Ricardo Ancira,
Agosto tiene la culpa,
Samsara, México, 2014.
En “… y Dios creó los usaTM”, Ricardo Ancira cuenta cómo un mexicano supuestamente americanizado se arma un día hasta los dientes, recorre un barrio chicano en Los Ángeles, California, peregrinación que es una forma de recorrer su propia vida de desgracia y migración, irrumpe en un restaurante —no de hamburguesas ni pizzas, significativamente, sino de tacos méxico-americanos, como él— y le mete plomo a cuanto incauto encuentra allí. “Las ráfagas del arma semiautomática trazaban zetas de chispas y de humo por todo el local —cuenta el autor—. Neones, acrílicos y recubrimientos turquesa, lila y coral volaban en añicos”.
Ricardo Ancira escribió este relato en 2001 o antes, como lo indica el hecho de que fue premiado por Radio Francia Internacional ese año. Sin embargo, la fecha en que Tim Martin, el psicópata de Taco Tacoma, descarga su AR-15 y toda su frustración es el 2 de febrero de 2014.
Es posible que el Ricardo Ancira de 2001 situara la narración en 2014 para advertir sobre un riesgo que tarde o temprano habría de realizarse, o para hacernos ver que la discriminación que da lugar a la masacre de Esperanza Street no es pasajera sino histórica, como también lo sugiere el lamentable epígrafe de Samuel Houston, datado en 1836.
Lo que quisiera destacar, sin embargo, no es lo anterior, sino el hecho de que este libro de cuentos aparezca, justamente, en 2014. Se trata, evidentemente, de una coincidencia, pero de una coincidencia elocuente. Porque al mismo tiempo que Tim lo revienta todo con su rifle de asalto ar-15, Ricardo Ancira busca reventar también todo con los cuentos de Agosto tiene la culpa. La determinación del personaje ficticio de rafaguear el local y deshacer en pedazos cuanta cosa y comensal tenga enfrente, es la determinación del autor de descargar sus pertrechos verbales sobre cualquier parcela de la realidad.
Una misma energía los domina a ambos: un profundo malestar, una grave discordancia con sus respectivos mundos, y la consecuente necesidad de dinamitarlos. Tim Martin emplea para ello munición metálica. Ricardo Ancira, bombas de sátira, humor corrosivo, dardos envenenados, parodias fulminantes, toneladas de absurdo: el espectro entero de los recursos de la comedia.
El escritor detesta sobre todo el anquilosamiento. Los blancos de sus ataques son blancos inmóviles. Todo lo que no se mueve, lo que se ha paralizado, lo que ha dejado de cambiar está en su mira. Y lo está porque supone el mayor de los males espirituales: la ausencia de crítica, la aprobación sorda y ciega, ya sea por conformismo, por resignación, por apatía o por miedo.
El acatamiento incondicional mata el espíritu. Le roba el alma a las cosas. ¿Qué es lo inanimado que Ancira aborrece? En primer lugar las instituciones. Las de la política, sin duda alguna, pero también las religiosas, las mercantiles, las familiares. En segundo lugar, ciertas creencias, que son la cimentación, tantas veces endeble, de esas instituciones.
Ciento veintiséis páginas le bastan para arrasar con el sueño americano y la engañosa correlación entre progreso material y realización personal; para desnudar los prehistóricos usos y costumbres del folclórico establishment político nacional; para dar por tierra de mil maneras con la supuesta unión de la familia mexicana: casi no hay relación entre madre e hijo, entre esposos, entre parientes cercanos o remotos, entre compadres, que salga bien librada; para llevar al absurdo el estereotipo del galán acaudalado y la muchacha hermosa y noble que encuentra su amor de telenovela; para exhibir las poses, la vanidad y la banalidad de tantos movimientos y causas sociales; para decir que, efectivamente, los estigmas de raza y nivel social existen y condicionan la vida; para reducir por hervor, hasta la desaparición, certidumbres como la de la nobleza indígena o la del idílico Aztlán.
Ricardo Ancira no deja títere con cabeza, a excepción tal vez de los personajes de “A hierro muere”, un cuento, por lo demás, atípico y que sirve para acentuar la debacle moral del resto de las historias.
Agosto tiene la culpa es el libro de un autor desencantado, de un hombre que parece no creer en los hombres. Ricardo Ancira tiene poca fe en la humanidad, y no obstante la celebra. Por su desbordamiento, por su precipitación, por su desbocamiento, por su superabundancia, por los excesos que adrede y sin mesura comete, por la gratificante fertilidad del lenguaje, por la tipografía lúdica que raya en lo orgiástico, por el gozo creativo que rezuman todas y cada una de las páginas y de los párrafos, por el humor ora vernáculo, ora críptico, ora profano, ora solemne, por su espíritu libérrimo, en síntesis, esta obra recuerda a Rabelais, a Gargantúa y Pantagruel.
Agosto tiene la culpa tiene mucho del carnaval, de la dimensión grotesca, de las desproporciones, del festival que es esa novela fundamental. Y quizás esto no deba extrañar, si tomamos en cuenta la vena francófila del autor, su amplio conocimiento de las letras francesas y, ante todo, su personalidad irreverente, cáustica, irónica pero enteramente cálida.
Antes, la literatura era una negación del silencio. En la Grecia antigua, las mayores obras eran poemas, se leían en público y se transmitían de boca en boca. Así, de hecho, iban tomando su forma inconclusa. Se dice que Homero era un aedo. La tradición oral de la literatura nunca se ha extinguido, pero desde Gutenberg, al menos, la tradición escrita y la lectura solitaria, a la sordina, se han impuesto como norma. En ese acto, el de leer para uno mismo, solamente dos hechos, como dos exabruptos, pueden romper el silencio y devolverle a la literatura ese carácter físico, sensorial, casi palpable, con el que nació y avanzó en el tiempo. Esos dos hechos son la risa y el llanto. Agosto tiene la culpa nos hace sonreír incontables veces pero también, en no pocas ocasiones, nos mueve a la risa. De pronto, al pasar los ojos mudos de una línea a otra en “Ley fuga” o en “La entrañable transparencia”, la boca, las cuerdas vocales y el pecho se agitan y un sonido incoherente, vaya sacrilegio, rompe el silencio. Solo entonces, cuando el cuerpo, cuando la carne, sus ruidos y su agitación irrumpen en la ceremonia, todo al fin se subvierte y participamos, nosotros también, de la fiesta y el carnaval.
Hacer reír, desplegar el carnaval en el sillón de la sala, vaya mérito del libro de Ricardo Ancira. ~
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IGNACIO ORTIZ MONASTERIO (Ciudad de México, 1972) es editor de esta revista. Escribe narrativa y ensayo.