Para Raúl Herrera
Música, canciones y danza acompañan nuestra existencia desde hace milenios. No es difícil imaginar a nuestros ancestros uniendo sus voces y agitando sus cuerpos para celebrar una cacería exitosa, el nacimiento o la unión de miembros de la tribu o bien el dolor compartido frente a la muerte. Nada más lógico, entonces, que la música siga estando presente en los momentos felices —e incluso en los dolorosos— de nuestra existencia. Con el paso del tiempo sus manifestaciones y su terminología tienen presencia en el habla diaria. Así, un hombre orquesta es quien desarrolla bien varias actividades simultáneamente; los experimentados “conocen la tonada”; “tocan por nota” los eficientes; otros, tercos, “siempre vienen con la misma cantaleta”. En sordina quiere decir silenciosamente, sin estrépito; música celestial significa promesas vanas. En cambio, cuando el jefe anuncia un aumento, resulta “música para los oídos”. La nota discordante interrumpe la armonía (otro término de origen musical) de determinado conjunto homogéneo.1 “Tiene sus bemoles” aquello que resulta dificultoso.
Además de enunciados que desean ser cariñosos, como Qué quele mi princhipito pechocho,2 muy probablemente nuestro primer contacto con la música —además de los sonidos que logran llegar al vientre materno— sean las canciones de cuna, como la muy extendida “A la rurru, nene/niño, a la rurru ya…”, y meses después “A los maderos de San Juan…” y luego “A la víbora, víbora de la mar…”. Se hallan también en el fondo de nuestro inconsciente colectivo, lo quiera uno o no, melodías y letras que forman parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra mexicanidad, por haberlas escuchado de manera frecuente prácticamente desde la cuna. He aquí algunos ejemplos: “… no pierdas el tino…”, “… que cantaba el rey David…”, “… ciña, oh Patria, tus sienes de oliva…”, “…canta y no llores…”, “yo tengo tentación de un beso…”, “…como un sol entre céfiros trinos…”. Lo mismo ocurre con la música instrumental, presente en festividades en escuelas y plazas públicas, como la “Marcha de Zacatecas” o el “Huapango” de Moncayo. Las naciones tienen himnos con letras cuya función es aglutinar a individuos disímiles en torno a la noción de una patria común y solidificar el sentido de pertenencia a un “nosotros” para poder enfrentar, aunque sea simbólicamente, a “los otros”.
Se dice que la música amansa las fieras; la existencia de las bandas de guerra, sin embargo, contradice el dicho, pero “ese es otro cantar”.3 Las diversas religiones se sirven de los cánticos para amalgamar la fe de los feligreses; los incluyen en la liturgia y suelen cantarse a coro. En las iglesias católicas los acordes del órgano retumban en las paredes así como en los corazones.
Los escolares llevan acordeones para copiar en los exámenes, los dolientes “traen la música por dentro”. Otros “hacen (un) tango” si no son recibidos con fanfarrias4 o con bombo y platillos mientras que otros “no cantan victoria” (ni mal las rancheras). En los estadios suele escucharse música de viento, es decir silbidos; a algunos impertinentes los mandan “con su música a otra parte”.
Cada generación baila al son de ritmos determinados: el charleston liberador de nuestras (bis)abuelas, luego las grandes bandas; ser rockero sigue siendo más una actitud ante el mundo que una preferencia musical. La música disco dominó los ochenta y el jazz o el blues acompañan desde hace mucho a artistas e intelectuales. Los ritmos tropicales provenientes de África y enriquecidos por los caribeños son populares, ahora, en todos los continentes. Forman parte de nuestra cultura general la sordera de Beethoven y su novena Sinfonía, la precocidad de Mozart, el romanticismo de Chopin, los valses de Strauss, así como los cantos gregorianos, la batucada, la música norteña, la salsa, los Beatles o Pedro Infante.
Entre nosotros la sola mención del clarín —ya no digamos su sonido— sigue connotando guerra; los violines, melodrama; romería la tambora; el arpa,5 el paraíso; la chirimía, el mundo prehispánico.
Recientemente, en el Mundial de Futbol, la selección alemana “le puso/dio un baile” a la brasileña, un equipo totalmente desconcertado, es decir, sin orden ni concierto. El refranero y otros dichos populares también aportan imágenes sugestivas, como el juicioso: “Músico pagado toca mal son”, el calculador “Así sí baila m’hija con el señor” o el gozoso “¿Quién me quita lo bailado?”. Tratar (a alguien) como músico de rancho retrata bien las fiestas de pueblo donde todos se disputan el privilegio de ir por la orquesta y nadie se acomide para llevarla de regreso. “Se necesitan dos para bailar tango” es una traducción del inglés.
Las personas pueden ser castañuelas, muy músicas, tener cuerpo de guitarra (o de mariachi), tocar la flauta por casualidad, como el burro del cuento; también las hay muy sinceras que “cantan de frente”. Existen países de opereta —sin ofender al presente—, música de elevador, cantos de sirenas. También los “conciertos de elogios/errores”, las sinestésicas sinfonías de colores, los “coros de felicitaciones, críticas o abucheos”, y también las traiciones/conspiraciones orquestadas. Mientras que el contrapunto es una concordancia armoniosa, contrapuntearse significa picarse entre sí dos o más personas. La policía todavía “hace cantar” a los sospechosos en muchas latitudes, o sea que obtiene confesiones por medio de la tortura.
En esta vida a la mayoría le toca bailar con la más fea (tienen que bailar, también, al son que les toquen) mientras que otros, los menos, tienen la voz cantante y suelen llevar la batuta. ~
1 La armonía es una cualidad acústica que se ha extrapolado a otros contextos: vivir en armonía, romper la armonía. También se dice que se está (o no) en el mismo diapasón.
2 Tal vez a causa de esto los niños tardan tanto tiempo en hablar un español comprensible.
3 “A tambor batiente” significa: triunfalmente, y las marchas se compusieron para acompañar las marchas, originalmente militares. Los dedos también pueden tamborilear.
4 Cuando los de mi generación éramos niños nos encantaban las del Tío Gamboín.
5 Tirar el arpa es abandonar una responsabilidad.
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Profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras y de español superior en el CEPE de la UNAM, RICARDO ANCIRA (Mante, Tamaulipas, 1955) obtuvo un premio en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2001, que organiza Radio Francia Internacional, por el relato “…y Dios creó los USATM”. Es autor del libro de relatos Agosto tiene la culpa (Samsara, 2014).