El 26 de enero pasado llegó la triste noticia de la muerte de José Emilio Pacheco. Siempre sentiremos que fue una despedida prematura, que hicieron falta reconocimientos, poemas, traducciones, ensayos, vida. Pero en la estela que dejó por este mundo encontraremos, cada vez que los busquemos, los versos y las palabras necesarias para dar con él.
Mira las cosas que van,
recuérdalas,
porque no volverás a verlas nunca.
“Hoy mismo”, José Emilio Pacheco
Con José Emilio Pacheco me pasó lo que las mejores leyendas definen como toparse con el amor verdadero. Ciego, por supuesto. También inevitable.
Yo todavía no cumplía la docena de años cuando me encontré con su libro No me preguntes cómo pasa el tiempo en el estante de la biblioteca que mi padre había catalogado como el de los libros “que los niños no pueden leer todavía”. Al lado reposaba La casa en la playa de Juan García Ponce, La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia y Ojerosa y pintada de Agustín Yáñez. El de Pacheco era perfecto: tenía el mejor título y era un libro prohibido. Por eso me lo llevé escondido debajo del suéter y lo abrí al azar. Sin muchas intenciones de leerlo de verdad. Pero me topé con un poema corto, cuyo título, en inglés, decía “To grow old”, mientras las líneas de abajo estaban en español.
Me pareció una idea original pero perturbadora —¿acaso la poesía no era la rimada perfección de versos todos iguales, todos en la misma lengua? Y, entonces, llena de curiosidad y ansia leí mi primer poema de José Emilio Pacheco:
Sobre tu rostro
crecerá otra cara
de cada surco en que la edad
madura
y luego se consume
y te enmascara
y hace que brote
tu caricatura.
Decidí que el título en otro idioma era una sutil y muy elegante manera de no encarar el tema de envejecer. Que quizá su nombre en lengua materna haría imposible escaparse de la apesadumbrada idea de que el paso del tiempo acaba con todo. Yo, por supuesto, tenía la certeza de que para cumplir quince años faltaba una eternidad y mi única referencia de la vejez eran los dieciocho.
Y pasaron los años. Uno, dos, tres, quince, veinte. Y en todos ellos citaba aquel poema a la menor provocación. Primero, con la intención de incitar a la concurrencia a reírnos de lo viejo, “como hace José Emilio Pacheco”. Después, como una demostración del entendimiento superior y metafórico del poeta, y luego como una forma de consuelo.
Porque el poeta lo sabía y lo escribió. Me regaló aquellos versos para enseñarme otros, que fueron contraelegías (“Mi único tema es lo que ya no está. / Sólo parezco hablar de lo perdido”) y contrataques (“Como el pasado ya pasó / no sabes / qué ha sido en realidad / lo que ha pasado”). Todos me provocaron admiración, envidia si es que hay buena, de que alguien pudiera decir lo que yo quise y nunca pude. Todo para, al final, llegar al principio: leer de Pacheco todo lo que apareciera. Sin buscarlo ni estudiarlo o atravesarlo con los torcidos clavos de la obsesión. Degustando sus libros y palabras con el egoísmo que solo provoca el amor verdadero: sin explicaciones o agenda de trabajo, sin necesidad de alguna justificación para quererlo tanto. Y, claro, con la gloriosa sensación —le pese a quien le pese— de que era mío. Y de que no me era preciso estar frente a él. No tenía nada que preguntarle. Nada quería saber sobre su vida pues estábamos lo suficientemente cerca cada vez que lo leía.
• • •
El primer libro de José Emilio Pacheco se llamó La sangre de Medusa y otros cuentos marginales. En aquel momento, año de 1958, formó parte de los Cuadernos del Unicornio que publicó Juan José Arreola. Escrito con arrojo y la iluminación que solo dan los dieciocho años, fue corregido después por él mismo. Reconoció influencias de Borges, haberse inspirado en Plutarco y tenido como aliados otros dos libros: Las vidas imaginarias de Marcel Schwob y Las metamorfosis de Ovidio. Sin embargo, sus letras no eran copias y sus historias, si acaso, un homenaje. El primer cuento comenzaba así: “Cuando Perseo despierta, sus primeras miradas nunca son para Andrómeda. Prefiere salir a su jardín y ahí lavarse el sueño en la fuente de mármol”.
Así, tradición y vanguardia, clasicismo y experimentación, comenzaron, desde el primer libro de Pacheco, a darse la mano. Temas y obsesiones —con otras maravillas y sorpresas— se configuraron en su obra desde entonces y durante toda su vida aparecieron: la solidaridad con los condenados de la tierra (“Mira a los pobres de este mundo / Admira / su infinita paciencia / Con qué maestría / han rodeado todo / Con cuánta fuerza / miden el despojo / Con qué certeza saben que estás perdido”); el huracán implacable de la historia (“[…] El poderoso / virrey, emperador, sátrapa hizo / de los lagos y bosques el desierto”); la ciudad de repente derruida (“Mudo alarido de este desplome que no acaba nunca”); lo definitivo y engañoso del recuerdo (“No tomes muy en serio / lo que te dice la memoria. // A lo mejor no hubo esa tarde”); la infancia como territorio del descubrimiento y anticipo del futuro desastre y, por supuesto, el tiempo. Todo el tiempo (“Para matar las horas / déjalas que se embistan y se aneguen / y luego se despeñen y destrocen”).
• • •
La obra de José Emilio Pacheco fue reconocida muy pronto. Transitó del poema a la novela, del relato hasta el artículo periodístico, no le fueron ajenos los secretos de la traducción, los rigores del ensayo ni las minucias de la antología. Ya en la década de los cincuenta figuraba en antologías al lado de los grandes poetas de Latinoamérica, aunque en entrevistas comentara:
Siempre he querido escribir cuentos. La novela me parece inalcanzable y me conformo con leer, a menudo admirar, las que otros hacen. Algunos me han reprochado que escriba cosas tan diversas, que no me “centre” en un solo género. Yo diría que los géneros no son incompatibles, un cuento es lo más cercano a un poema y no en términos de “prosa poética”, sino de concentración e intensidad, y con frecuencia se me ocurren historias que, según creo, pueden interesar. En mi caso, la poesía no basta; el relato es un complemento necesario.
Más allá de los relatos, y a pesar de que en Pacheco la poesía es definitiva, como si viniera del centro mismo de un espíritu sin freno, sin espacio para la razón y todos sus discursos, su palabra escrita como un perfecto impulso, parece que nada tiene que ver la voluntad y viene solamente de la musa. Pero el poeta nos enseñó que hay que empuñar la pluma muchas veces para que en pocas líneas todo quede dicho.
A lo mejor es relato su “Tríptico del gato”:
El Génesis lo calla pero el gato debe haber sido el primer animal sobre la tierra, el núcleo a partir del cual se generaron todas las especies. En una de sus andanzas por el planeta humeante, el gato inventó a los seres humanos. Su intención fue crearnos a su imagen y semejanza. Un error ignorado lo llevó a crear gatos imperfectos.
Y nada que ver con la gramática su “Defensa de la eñe”: “Este animal que gruñe con eñe de uña / es por completo intraducible. / Perdería la ferocidad de su voz / y la elocuencia de sus garras / en cualquier lengua extranjera”.
Pero una de sus obras, también multicitada, muchas veces leída, parteaguas en la vida de jóvenes que ya crecieron, la releyeron y ya la regalaron a sus hijos, es sin duda una novela: Batallas en el desierto. Publicada en 1981, con una trama que transcurre en 1948, festejada al cumplir treinta años, motivo de una canción ya casi legendaria, sigue siendo una obra imprescindible. Carlos es el personaje central. Habla desde su propio recuerdo pero también le presta su voz a la Ciudad de México de su infancia. El campo de batalla es la colonia Roma. En el extranjero todavía se piensa en la Segunda Guerra Mundial. A falta de juguetes, y porque el patio de la escuela tiene mucho polvo, todos se imaginan que combaten sobre la arena. Como si fueran bandos del conflicto de Medio Oriente, los chamacos juegan a la guerra. Pero la pelea no es esa. Es la batalla de un país lento e inocente contra una modernidad incomprensible pero que deslumbra y amenaza. Poco a poco parece que todo comienza a desaparecer. Los sándwiches le van ganando a las tortas, los hogares de siempre no son más que ruinas enterradas bajo relucientes edificios. Los autos norteamericanos oscurecen el cielo de la ciudad y ya nadie se acuerda. Carlos está ahí y, antes de abandonar al niño, ha de librar la batalla más difícil mientras el lector se encuentra, junto con él, ante la habitual y dolorosa escaramuza de encargarse de sus ilusiones. Porque el amor dichoso no tiene historia. Nadie lee novelas que no traten de un amor amenazado. Pero los grandes escritores las escriben. El hechizo de Batallas en el desierto aparece porque la lectura es agridulce. Y a pesar de no ser el amor logrado sino puro apasionamiento, la pluma de Pacheco nos recuerda que pasión significa sufrimiento y entramos gustosos, página tras página, a padecerla con él.
• • •
Cuando José Emilio Pacheco cumplió los setenta años hubo un homenaje nacional. Había publicado su último libro nueve años atrás y hacía mucho que no se presentaba en ningún lugar público donde alguien llegara a preguntarle cosas. No le gustaba dar entrevistas, leer en voz alta, dirigirse a nadie desde un estrado. Ya por escrito lo había confesado: “Si leo mis poemas en público / le quito su único sentido a la poesía: / hacer que mis palabras sean tu voz, / por un instante al menos”.
Un sábado, sin embargo, todo cambió. Durante una hora, en la Antigua Capilla del Palacio de Minería se sentó frente a sus lectores a conversar. Después a instaurar un ejercicio democrático: hizo que los asistentes votaran para ayudarlo a decidir, entre cinco diferentes, el título de su próximo libro de poemas. El nombre ganador, por mayoría, fue La edad de las tinieblas. Y como el asunto ya estaba saldado, algunos se quedaron con las ganas de que se llamara Todo se va. Era la primera vez que Pacheco asistía como invitado a la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería. Parecía que estaba divertido, nada incómodo y con ganas de hablar de sí mismo. Dijo que no se consideraba un escritor prolífico. Y que, a diferencia de Neruda o de Machado, él, en cuanto a poesía, no escribía más que cuadernitos. Durante aquella inusual conversación le preguntaron cuál de sus obras era la más leída. Contestó que Las batallas en el desierto. Y no estaba pensando en la inmortalidad, y en su permanencia menos. Me acordé de otro de sus escritos: “No quiero responder ni preguntarme / si algo escrito hoy / dejará huellas / más profundas que el polen en las ruinas. // Acaso nuestros versos duren tanto / como un modelo Ford 69 / —y muchísimo menos que el Volkswagen.
La celebración llevó al poeta a Bellas Artes, al Ayuntamiento, al Centro Nacional de las Artes, allende las fronteras. Pero nunca a preguntarnos de verdad cómo pasaba el tiempo, jamás a dejar de leer el verso “Aunque renazca el sol / los días no vuelven”, para convertirlo en frase de obituario. Sabíamos que iba a suceder tarde o temprano. Y no parece que fue ayer ni mucho menos. ~
_______
CECILIA KÜHNE (Ciudad de México, 1965) es escritora, locutora, editora y periodista. Cursó la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y estudios de maestría en Historia de México. Editó la sección cultural de El Economista por más de seis años y aún sigue colaborando. Fue directora del Museo del Recinto a Don Benito Juárez y becaria del Fonca. Es coautora del libro De vuelta a Verne en 13 viajes ilustrados (Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, México, 2008). Se desempeña como jefa de contenidos en el IMER desde hace siete años.