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Setecientos años de Boccaccio
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | Guillermo Máynez Gil | 01.01.2014 | 0 Comentarios

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Es fácil, en la Toscana, jugar a que se ha viajado en el tiempo. A pesar de los automóviles y los edificios modernos, los rasgos dominantes del paisaje han estado ahí durante muchos siglos: las suaves colinas cubiertas de viñedos y olivares y las torres de piedra que sobresalen de los cerros en cuyas cimas los etruscos construyeron sus ciudades-fortalezas defensivas. El paso de la historia por Italia ha ido amontonando estilos arquitectónicos, de las tumbas y murallas de toba (una piedra amarillenta y porosa) de los etruscos, a las construcciones romanas, las iglesias góticas y los palacetes barrocos, hasta llegar finalmente al concreto, vidrio y acero del siglo XX. No así en Certaldo, una pequeña población treinta y cinco kilómetros al suroeste de Florencia, actualmente dividida en dos: Certaldo el Bajo y Certaldo el Alto. La primera es un pueblito adormilado y moderno, bonito a secas, en cuya plaza central se yergue la estatua de un encapuchado y misterioso Giovanni Boccaccio, el poeta y estudioso que nació unos metros más arriba en la segunda población, en 1313, hace setecientos años.

No se puede llegar a Certaldo el Alto en automóvil; hay que tomar un funicular que lo deposita a uno directamente en el siglo XIV. Esto es muy afortunado, pues la ausencia de autos ha hecho que se preserve el ambiente exclusivamente medieval de lo que en realidad no es más que un villorrio muy pequeño, en el que destacan la casa del poeta y el Vicariale, o Palazzo Pretorio, sede de los gobernantes florentinos. Su posición elevada permite al visitante disfrutar de unas vistas de gran belleza, sobre todo si se asciende a la torre de la casa de Boccaccio, desde donde, si el tiempo no es brumoso, pueden verse a lo lejos las torres de piedra de San Gimignano, como si se estuviera contemplando un cuadro del Greco. Con suerte, caerá un rayo que resalte aún más el carácter onírico de la perspectiva.

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Pues bien, en ese pueblito nació hace setecientos años uno de los principales impulsores del Renacimiento florentino, que sería la cuna del nuevo florecimiento de la cultura grecorromana en Europa y el comienzo del largo camino hacia la liberación de la superstición y el poder atenazante de la Iglesia católica medieval.

La obra de Boccaccio fue vasta, y convendría echarle un vistazo a uno de sus últimos libros, De Mulieribus Claris (“Mujeres famosas”), una colección de ciento seis biografías de mujeres destacadas del mundo antiguo y medieval, desde la mismísima Eva hasta Juana, reina de Jerusalén y Sicilia. El libro incluye por igual a figuras mitológicas como Venus, Ceres o Medea, y a mujeres de la historia romana, como Julia (hija de César), Cleopatra o Agripina, pero no así a protagonistas de la historia bíblica o cristiana, lo que dice mucho sobre el mundo hacia el que Boccaccio había tornado la vista en esos años.

Pues, aunque criado, como todos sus contemporáneos, en el seno de la Iglesia católica ya prácticamente deshecha de herejías importantes en Europa, y doscientos años antes del reto luterano, Boccaccio fue uno de los principales impulsores del redescubrimiento de la vieja cultura grecorromana que, a pesar de estar ante sus narices y bajo sus pies, había sido sustituida parcialmente durante muchos siglos por la superposición de los mitos y ritos de origen hebraico.

Aunque ya estaba convencido de la importancia de traducir las obras del griego clásico, su amistad con Petrarca significó un renovado impulso por conocer y difundir la cultura grecorromana, lo cual dio frutos en 1360 con la primera edición de la Genealogia Deorum Gentilium, una de las principales obras de referencia sobre la mitología clásica durante cuatrocientos años.

Pero, por supuesto, la obra más conocida de Boccaccio es el Decameron, escrita entre 1349 y 1352 y revisada y reescrita entre 1370 y 1371. Como era costumbre en una época de autores anónimos e inexistencia de derechos de autor, muchas de las historias no son originales de Bocaccio; de hecho, a quien haya leído El asno de oro, de Apuleyo, poco antes de esta obra, le sorprenderá no poco encontrar dos cuentos extraídos de ese antecedente del siglo ii, y no es imposible que el propio Apuleyo los retomara de fuentes anteriores (se trata de los cuentos “V, 10” y “VII, 2”, dos de los más “obscenos” en una colección de por sí plagada de cuentos con contenido sexual). No obstante, parece claro que Boccaccio reescribió cada historia pues, a pesar de la gran diversidad de temas y anécdotas, hay un estilo reconocible que recorre las cien narraciones y les da un sello muy personal.

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El eje de la obra es la historia de diez jóvenes de Florencia, siete mujeres y tres hombres, que deciden huir de la peste negra que azotó a la ciudad en 1348 (matando a tres cuartas partes de la población, según parece), pasando una alegre cuarentena en por lo menos dos propiedades rurales de la hermosa campiña toscana. Allí, entre manjares, paseos y bailes, deciden que durante diez días cada uno cuente una historia, cuyo tema y secuencia será decidida por el rey o reina de la jornada, lo cual resulta en los cien cuentos de la obra. Algunas jornadas son de tema libre pero otras se dedican a asuntos como: “desventuras que súbitamente terminan bien” o “artimañas ejercidas por las mujeres contra sus amantes”.

La acción de los cuentos transcurre mayormente en Italia, con énfasis en Florencia y sus alrededores, pero muchos se refieren a lugares como París o Londres, y otros a la cuenca entera del Mediterráneo. Un cuento particularmente andariego es el “II, 7”, en el que la hija del Sultán de Babilonia, camino a su boda, sufre varias aventuras durante las cuales es seducida o violada por nueve hombres en diferentes países; uno especialmente picante es el “III, 10”, en el que la pagana Alibech desea convertirse en eremita cristiana y, vagando por el desierto, encuentra al solitario monje Rustico, el cual le enseña cómo se mete al Diablo en el infierno (este cuento, por cierto, no tiene antecedente conocido).

La gran variedad e ingenio de los relatos de Boccaccio se convirtieron en los siglos siguientes en un semillero de anécdotas y tramas para ser adaptadas por dramaturgos, novelistas y cuentistas. Entre los vástagos más ilustres de la obra del certaldino se pueden encontrar a la comedia de Shakespeare, All’s Well that Ends Well, cuyo argumento fue tomado del cuento “III, 9”, que a su vez proviene del poeta sánscrito Kalidasa (siglo v) vía, muy probablemente, una versión francesa del siglo xi; y el drama de Gotthold Lessing, Natán el Sabio, tomado del cuento “I, 3”, así como la obra de Lope de Vega El Ruiseñor de Sevilla, basada en el cuento “V, 4”.

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Mucho más que una simple colección de anécdotas divertidas y licenciosas, el Decameron teje un lienzo muy amplio y colorido que, además de su calidad literaria, sirve como un documento invaluable para conocer la vida privada al final de la Edad Media. Boccaccio aborda todos los segmentos sociales de su tiempo, desde sultanes, reyes y cardenales, hasta mendigos, sirvientes, prostitutas, piratas y otros delincuentes, pasando por supuesto por la ya consolidada burguesía urbana que se había liberado, vía el comercio y la incipiente industria, del esquema inmovilista del feudalismo. Pintores, mercaderes, banqueros, artesanos y prósperos agricultores pueblan un mundo de picardías, engaños, infidelidades (tal vez el tema más recurrente en la obra), bromas prácticas muy pesadas (ver el cuento “III, 8”, en el que el pobre Ferondo, drogado, despierta ni más ni menos que en el Purgatorio) y lecciones morales ganadas por medio de crueles desventuras. Inevitablemente, dada la abrumadora dominación de la Iglesia en todos los ámbitos, desde la alta política hasta los aspectos más íntimos de la vida cotidiana, sus integrantes son personajes perennes de estas historias, descritos generalmente como una tribu licenciosa, hipócrita, vividora y parasitaria. Lejos de pintar una sociedad solemne, inmóvil o temerosa, la Edad Media que surge del Decameron es una época desfachatada, con amplios espacios de movilidad y, aunque supersticiosa, bastante liberal en sus costumbres. Aunque las mujeres aparecen fundamentalmente en los roles tradicionales de hijas, esposas o madres (o monjas), cuentan con un margen de maniobra impensable en sociedades islámicas o incluso en sociedad occidentales en épocas posteriores como el México colonial, la España franquista o algunos enclaves hiperconservadores contemporáneos.

Las calles de Certaldo, los callejones de Florencia y las plazas de Roma pueden ser repoblados, mentalmente, con una infinita variedad de personajes despreocupados y calenturientos, que vagan por las brumas de la Edad Media en una búsqueda inacabable de favores y diversiones, gracias al encanto duradero del gran Boccaccio, cuyo aniversario número setecientos se cumplió en 2013. ~

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GUILLERMO MÁYNEZ GIL (Torreón, 1969) es maestro en Estudios Internacionales por la Universidad Johns Hopkins. Su carrera profesional ha transcurrido por el gobierno federal, el sector privado y la consultoría. Ha publicado en El Economista y Nexos.

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