A más de una década de la invasión de Iraq por parte de Estados Unidos, ni la paz ni la democracia han germinado en la región. El siguiente es un repaso de una estrategia que lejos de terminar con los grupos radicales los ha fortalecido.
Cuando Estados Unidos invadió Iraq en 2003, casi todos estábamos convencidos de que cometía un grave error. No existía evidencia de que el Gobierno de Saddam Hussein tuviera vínculos ni con Al Qaeda ni con los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Es más, las supuestas armas de destrucción masiva (ADM) que pretendían encontrar después de la invasión jamás fueron halladas. La guerra civil entre las diferentes minorías étnicas y religiosas que siguió a la intervención estadounidense ha dejado entre cien mil y un millón de muertos. Este es el precio que ha tenido que pagar el pueblo iraquí por la torpeza de Washington.
Desde entonces, Iraq se encuentra en permanente convulsión. El grupo extremista conocido como Estado Islámico de Iraq y el Levante (ISIL, por sus siglas en inglés) está a punto de derrocar al Gobierno de Bagdad y establecer un Estado islamista que aspira a imponer un califato en todo el mundo. El asunto no es menor: la paz y la estabilidad global están amenazadas por un grupo cuyo radicalismo le costó incluso ser expulsado de la propia Al Qaeda.
Sin duda, el primer error estadounidense fue la invasión misma, pero por sí sola esta explicación resulta simplista. De hecho, las políticas implementadas tras la campaña militar fueron las que generaron la crisis actual, particularmente la desarticulación y el desarme de las fuerzas de seguridad iraquíes, producto de la desconfianza del entonces presidente George W. Bush, quien estaba convencido de que las instituciones seguían siendo leales a Saddam, por lo que había que reconstruirlas. La decisión se tomó sin pensar en las consecuencias: Estados Unidos no tenía la capacidad suficiente para asumir la seguridad en Iraq. Esto fue lo que verdaderamente detonó la violencia después de 2003. Eventualmente, la ola de inseguridad escaló hasta convertirse en violencia sectaria. Frente a ello, Estados Unidos estaba obligado a replantear su estrategia. Así, en enero de 2007, Bush anunció el envío de un destacamento adicional de 30,000 militares.
El segundo gran error fue la manera en la que el presidente Barack Obama retiró las tropas de Iraq entre 2009 y 2011. Ciertamente, la salida fue consecuencia en parte de las presiones domésticas que enfrentaba su administración. La opinión pública estadounidense estaba cansada de ver morir diariamente a sus hijos e hijas, así como del elevado costo de la guerra, el cual rondaba los 12 mil millones de dólares mensuales. Además, las negociaciones con el primer ministro iraquí, Nuri Al Maliki, se habían ido complicando debido a su rechazo a la presencia de tropas extranjeras. Estos factores fueron los que llevaron a Obama a ceder, aunque el Departamento de Defensa (DOD, por sus siglas en inglés) le aconsejó mantener entre 10,000 y 15,000 tropas estacionadas.
El resultado: un alarmante incremento de la violencia sectaria en un país que está a punto de caer en manos del ISIL, grupo que pretende obligar al mundo a elegir entre convertirse a una versión fundamentalista del Islam, ser esclavo o morir. El ISIL está desatado: ha perseguido y asesinado a minorías étnicas y religiosas (como los yazidíes), ha crucificado y enterrado vivos a sus “adversarios”, y continúa expandiendo su control territorial.
Estados Unidos no ha dado signos de un verdadero mea culpa, a pesar de que su inacción es la causa de la crisis. Aunque el genocidio perpetrado por el ISIL comenzó desde enero, Obama no decidió actuar sino hasta agosto pasado, cuando los kurdos —uno de sus pocos aliados leales en la región— se vieron directamente amenazados. Sin embargo, podría ser demasiado tarde: varios funcionarios del dod han manifestado que la amenaza ahora es global, pues el isil tiene más militantes, mayor financiamiento y mayor alcance que Al Qaeda. Es decir, no estamos frente a una situación comparable con la de los albores de septiembre de 2001: estamos peor.
El desastre en Iraq no es un hecho aislado en la política exterior de Obama. Está también el bochornoso caso de Siria, donde tampoco se ha hecho nada. En tanto, el presidente Bachar el Assad masacra a su población incluso con armas químicas. Asimismo, la pasividad de Washington ha sido patente en Europa del Este, ante la expansión territorial de la Rusia de Putin, y en Asia, donde las pretensiones imperialistas de China intimidan a sus vecinos y detonan una carrera armamentista.
En retrospectiva, haberle otorgado a Obama el Premio Nobel de la Paz fue una decisión precipitada. Hoy el mundo es un lugar más peligroso que hace seis años, cuando Obama ganó la presidencia. La principal razón es que Estados Unidos ha evadido su responsabilidad al responder de manera ad hoc a la coyuntura internacional. Solo se puede esperar que Obama implemente una política exterior más coherente.
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ATHANASIOS HRISTOULAS es profesor-investigador en el Departamento de Estudios Internacionales del ITAM y coordinador del Diplomado en Seguridad Nacional en la misma universidad.