana, lo que hemos de ver será un paisaje lleno de vida, que continuará cuando ya no estemos nosotros.

No conseguiremos la felicidad como un estado permanente, ni podremos satisfacer todos nuestros anhelos. Más aún: quizá sea verdad que la vida no tenga de antemano un sentido. Yo lo creo. Pero, por eso precisamente, podemos y debemos otorgarle sentido nosotros mismos, y esto puede ser todavía más importante que la mera felicidad. (La felicidad siempre se conjuga en tiempo presente; no podemos ser felices ni en el pasado ni en el futuro. Pero el sentido que le damos a nuestra vida atraviesa necesariamente hacia el pasado y hacia el futuro. No sé si una vida con sentido sea una vida necesaria e intensamente feliz.)

En cuanto a la vida después de la muerte, cada día me convenzo más de que es real y tangible: nosotros somos la vida después de la muerte para aquellas personas que nos precedieron, se amaron y nos amaron. Y nuestros hijos, nuestros estudiantes y nuestros futuros lectores serán la vida después de la muerte para nosotros mismos.

p.s. Me sucede lo mismo que a Oliver Edwards: he intentado hacer filosofía, pero, cuando menos lo espero, no sé ni cómo, me invade la alegría.

1<http://web.hbr.org/email/archive/dailystat.php?date=071212>

__________

PABLO BOULLOSA es poeta, ensayista, conductor de televisión y promotor de la educación. Sus artículos y ensayos han aparecido en publicaciones como Textual, El Universal y Este País. Desde hace 12 años, escribe y conduce para Canal 22 La dichosa palabra. Entre sus libros está el tomo izquierdo de Dilemas clásicos para mexicanos y otros supervivientes. Algunos de sus trabajos audiovisuales pueden verse en <pabloboullosa.net>.

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