El equipo que representa a México en la actual copa mundial esconde debajo de la camiseta la arbitrariedad y las contradicciones propias de nuestro país. Como punta de lanza de la amplia revisión que haremos del tema del futbol en el mes de julio, este incisivo ensayo exhibe al menos una parte de las razones por las que la selección —y por extensión, el país— no logra más.
¿De qué está hecho el apego que los aficionados al futbol sienten por la selección nacional? ¿Es una reacción automática, instintiva, que se desprende del hecho de ser mexicanos? ¿Puede variar según la calidad del equipo, los merecimientos de sus integrantes, sus raíces en los distintos clubes? ¿Podría depender también del procedimiento que llevó a su conformación? ¿Se vale no querer al equipo nacional?
Algunos piensan que cuando se arma el equipo que conforma la selección nacional (y me refiero aquí en particular a la mexicana) se produce una suerte de transustanciación que la vuelve, si me permiten la expresión, sagrada o, por lo menos, intocable, incuestionable. Cuando estaban en sus clubes, los jugadores y el técnico eran simplemente humanos: podíamos criticarlos, quererlos u odiarlos. Pero nada de esto parece posible una vez que estos jugadores pasan por el tamiz del seleccionador, a quien ya se ha ungido desde su nombramiento con el óleo de la infalibilidad. En el extremo de los que así piensan, los incondicionales, la selección es el súmmum de lo que nos identifica como nación, en ella se juega la patria y el orgullo de ser mexicanos. El que guarda distancia, cuestiona o se coloca al margen, traiciona a la nación y merece el repudio general.
Algunas veces los incondicionales lo son hasta el final. Cuando la selección gana, están con ella, y cuando pierde también. Son coherentes en su idea de lealtad al equipo mexicano y la llevan a sus últimas consecuencias: sufren y se deprimen cada vez que México es eliminado en la contienda mundial, lo cual sucede regularmente después de la primera fase, cada cuatro años. Su consistencia merece respeto, aunque su incondicionalidad pueda ser materia de discusión. Pero en el género de los incondicionales existe otra especie: la de los incoherentes. Fanáticos apoyadores en la victoria, son los más violentos cuestionadores en la derrota. Cuando se produce el desenlace fatal, el amor se convierte en rencor, los elogios en insultos, la lealtad en ardor. El príncipe vuelve a parecer sapo. Se desvanece el milagro de la transustanciación.
La experiencia reciente del equipo mexicano me ha llevado a pensar que la incondicionalidad, en cualquiera de sus dos versiones, no es la única postura posible respecto a la selección nacional. Para algunos mexicanos aficionados al futbol, la selección no es sagrada, ni necesariamente constituye la máxima expresión de nuestro patriotismo. No hay transustanciación, sino mayor o menor afinidad, legitimidad, representatividad.
Pensemos en lo que sucedió hace apenas unos meses, durante la disputa por la clasificación al campeonato mundial. En un momento de gran apremio, el entrenador Víctor Manuel Vucetich asumió la dirección técnica del equipo mexicano con la encomienda de clasificarlo al Mundial. Ganó un partido y perdió otro, dejando abierta la puerta de clasificar por la vía del repechaje. Entonces, en un proceso desaseado y plagado de cuestionamientos, se decidió hacerlo a un lado sin consideración alguna (¿quién decidió?, ¿con qué argumentos?, ¿bajo qué influencias?) y pedir “a manera de préstamo” que el entrenador del América, Miguel Herrera, dirigiera ese último partido crucial.
Vayamos por partes. Convengamos en que para ganar el partido contra Nueva Zelanda no se requería de una potencia futbolística extraordinaria. Se trata de una selección que solo ha clasificado dos veces a un Mundial en toda su historia. En la ocasión que nos ocupa, ganó su boleto al repechaje debido a su superioridad en la zona de Oceanía, donde compite con Tahití, Nueva Caledonia e Islas Salomón. De acuerdo con el sistema de clasificación de la FIFA a la copa del mundo, el mejor equipo de la zona de Oceanía enfrentaría al cuarto lugar de la zona de Concacaf para buscar ese boleto final. Los tres mejores equipos de esta zona, Estados Unidos, Costa Rica y Honduras, ya tenían un boleto para la contienda.
Estaremos de acuerdo en que las probabilidades de triunfo de México contra Nueva Zelanda eran elevadas. Lo que es más, ni siquiera puede decirse que una victoria en un enfrentamiento tan desigual pudiera representar lucimiento alguno para la selección mexicana. En estas circunstancias, ¿era necesario cambiar intempestivamente al técnico nacional?
El otro lado de este penoso recorrido a la Copa Mundial es lo que representó esa sustitución. Se convocó al director técnico del América para la tarea. ¿Las razones? Haber ganado un torneo corto en el campeonato nacional. Sí, uno. Sí, corto. Nada más. Alguien diría que fue porque su trayectoria superaba ampliamente a la del entrenador cesado. De ninguna manera. Herrera solamente ha ganado un título en su vida como entrenador, mientras que Vucetich tiene en su haber cinco títulos de primera división, dos copas México y tres títulos de la liga de campeones de Concacaf, entre otros galardones. En suma, la justificación no se encuentra en el ámbito del futbol.
No solo los supremos poderes del futbol nacional tomaron esa decisión, sino que aceptaron (¿o pidieron?) que la selección en cuestión estuviera conformada básicamente por el equipo que dirigía ese entrenador. Me refiero al equipo que, al coronarse, orgullosamente vistió una playera que ostentaba la leyenda “Ódiame más”. Oh, sí. Estamos hablando del equipo más odiado de México, que se sabe y se proclama como tal y que, por lo visto, vive del odio como la mayoría de los humanos vivimos del amor. Ese es el equipo que, supimos entonces, sería la base de la selección nacional.
En esas condiciones, no es de extrañar que, según la encuesta que realizó Gabinete de Comunicación Estratégica, en la víspera del partido contra Nueva Zelanda 55% de los mexicanos expresaran que México no merecía ir al Mundial. En el periódico Milenio, Jairo Calixto Albarrán tituló un artículo suyo “Soy neozelandés de clóset”, designando con acierto la ambivalencia que muchos sentimos ante la disyuntiva de apoyar a un equipo al que en realidad odiamos o recibir las pedradas de los que nunca han dudado.
Se podría decir que el triunfo de México en ese partido tan desigual justificó la decisión. Sí, claro, si se considera que una selección normal, formada por los mejores jugadores de todos los equipos y del extranjero, dirigida por un técnico multicampeón, no hubiera podido completar la tarea. Algunos pensamos, en cambio, que fue la manera de encumbrar a un entrenador mediocre y a un equipo que en los últimos años también lo ha sido y hacerlo pasar por el seleccionado nacional. Es decir, de convertir lo odioso en popular en nombre de la patria.
Que no son los hechos futbolísticos los que han determinado este resultado lo demuestra el desempeño reciente del América y los efectos que ha tenido sobre la conformación del equipo nacional. El 27 de marzo, Comunicación Club América proclamó a los cuatro vientos que siete jugadores de ese equipo habían sido de nuevo convocados a la selección. Extraño suceso para cualquiera que mantenga el juicio, pues para esa fecha América había perdido cuatro y empatado dos de los últimos siete partidos que había jugado en el campeonato mexicano. Entonces, ¿cómo es que sus jugadores siguieron conformando la base del representativo nacional? No, por cierto, debido a su futbol.
Para algunos, no es solo el desempeño lo que está en juego en el apego a la selección. Es también la legitimidad del proceso que llevó a conformarla. Es la representatividad del equipo en el futbol mexicano, la simpatía espontánea (y no forzada por el patriotismo) que despierta en la afición. Permítanme poner un ejemplo no futbolero. Si nos gobernara un tirano odiado por todos, ¿estaríamos obligados a vitorearlo con entusiasmo porque aparece junto a gobernantes de otros países y aquel es, al fin y al cabo, nuestro tirano? ¡Por supuesto que no! En muchas ocasiones nuestros gobernantes, autoritarios pero no tiránicos, han recibido la desaprobación del respetable. Lo presencié en el Estadio Azteca, cuando Miguel de la Madrid apareció para inaugurar la Copa Mundial del 86. Nadie interpretó los abucheos como una traición a la patria, sino como la sana expresión de simpatías y antipatías en un ambiente de tolerancia y aceptación mutua dentro del estadio.
Pues bien, hay algunos aficionados al futbol, entre los que me cuento, que amamos a México como todos los demás pero a los que no nos gusta que la selección nacional sea impuesta por el más grande de los poderes fácticos, carezca de legitimidad y representatividad, y esté integrada por el equipo que más odiamos. Sin un proceso transparente, que se sustente en la calidad futbolística y en la elección de los mejores (jugadores y técnicos), y que busque reunir lo más valioso de nuestro futbol, la selección no es una verdadera selección nacional. Y no cabe aquí replicar que la gente no sabe quiénes deberían estar en la selección: los aficionados al futbol sabemos quiénes son los buenos, dónde juegan, cómo se desempeñan día a día en la cancha. La inclusión de los menos buenos es una tremenda injusticia contra los mejores que han quedado fuera. No hay transustanciación: siete americanistas que por el solo hecho de serlo gozan del privilegio de vestirse de verde siguen siendo siete americanistas, no la síntesis del futbol nacional.
Para los que piensan como yo, no todo está perdido. La rápida eliminación del América en la liguilla puede hacer recapacitar a los que deciden. Puede suceder también que la incorporación de los jugadores que están en el extranjero desdibuje la marca de origen de esta selección, y tengamos el mejor equipo nacional posible. Voto porque así sea. Al fin y al cabo, nada me gustaría más que corear las victorias y sufrir las derrotas de la selección mexicana en la próxima Copa Mundial.
1Según la Real Academia, transustanciación es la “conversión de las sustancias del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo”. Uso aquí el término para referirme al milagro que convierte en sagrada una cosa ordinaria.
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SANDRA KUNTZ FICKER es doctora en Historia por El Colegio de México. Desde 2003, se desempeña como profesora-investigadora del Centro de Estudios Históricos de dicha institución. Ha sido catedrática invitada de las universidades de Texas y Stanford, entre otras. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel III <[email protected]>.