Obras reunidas de Severino Salazar,
director editorial: Alberto Paredes,
Juan Pablos-INBA, México, 2013.
Entre las buenas noticias que nos sigue dando la edición independiente en México, una de las mejores es la aparición, a fines de 2013, de las Obras reunidas de Severino Salazar, el narrador zacatecano muerto hace ya un poco más de ocho años. Salazar es, como Jesús Gardea, un caso paradigmático de la narrativa de los años setenta y ochenta, y de la generación nacida en los años cuarenta: gozan desde el principio de la admiración de la crítica y del favor de los premios pero son poco o nada atendidos por el público lector, víctimas —público y escritores— de las campañas contra la literatura mexicana con exigencias cualitativas.
Desde la muerte de Salazar varias voces señalaron la necesidad de poner de nuevo en circulación libros cuyas ediciones anteriores eran ya inencontrables. Pero, síntoma del tiempo, ni su estado natal —Zacatecas— ni su Universidad —la Autónoma Metropolitana de Azcapotzalco— se dieron por enterados del asunto, y pareció que el proyecto dormía el sueño de los justos, o sea, el del olvido. En 2012 la editorial Juan Pablos, sello editorial de amplia trayectoria tomó el proyecto y lo planteó al Programa de apoyo a proyectos culturales de la Federación 2012, operado por el INBA, mismo que le fue otorgado y cuyo resultado hoy está al alcance del lector, con la valiosa coordinación de Alberto Paredes, crítico y académico reconocido, amigo y promotor de la obra de Salazar, quien hace un par de años había publicado el libro Proseverino en la misma editorial, y con prólogos de diferentes estudiosos y conocedores de su obra. El resultado es extraordinario.
Describiré algunas de sus virtudes: sin dejarse intimidar por los consejos mercadotécnicos que lo prohíben Juan Pablos hace aparecer al mismo tiempo los once volúmenes. Me parece importante apostar por la sinergia que provocarán unos con otros, como un golpe de efecto, y que tal vez consigan restituir a esa obra el lugar de privilegio que tiene entre la narrativa mexicana de los últimos cincuenta años ante el lector que lo ignora o desconoce. Me parece también un acierto que se publique libro por libro, tal como el autor los fue dando a conocer, incluyendo la novela inédita La danza de los ciervos, texto que, en suerte, me tocó prologar.
El conjunto de once prólogos es también un intento por situar la importancia de este narrador. Y otra de las novedades de esta edición es la recopilación de los textos críticos de Salazar dispersos en revistas y suplementos, en el tomo once: Ensayos y artículos reunidos. Es una manera de conocer los gustos e intereses del autor, establecer su genealogía y aprender de su aprendizaje. Las novelas nos hablan de sus intereses por la historia, el barroco, la arquitectura y la composición del relato, pero sus ensayos nos deparan todavía algunas otras sorpresas.
El caleidoscopio formado por los prólogos a los once libros, si bien reúnen textos de casi todos los críticos que se ocuparon de él en vida del autor —Trejo Fuentes, Quemain, Paredes, Vicente Francisco Torres, Marcela Quintero y yo mismo— y que en cierta manera reelaboran ideas que ya se habían expresado, ofrece algunas novedades importantes, desde un atractivo texto de Dolores Castro hasta notables exégesis de Gonzalo Lizardo —el narrador zacatecano más destacado en la actualidad— y Hernán Lara Zavala quien, con un muy buen texto —Lara Zavala es, además del conocido narrador, un ensayista de fuste— prologando Donde deben estar las catedrales, el primer y ya legendario libro publicado por Salazar.
Si es afortunado que Lara Zavala, amigo temprano y promotor de la obra de Severino, abra la serie de libros que constituyen las Obras reunidas, también lo es que Paredes, responsable del conjunto, cierre el ciclo con su introducción a Ensayos y artículos reunidos. Como se verá por lo dicho hasta aquí la edición es todo un acierto: bien pensada, bien hecha, con gusto y cuidado editorial. Si hubiera que reprocharle algo tal vez sería la ausencia entre los prologuistas de Braulio Peralta, ya que fue su editor en los últimos años, y de Antonio Marquet, entre sus colegas y amigos de la uam-Azcapotzalco.
Con las obras reunidas se podrá volver a reflexionar sobre el lugar que ocupa Salazar en la literatura mexicana. Por ejemplo, en esa nueva visión del barroco, más cercana al sentido arquitectónico —es decir, habitable—, que al de adorno recargado que se ha hecho tan común en nuestra idea del arte mexicano. Por ejemplo, en la comparación con Segundo sueño de Sergio Fernández o Terra Nostra de Carlos Fuentes, Salazar propone una concepción nativa del barroco, ligada a una condición del paisaje e incluso del clima. De allí, por ejemplo, sus Desiertos intactos, título de su segunda novela. Los títulos mismos de la mayoría de sus libros —Las aguas derramadas; ¡Pájaro, vuelve a tu jaula! ; La arquera loca— sintetizan sensaciones de permanencia y fugacidad muy propias de la arquitectura. Las ciudades mineras —como Zacatecas, Guanajuato o Taxco— edifican las catedrales en busca de una permanencia fugaz.
En ese sentido se podría decir que Salazar es un narrador decimonónico o, de forma todavía más extrema, novohispano. En el Virreinato la literatura mexicana esbozó un camino que culmina en Sor Juana pero que en otras vías permaneció abierto y sin continuadores, en especial en el terreno narrativo. Por ejemplo, ¿se podría hacer una antología de narrativa novohispana tan buena como la que Martha Lilia Tenorio hizo para la poesía del mismo periodo? Creo que no, a menos que se planteara proyectivamente en escritores como Salazar y no, desde luego, en la tendencia más obvia del colonialismo a la manera de Artemio de Valle Arizpe.
Después del notable movimiento narrativo conocido como Novela de la Revolución mexicana, y a partir de Rulfo, nuestra novela se plantea como un paisaje habitado por lobos solitarios, no se le puede reducir fácilmente a las taxonomías convencionales o a las nuevas, pero los lobos solitarios se comportan de la misma manera en un paisaje casi siempre desértico. Rulfo hizo el terreno reseco y barroso, árido, de su páramo vuelto apellido, herencia familiar, el territorio de sus personajes fantasmales. Salazar extrema ese paisaje, lo vuelve no barro sino arena, peñascal, pedrerío. Y sabe, como su arquetipo jalisciense, que los paisajes son radiografías del alma. No son difuntos los que recorren las calles de Tepetongo, pero sí hombres afantasmados, ánimas en pena, huérfanos no de padre sino de patria.
A la vez, esa patria, en su condición más de terregal que de terruño, está ahí, muy presente, construida sobre la cantera de las historias que pueblan el lugar, y para que un lugar tenga historias necesita personas que lo habiten. Un poco más al sur, en San Luis Potosí, narradores de su misma generación, como David Ojeda, tienen ya otro clima y otra intención. Salazar extrema la condición de soledad implícita en la palabra desierto, tanto en su acepción contemporánea como en la antigua, pero es una soledad en compañía. Por eso muchas de sus historias son de amor loco, de amor enfermizo, de amor correspondido en la tragedia que provoca, como las amantes vírgenes de López Velarde.
Salazar nunca llega, porque no quiere, a volver abstracto ese barroco arquitectónico, siempre permanece como lugar para ser habitado, incluso cuando se derrumba, como en “Tepetongo en la azotea”, uno de los más logrados cuentos del autor, pues el hábito es un ámbito. En el proceso de construcción emotivo, la construcción se identifica con el derrumbe: edificar es una manera invertida de desmoronarse de la misma manera que la caída es una ascensión. No se me escapa que utilizo términos religiosos. Pero pensar en Salazar como un narrador católico no parece un despropósito, más cuando —ahora me entero gracias al prólogo de Quemain— solía acudir a misa.
La liturgia es en buena medida una creación barroca, es la instauración de un orden en el universo desordenado o, de otra manera, un orden humano en un mundo inhumano. Por eso la liturgia, como la arquitectura, cuando ya está vacía, deshabitada, como la túnica de Helena, sigue en pie; por eso las ruinas son tan hermosas, por eso las catedrales están siempre en ruinas, construyéndose, desmoronándose, como la arena de sus desiertos intactos. Y desmoronar es una manera de demorar, de morar. Por eso también, como señalan algunos de los prologuistas, a Salazar le interesaba el oficio de narrador, su artesanía, su carpintería, no la frase perfecta, en la que no se reconocía, sino en la arquitectura del relato.
Si la catedral se ha vuelto símbolo de su narrativa no es solo por su primera y notable novela sino porque las catedrales están siempre en construcción, incluso cuando se las destruye para edificar otra sobre ellas, pues en realidad lo que interesa es el proceso de edificación. Sin embargo, y aquí hay un hecho llamativo, Salazar sí se preocupaba por el acabado, porque sus obras no solo tuvieran un final en sentido anecdótico sino que estuvieran acabadas, salvo tal vez la que a mí me tocó prologar, inacabada en otro sentido, inconclusa. Este asunto nos trae de nuevo a la razón de este texto: la Obra reunida de Severino Salazar.
Nuestra obra completa modélica, la de Alfonso Reyes, nos ha hecho concebir en nuestro imaginario colectivo que las obras completas tienden a ser un mausoleo o una tumba. Pienso que, por ejemplo, la edición que hizo la editorial Era de las de José Revueltas o la de Arreola por Joaquín Mortiz, escapan a esa condición al publicar los libros tal como fueron apareciendo en vida del autor y a organizar como libros autónomos los que son o bien inéditos o bien construidos con material disperso. Pero no ocupan nuestro imaginario como lo hace el mausoleo. La razón es sencilla: los autores siguen estando vivos y no se dejan enterrar tan fácilmente. Ese es el modelo que Alberto Paredes y Juan Pablos han seguido para la publicación de las de Severino Salazar. Cada libro tiene una autonomía, independientemente de su pertenencia al todo que llamamos obra y a la posdata que llamamos autor. Y es que se va a misa a una parroquia, no a la iglesia; se lee una novela o un libro de cuentos, no “La Obra” (eso es algo que hace el académico y algún otro lector extraño, como el crítico). ~
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JOSÉ MARÍA ESPINASA (Ciudad de México, 1957) es escritor y editor. Ha publicado los libros de poemas El gesto disperso, Cuerpos, Piélago y Al sesgo de su vuelo; los de ensayo Hacia el otro, El tiempo escrito, Cartografías y Actualidad de Contemporáneos. Su más reciente libro es El bailarín de tap. Retrato de Truman Capote con Melville al fondo (Ediciones Sin Nombre, 2011).
JME:
Excelente, el acercamiento a la obra de SS, cada vez que lo leo, a usted, aprecio la excelente pluma y poética. Gracias, un abrazo.
MJ