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Tecnócratas, curas, izquierdistas y los campos políticos en Cuba
Este País | Haroldo Dilla Alfonso | 01.02.2014 | 2 Comentarios

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Tras décadas con un mismo dirigente, cualquier cambio sabe a esperanza. Lo que está pasando en Cuba, sin embargo, dista de ser un avance hacia las libertades. Se favorece el mercado, hay nuevos participantes, pero el verdadero poder sigue concentrado. Dilla Alfonso practica aquí una lúcida disección de la nueva derecha cubana.

La idea de que el régimen político cubano se encuentra en transición no puede ser teóricamente manipulada sin pedir disculpas.

No es que la sociedad siga anclada en el inmovilismo ampuloso de la última década de Fidel Castro (1996-2006), cuando al calor de los subsidios chavistas se echaron atrás algunos avances mercantiles y se cerraron las ventanas aperturistas de los noventa. Se mueven variables diversas, unas desde las políticas en curso y otras en sus márgenes, pero nada de ello anuncia una transición política como la que se discutía en los cubículos del Wilson Center en los lejanos ochenta (O’Donnell y Schmitter, 1994). Nada sugiere que se avance hacia una liberalización del sistema político, mucho menos hacia una democratización que tenga como fin último la construcción de una ciudadanía definida desde sus derechos civiles y políticos.

Lo que tiene lugar es una lenta y vergonzosa reforma promercado que impacta sobre una sociedad que durante 50 años ha tenido al Estado como casi único actor económico. Y en relación con este cambio se mueve la sociedad, ocupando los nichos que el Estado libera tras su retirada funcional e institucional. Es, visto desde cierto ángulo, el paso de un régimen totalitario que reclamaba el alma de cada uno de sus militantes a otro autoritario que se conforma con la obediencia de los súbditos (Linz, 2000).

Justamente el tema que aborda este artículo es un resultado de este proceso: la redefinición de los campos político-ideológicos y la manera como los intelectuales —y en particular los cientistas sociales— se realinean en torno a ellos.Esto resulta un proceso insólito en Cuba, donde la política posrevolucionaria funcionó como un sistema monocéntrico que fusionaba —al mejor estilo preateniense— moral y política y, desde la atalaya inapelable del poder totalitario, anatematizaba las disidencias como tumoraciones ajenas a la comunidad.

Si queremos pensar este proceso gráficamente, nada mejor que imaginar un sistema de ejes, en que una primera coordenada remite al binomio izquierda/derecha (orientación ideológica) y la otra a la contraposición entre leales y opositores al Gobierno (lealtad política). Hasta los noventa, este sistema era absolutamente binario y concentrado en dos cuartos: el que acogía la coincidencia de izquierda y los apoyos del régimen y, en su lado inverso, el que reunía a la derecha y a los opositores al régimen. No es que fuera exactamente así. Siempre hubo, por ejemplo, personas que desde la izquierda se opusieron al régimen y fueron duramente reprimidas. Pero eran minorías exiguas que desafiaban la apreciación binaria, aunque no podían cambiarla. Por lo general, ser de izquierda en Cuba era ser comunista y activista del Gobierno, mientras que la derecha era opositora y tenía dos caminos: la represión o el exilio. Más que por sus puentes, la sociedad se distinguía por sus trincheras.

Lo que ocurre en la actualidad es una serie de desgajamientos y desplazamientos hacia los cuartos que ocuparían una derecha que apoya al régimen y, en su reverso, una izquierda que le hace la oposición. Es decir, que es posible creer en alguna variante socialista y opinar que el régimen cubano debe ser cambiado. Mientras que lo opuesto es también cierto: se puede ser un procapitalista conservador y creer que Raúl Castro merece ser apoyado.

Una segunda dinámica es el desplazamiento de los actores dentro de cada cuarto, generando multiplicidades de posicionamientos en cada uno de ellos, de manera que, para poner un ejemplo, dentro de la izquierda crítica u oposicionista encontramos socialdemócratas, republicanos socialistas, anarquistas, neocomunistas, trotskistas y hasta alguno que otro discípulo del Gran Timonel. Mientras que desde el campo tecnocrático se pueden proponer movidas más o menos espectaculares según la manera como se conciba la relación mercado-Estado-sociedad.

Hay diversos factores que operan en beneficio de estas tendencias, pero quiero concentrarme ahora en la mutación del eje ideológico dominante. Si hasta fines de los ochenta este eje se circunscribía a la doctrina marxista-leninista, desde los noventa —con todas las transfiguraciones que la política manda— se circunscribe al nacionalismo. Un cambio fundamental, pues si el marxismo-leninismo era una doctrina de interpelación absoluta, el nacionalismo es un significante flotante que admite respuestas más variadas. Cuando se troca al socialismo científico por la patria siempre es más difícil cerrar las puertas y definir aliens.

Nada de esto quiere decir que el régimen posfidelista haya devenido un cultivador entusiasta de “cien flores”. Nunca una élite autoritaria se troca pluralista de manera espontánea, y la élite política cubana es un cuerpo unido que sabe cómo garantizar la gobernabilidad. Su presencia intolerante en la vida cotidiana, su control cuasimonopólico sobre los medios de comunicación y su absoluta falta de recatos para reprimir disidencias que le disputen el espacio público lo convierten en un factor obstructivo para la maduración de discursos y de prácticas sociales alternativas, para la constitución de subjetividades y para la articulación del debate público. Y en consecuencia, la incipiente esfera pública dista de ser el lugar en que los actores políticos y sociales interactúan libremente y desarrollan sus estrategias comunicativas. Se trata de un espacio movedizo que se expande y contrae al calor de un clima político dictado por lo que el Partido/Estado acepta y la policía permite.

Pero a pesar de su vocación de control autoritario, el régimen cubano está obligado a ser más permisivo que antes, cooptando unos discursos, tolerando otros, resguardando siempre el área pública —“la calle”, gritan las turbas progubernamentales, “es de Fidel”— y sorteando las “situaciones inusuales” que emergen día a día desde una sociedad que despierta. El escenario luce, entonces, complicado y morboso, esto último por aquella ocurrencia de Gramsci sobre lo viejo que no muere y lo nuevo que no nace. Y la sociedad, condenada al ostracismo público, cumple su condena haciendo lo que puede: casi susurrando y multiplicando un quehacer anómico, a un punto tan alto que ha llegado a alarmar al propio general Raúl Castro, quien recientemente llamó al “orden” y la “disciplina” contra lo que, en una pura jerga victoriana, calificaba como un deterioro “de la rectitud y los buenos modales del cubano”.

La retinosis tecnocrática

Si tuviera que definir una tendencia dominante en el reordenamiento de los campos político-ideológicos, diría que es el escoramiento sistémico a la derecha.Y agregaría que el principal factor que empuja en esta dirección es la parca y lenta reforma económica promercado, oficialmente denominada como la “actualización del modelo”.

Es una tendencia que tiene sus actores y apoyos en la estrechísima pero decisiva franja de ganadores del ajuste, tales como los miembros de la élite, funcionarios del sector mixto de la economía, capos del mercado negro, artistas prominentes y propietarios de los negocios privados más redituables. Aunque se trata de un sector que no necesita esfuerzos discursivos mayores —su mejor testimonio reside en el espejismo de que el contacto con la nueva economía saca a la gente de la abulia económica de los últimos 20 años—, es a partir de ellos donde encontramos la argumentación más coherente a la que puede acceder la sociedad cubana.

Los sistematizadores por excelencia de esta argumentación promercado se encuentran en centros académicos que intentan funcionar como tanques pensantes, oficio precario en un país donde la clase política solo admite consejos por encargo. Y en consecuencia, esta ventajosa cualidad se torna costosa cuando tienen que asumir los filtros que los receptores han establecido para ser admitidos como huéspedes del equipo donde se toman decisiones. La institución más importante que pudiéramos mencionar es el Centro de Estudios de la Economía Cubana, un centro de alta calificación y fuerte fogueo internacional ubicado en la Universidad de la Habana.

Este campo, que aquí llamo tecnocrático, se configura desde un discurso globalifílico, en ocasiones ingenuo y vergonzoso. Fija sus pautas virtuosas en principios como la iniciativa privada, la competitividad, la rentabilidad material, la inequidad y el achicamiento estatal. Traslada la meta de la igualdad real a la panacea liberal de la igualdad de oportunidades. Y de manera particular, también blande el gradual abandono del enfoque universalista de los servicios sociales y de la responsabilidad estatal frente a esos derechos, que había constituido la piedra de toque del discurso posrevolucionario. De manera que, en nombre de la individualización del riesgo, está operando la emergencia de un principio de atención focalizada a los grupos en riesgo y una transferencia de los problemas sociales al ámbito privado. Cito a Boves (2013): “[una] nueva orientación de la política social, [que] introduce criterios selectivos que refuerzan la diferencia sobre la igualdad y la uniformidad”.

Habría que reconocer que se trata de un tema complejo, debido a que la situación calamitosa del subsistema económico cubano y la pobreza generalizada que de ella se deriva requieren —en la presente coyuntura— cuotas mayores de mercado en su funcionamiento económico, una mayor autonomía de la economía respecto a la esfera burocrática estatal y niveles superiores de eficiencia y competitividad que garanticen esa meta básica de toda economía que se llama reproducción ampliada. Y que ello inevitablemente va a producir niveles mayores de desigualdad en una sociedad donde la equidad ha estado marcada por el estigma de la austeridad plebeya.

Entender esto es un síntoma de puro realismo, que no hace a sus sostenedores indefectiblemente derechistas. Pero reconozcamos que parecen serlo. Y es así porque los tecnócratas cubanos están obligados a limitar su discurso al ámbito de lo tolerado. Y por consiguiente no pecan tanto por lo que dicen como por lo que omiten. Y entre lo que omiten se encuentran cuestiones tan sensibles como los costos sociales reales de los ajustes que proponen y, en consecuencia, la forma de organizar a la sociedad para afrontar los embates del mercado.

No quiero decir que los tecnócratas cubanos —y específicamente los que actúan desde la academia— desconozcan que un ajuste económico sin los contrapesos de la acción social autónoma y sin la responsabilidad de un Estado democrático constituye un salvoconducto para la traslación abusiva de costos hacia una sociedad fragmentada, desorganizada y sometida a la inacción por un aparato represivo. Los economistas cubanos son personas con altas capacidades técnicas y suficientes experiencias como para entender, por ejemplo, que un mercado laboral “flexibilizado” debe tener como contrapartida —si de democracia y bienestar social hablamos— sindicatos autónomos, o que la reducción de los gastos sociales debe ser mediada por las acciones independientes de consumidores individuales y colectivos. Pero llegar a este punto implicaría pronunciarse en relación con el monopolio del poder que ejerce la élite política cubana. Y los economistas cubanos conocen perfectamente la diferencia que existe entre una verdad técnica y otra verdad política.

De manera que aquí se produce una interpretación peculiar de la separación entre economía y política. Pues mientras que el liberalismo económico la proclama en función de una economía libre de las interferencias de la política, los tecnócratas cubanos consienten en ella para hacer a la política invisible desde los debates sobre la economía.

Como decía, no se trata de una decisión epistemológica, sino de puro instinto de supervivencia en un país donde cada debate público es como andar sobre un campo minado. Y de ahí el cuidado de los tecnócratas letrados de echar mano a metáforas políticamente consagradas —más como blindajes que como recursos heurísticos—, como son los casos de las experiencias china y vietnamita edulcoradas, que tienen aquí la triple utilidad de proveer un modelo fructífero, amparado en una retórica socialista y organizado desde un sistema político autoritario que garantiza la acumulación y la propia metamorfosis burguesa de las élites. La fascinación por el Doi Moi es otro aliciente para obviar los aspectos peores del ajuste.

El camino de los evangelios 

El otro componente de la nueva derecha cubana no se origina en el mercado, sino que se proyecta desde un pacto de gobernabilidad: la cooptación por el Estado de la jerarquía católica como único acompañante crítico aceptado. Desde la óptica estatal, esta cooptación ha resultado el menor de los males posibles. Es cierto que la clase política cubana ansiosamente desea gobernar sin competencias permitidas, pero al mismo tiempo es una garantía hacerlo con una institución nacionalista e implantada a lo largo de toda la geografía insular, que nunca le va a pedir el poder político —como lo hacen, por ejemplo, las diezmadas falanges oposicionistas— y que calcula sus tiempos en plazos mucho mayores a los que pueden aspirar los inquilinos octogenarios del Palacio de la Revolución.

En última instancia, ello ofrece a la élite cubana lo que Scribano (2009) denominaría un mecanismo de soportabilidad moral, inductor de adaptaciones rápidas a las condiciones de contracción del conflicto, lo que se puso en evidencia en varios momentos difíciles en que la Iglesia actuó para desarmar los resortes críticos más peligrosos en 2010. A cambio, produjo algunas concesiones como fueron la liberación (y expatriación) de un centenar de presos políticos, cierta tolerancia ante algunos grupos opositores como Las Damas de Blanco y la admisión de espacios críticos acotados.

Para la Iglesia, con su sabiduría de milenios y su impresionante capacidad para adecuarse a las empirias epocales, se trata de un pacto que la obliga a asumir responsabilidades costosas, pero que le da un espacio único de protagonismo político. No es casual que uno de sus más agudos portavoces (Márquez, 2012) haya definido esta oportunidad como “un puente de acercamiento” entre las diferentes fracturas de la sociedad cubana. En un primer plano, para salvar los distanciamientos políticos que ocurren al interior de la isla entre Estado y sociedad, y dentro de la misma sociedad. Pero también entre la isla y su diáspora, lo que la coloca en la interesante posición de ser la primera institución relevante que se plantea la dimensión transnacional de la sociedad cubana.

Beneficiada por una autonomía relativa respecto al Estado y con un entramado institucional propio, la Iglesia católica ha podido articular nichos de espacios públicos, política e ideológicamente heterogéneos, pero coincidentes en la idea de que es posible cambiar al régimen cubano a partir de una “transición ordenada”. Y lo que resulta aún más novedoso, ha logrado extender su influencia más allá del ámbito insular, aglutinando a empresarios, académicos y otras figuras de la diáspora, regularmente católicas. La principal puerta de entrada ha sido el dispositivo institucional cultural del Centro Félix Varela, que coordina una serie de cursos de posgrado, al mismo tiempo que prepara algo similar en el área de pregrado, una novedad absoluta en un país donde la enseñanza siempre ha sido considerada una atribución no compartida del Estado. En él se encuentra el Laboratorio Casa Cuba y la revista Espacio Laical, de orientación socialcristiana, que ha servido de plataforma a algunos de los ejercicios críticos intelectuales más interesantes y audaces de los últimos años. Y en particular el documento “Cuba soñada, Cuba posible, Cuba futura”, que ofrece un listado algo críptico y fragmentado pero muy sugerente sobre el futuro político del país.

Huelga apuntar que en cualquiera de los aspectos que he discutido antes se pueden encontrar notas distintas —la Iglesia es tan vasta como heterogénea— y muchas de ellas positivas para la aterida sociedad cubana. Pero habría que anotar que esta intermediación eclesiástica en condiciones cuasimonopólicas también contiene peligros mayores.

La jerarquía católica cubana —y de eso hablamos— ha sido históricamente un vehículo de visiones societales elitistas y opresivas. Y aunque con el paso del tiempo ha producido un aggiornamento de su discurso y formas de relacionarse con la sociedad —en ocasiones con muestras de solidaridad encomiables—, la jerarquía eclesiástica cubana sigue siendo una matriz ideológica conservadora. Es crítica del capitalismo y sus inequidades —lo que le acerca al discurso oficial cubano— pero lo hace desde una posición precapitalista: se opone al globalismo desde el nacionalismo, a la competencia desde la compasión y al individualismo desde el corporativismo. Y termina blandiendo, al igual que los tecnócratas, pero desde otra acera, un iliberalismo político fundamental que —como anotaba Bartra (2009) para la experiencia mexicana— matiza negativamente su percepción de la democracia como forma de reproducción del sistema.

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Lo que presenciamos hoy en Cuba es una Iglesia ensayando su reinserción en una sociedad con una cultura laica cimentada a lo largo del siglo XX, primero con la República y luego con una Revolución que, además, enarboló un severo ateísmo llamado científico. Y para hacerlo —y aquí invoco nuevamente su sabiduría—, tiene que prescindir de las aristas más duras de su discurso conservador en temas como la homosexualidad y los derechos reproductivos femeninos. E incluso presentarse en sociedad de la mano de una publicación como Espacio Laical, cuya orientación socialcristiana de izquierda le garantiza una audiencia alta y calificada entre los miembros de la élite intelectual. De manera que, sorprendentemente, la conservadora jerarquía católica cubana aparece asociada al pluralismo, a la convocatoria social amplia y a la formación de espacios de debate desde la izquierda. Siempre bajo la condición de que todos los participantes se atengan al principio de una “transición ordenada” que por momentos apunta más al orden que a la transición.

Pero incluso Espacio Laical no puede sustraerse del narcisismo eclesiástico que no considera a la Iglesia como parte de la solución, jamás como parte del problema, sino como la solución in toto. Por eso Espacio Laical (2012), junto a su altamente meritoria proyección como espacio para el debate de casi todos, ha tenido que proclamar que la propuesta de la Iglesia entendida como “metodología de la virtud y la piedad, que se asienta en el mensaje del Evangelio, es el único camino que sacará al país de la crisis actual”. Y cuando un camino es único y además está bautizado por los evangelios, no deja otra alternativa que tomarlo y de paso agradecer.

Cuando la izquierda 

pide permiso 

Si por izquierda entendemos aquel espacio político que enfatiza la igualdad por encima de otros valores, asume las políticas públicas y al Estado como sus garantes, y ve a este último como una entidad controlada principalmente desde la participación, entonces habría que reconocer que el mundo político cubano, incluido su discurso oficial, sigue siendo izquierdista.

La mala noticia es que mayormente se trata de una izquierda autoritaria, en retroceso y socialmente ininteligible. No es casual que el sector encargado de la comunicación ideológica es justamente la facción burocrática rentista que mejor pudiera identificarse con el estalinismo. Sus reticencias a la reforma económica promercado se alimentan de una cosmovisión premercantil, y sus críticas a la “democracia burguesa” son antidemocráticas. Sus integrantes constituyen una masa de “asalariados dóciles del pensamiento oficial” (como los hubiera calificado el Che Guevara en sus momentos) que han ido aggiornándose al calor del propio discurso de la élite y produciendo mudanzas terminológicas desde el marxismo soviético, sin entender que las terminologías no son envolturas de los conceptos, sino estructurantes de ellos.

Sin embargo, más allá de esta franja letrada oficialista, aparecen grupos intelectuales que ejercen la crítica desde la izquierda y que han ganado un perfil diferenciado en la esfera pública. Algunas de estas personas organizan su producción desde organizaciones intelectuales protegidas, regularmente adscritas al más permisivo Ministerio de Cultura. Pero otras capean los estragos de la represión desde el sector informal, en medio de difíciles circunstancias económicas. Algunos de ellos han formado una red llamada Observatorio Crítico, cuyo grupo más sólido y avanzado es una plataforma conocida como Socialismo Participativo y Democrático (SPD).3 Y desde estos espacios han intentado propuestas alineadas con el anarquismo, el consejismo, el republicanismo so-cialista, el socialcristianismo y otras variantes del pensamiento anticapitalista contemporáneo.

Aunque sus valoraciones críticas pueden tener muy altos decibeles, generalmente expresan un apego a alguna fórmula endógena de “continuidad revolucionaria” y, en consecuencia, siguen percibiendo a la clase política posrevolucionaria como interlocutora en función del cambio. En este sentido, no se distancian sustancialmente de la visión de la “transición ordenada” de la jerarquía católica. Y por ello, son personas incluibles en este campo los más activos participantes de los debates que promueve Espacio Laical. Pero mientras la Iglesia aspira a un final del túnel más parecido a los evangelios que al Manifiesto Comunista, la nueva izquierda tira del timón hacia una sociedad “más socialista”. Y desde aquí se derivan dos rasgos cruciales que engalanan sus discursos pero esterilizan sus potencialidades políticas.

El primero es la obsesiva militancia iliberal de la mayoría de sus intelectuales. Y obsérvese que no hablo de la crítica a las insuficiencias y aporías de las propuesta(s) liberal(es) —lo que es imprescindible desde la izquierda— sino de su rechazo en bloque al liberalismo. Solo que lo imaginan y describen como el doctrinarismo decimonónico y, por consiguiente, libran batallas con gárgolas indefendibles. El liberalismo —es decir la consagración de una serie de libertades y derechos cívicos y políticos que el Estado no puede limitar a su antojo, sino solo cuando este ejercicio pone en peligro los derechos de otros— resultaría una pieza suelta y muy ruidosa del engranaje político de la nueva izquierda. Reclamarlo como componente fundamental del ordenamiento democrático es revisar una tradición teórica, pero es también entrar en los dominios de la policía cubana.

Pero reclamarlo, es decir reclamar para Cuba un sistema de libertades, derechos y participación efectiva, no es solo un principio insoslayable de la agenda democrática posible, sino también una condición para que la población cubana pueda defender —desde esas libertades y derechos— los logros sociales revolucionarios de los embates de la acumulación capitalista que se le enciman. Nada es hoy más de izquierda en Cuba que el reclamo de un sistema democrático, del derecho a la organización autónoma, a la libertad de expresión y de reunión, a la huelga y a la manifestación.

Si los representantes intelectuales de la nueva izquierda cubana pueden hacer este renunciamiento, y regocijarse de ello, es porque han decidido trocar la necesidad en virtud. Y compensar su falta de comunicación social con el que es indudablemente un vistoso ejercicio académico. Pero aun la academia es un mercado que debe ser satisfecho, y aquí lo hacen agregando otra cuota de puridad ideológica y generando una “fuga hacia adelante”.

La nueva izquierda cubana tiene un grave problema. Si el campo tecnocrático tiene al mercado como centro enunciador, y los católicos a los evangelios, los izquierdistas no tienen nada. Ni siquiera tienen, como ha apuntado Guanche (2013), una “edad de oro” revolucionaria a la que remitir retrospectivamente el porvenir deseado. Y por eso han preferido saltar a futuros intensos y provocativos. Y en una sociedad que, repito, no ha logrado resolver el asunto básico de su reproducción material, hablan con denuedo de utopías trascendentales, control obrero, eliminación de la ley del valor y del trabajo asalariado, de la pospolítica, del socialismo del siglo XXI, del pluralismo sin partidos y del Estado que se debe extinguir.

Y con ello, no solo evitan mirar hacia la ríspida realidad del país (no hay mejor forma de hacerlo que contemplando utopías), sino que proponen a la sociedad cubana —con una economía arruinada, hastiada de la ideologización trascendentalista, deseosa de algún goce en el más acá— la consecución de metas históricas que casi nadie menciona desde los lejanos días en que los consejistas intentaban tomar el cielo por asalto.

Mirando al futuro

El panorama antes descrito tiene serias implicaciones para el futuro cubano. Como podrá observarse, los tres campos emergentes que he discutido aquí sufren inhibiciones programáticas drásticas. Y cada uno, por algún motivo, esconde una parte de su argumentación, presentándose ante la opinión pública como imágenes incompletas de sí mismas: los partidarios de la reforma económica como tecnócratas de pintas neoliberales, la jerarquía eclesiástica como pluralista inclinada a la izquierda y los izquierdistas como nihilistas empedernidos.

Y es así porque cada uno de estos espacios se abre paso en medio de un sistema autoritario, verticalista e intolerante que impide el despliegue de las opciones ideológicas a partir de un debate público plural y libre. Y les impide madurar como interpelaciones ideológicas —acerca de lo existente, lo bueno y lo posible— que informen a la sociedad cubana y le permitan escoger democráticamente las pautas para su futuro. Las ideologías no se distinguen por la sistematicidad del acumulado de sus ideas —de eso trata la doctrina— sino por su capacidad de interpelar a la sociedad y de conformar subjetividades. Si esta última capacidad no existe, las ideologías permanecen larvadas y sujetas a evoluciones narcisistas y morbosas. Es de eso justamente de lo que hemos estado hablando en este artículo.

Otro efecto negativo de esta situación es el desperdicio del capital intelectual de la nación cubana, incluida su dimensión transnacional. Cuba posee un sector intelectual (en el sentido más amplio del término) altamente calificado que trata de vencer la insularidad que se le impone desde el sistema, asomándose a cada intersticio de universalidad disponible desde lecturas profanas o desde la multitud de festivales culturales internacionales que constituyen parte de la liturgia exterior del régimen.

Las pésimas condiciones de todo género en que desenvuelven su labor intelectual, sin embargo, lo obligan a vivir en el ostracismo y el aislamiento cuando deciden asumir roles críticos sin distingos. O asumir los distingos como necesidades-de-la-historia y producir lo que Rojas (2006) percibió en los noventa como una suerte de “estetización de la política”. Dicho en otras palabras, un repliegue de los discursos intelectuales hacia la esfera letrada con la consiguiente retracción de una ética del compromiso.

Es una pérdida para casi todos, y del tipo de pérdida que nunca se repone. Un grupo musical llamado Habana Abierta, que llena los teatros de la ciudad cuando sus integrantes la visitan, tiene una canción que los jóvenes tararean con placer. En ella se afirma que “la vida es un divino guión”: “Los de la derecha giran a la derecha / los de la izquierda giran a la izquierda / y ya yo me aburrí / de esos viejos viajecitos en círculo / yo viajo recto aunque no soy flecha”.

Nada que objetar si no fuera porque —hasta el momento— el viaje recto sigue llevando a los fans de Habana Abierta a Hialeah. Cubanos y cubanas que se van, y que no vuelven porque no viajan en círculos, porque nada es claro en un escenario nacional que luce sin perspectivas. Sin siquiera la posibilidad de imaginar el futuro. 

Bobes, Velia Cecilia, La sociedad civil durante y más allá del Periodo Especial, 2013 (en proceso de publicación).

“Compromiso con la verdad”, en Espacio Laical, 2012, <http://espaciolaical.org/contens/esp/sd_178.pdf>.

Guanche, José L., Cuba: El socialismo y la democracia, Editorial Caminos, La Habana, 2013.

Laboratorio Casa Cuba, “Cuba Soñada, Cuba posible, Cuba futura: Propuestas para nuestro porvenir inmediato”, 2013, <http://espaciolaical.org/contens/35/2627.pdf>.

Linz, Juan, Totalitarian and Authoritarian Regimes, Lynne Rienner Publishers, Boulder, 2000.

Márquez, Orlando, “La Iglesia como puente de acercamiento”, 2012, <http://www.palabranueva.net/newpage/images/stories/2012_5/noticias/lasa_2012.pdf>.

O’Donnell, G., y P. Schmitter, Transiciones desde un Gobierno autoritario, Ediciones Paidós, Barcelona, 1994.

Rojas, Rafael, Tumbas sin sosiego, Anagrama, Barcelona, 2006.

Scribano, Adrián, “Primero hay que sufrir”, en Estudio del cuerpo y las emociones, en y desde Latinoamérica, CUSH, Guadalajara, 2009.

1 Por campos políticos-ideológicos (o simplemente campos) entiendo entramados de relaciones que conjugan intereses, prácticas sociales y textos discursivos, desde donde se modelan propuestas ideológicas y se interpela a las personas acerca de cómo organizar a  la sociedad y a la política. Esto último pueden hacerlo desde posicionamientos inclusivos (recuperación y validación de identidades particulares) o con pretensiones sistémicas. Los primeros son cada vez más comunes en la isla —movimientos de afrodescendientes, LGTB, feministas, comunitarios— pero no son el objeto de nuestro interés ahora, sino los segundos, es decir aquellos que plantean formulaciones de organización societal.

2 En este punto vale la pena una aclaración. Centraré mi atención en los campos y actores que emergen del propio sistema o de las políticas en curso sin producir rupturas fundamentales con ellos. Ello deja fuera de mi atención a la oposición organizada —agrupaciones políticas, blogueros, grupos de derechos humanos— de muy pobre incidencia en la esfera pública, pero de alto valor simbólico. Este es un tema complejo que merecería más atención de lo que el espacio de este artículo permite.

3 Aunque el análisis de grupos particulares rebasa el espacio disponible, valga solo decir que el SPD ha ido avanzando de manera muy positiva no solo en sus formulaciones teóricas y programáticas, sino también en sus enrolamientos públicos con otros sectores de la oposición en pos de metas democráticas. Los miembros del SPD —y en particular su vocero Pedro Campos— han sido frecuentes articulistas de órganos digitales de la izquierda como Kaos en la Red, donde en 2011 publicaron su documento programático más completo: “Propuestas para el avance al socialismo en Cuba”, <http://old.kaosenlared.net/noticia/propuestas-para-avance-socialismo-cuba-sin-socializacion-sin-democrati>.

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HAROLDO DILLA ALFONSO es un sociólogo e historiador cubano residente en República Dominicana.

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