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Las vidas de Álvaro Enrigue
Cultura | Carlitos Fuentes | 26.08.2009 | 1 Comentario

La sentencia latina —“nada nuevo bajo el  sol”— se aplica a la creación literaria de modo irónico. No, no hay nada “nuevo”. El crítico ruso Vladimir Propp reduce a diez o  doce los “temas” constantes de la fábula literaria: el abandono del hogar, la aventura en  el mundo, la pareja y sus vicisitudes, el retorno al hogar (el hijo pródigo), etc. De modo  que, si los temas son eternos, lo que varía es  la manera de contarlos. Tres grandes novelas  del siglo XIX—Ana Karenina, Effi Briesty  Madame Bovary—tratan del mismo asunto, el adulterio, pero nadie dejaría de distinguirlas como  obras singulares en términos de  autoría, estilo, intención…

La excelente novela de Álvaro  Enrigue, Vidas perpendiculares,  pertenece a una —a muchas—  tradiciones y hace gala de todas  ellas. La situación inmediata  oculta las tradiciones mediatizadas. Estamos en Lagos de Moreno, Jalisco, donde don Eusebio es  panadero; está casado con Mercedes, madre  de Jerónimo, que será el centro de la narración. En Lagos, se vive “entre la misa y las  vacas” y se cree implícitamente en “la hegemonía cultural jalisciense”. Capturado en  “los parámetros del catolicismo militante  mexicano de provincia”, Jerónimo habla  muy poco y pasa por retrasado.

En realidad,  posee el don del recuerdo. Lo recuerda todo. Su secreto es su memoria.  A partir de ello, de manera en apariencia  sucesiva, Jerónimo nos conduce a sus múltiples “pasados”. Ha sido un cazamonjes asesino, padrote y explotador de putas en la  Nápoles española del siglo XVII. Ha sido una  muchacha griega en la Palestina del siglo cero. Ha sido un brahmán hindú en un tiempo perdido. Y ha sido, sobre todo, vástago anónimo de una  tribu sin nombre en la aurora del tiempo.

Vienen a la mente del lector antecedentes tan célebres como el Orlando de Virginia Woolf, donde  el personaje del título recorre el tiempo histórico  cambiando de sexo: de un Londres congelado y revivido por la música de Händel a Constantinopla y  a la Inglaterra entre las dos guerras mundiales. Orlando traza un devenir, al cabo, lineal —del pasado  al presente— en el que cambian la época y el sexo  del personaje.  En Vidas perpendiculares, en cambio, no viajamos  del pasado —o los pasados— de Jerónimo a su  presente jalisciense.

Los “pasados” de Jerónimo no  se suceden. Sólo suceden, uno al  lado del otro, no en progresión sino en simultaneidadtemporal. Ésta es no sólo la diferencia sino la  gran apuesta de Enrigue, y es la  apuesta de la novela a partir de  Joyce. Trascender la narración su cesiva por la narración simultánea. Darle a la novela la misma  instantaneidad que a la pintura,  trátese de Velázquez, que nos da  el cuadro inmediato de Las meninas, o de Picasso, que lo descompone en sus partes  para ir de la narrativa del hecho al hecho de narrar:  todo se descompone, todo se multiplica. La instantaneidad frontal de Las meninas se convierte en la  instantaneidad de lo que no vemos, aunque lo adivinamos: el atrás, el arriba, el abajo, así como los lados del cuadro.  Semejante estética obedece a múltiples transformaciones que asociamos con la revolución del conocimiento en el siglo XX.

Einstein y Heisenberg,  en la ciencia, transforman tiempo y espacio de  acuerdo con la posición del observador y su lenguaje: todo se vuelve relativo. En términos literarios, esto significa que no hay realidad sin tiempo y  espacio —como tampoco la hay sin el lenguajede  tiempo y espacio. Creo que esto es importante para leer Vidas perpendiculares, porque Enrigue da un  paso más. Su novela pertenece al  universo cuántico de Max Planck  más que al universo relativista de Albert Einstein: un mundo de campos  coexistentes en constante interacción y cuyas partículas son creadas o  destruidas en el mismo acto.  Saber esto no es indispensable,  desde luego, para leer y disfrutar las Vidas perpendiculares de Enrigue.

El  talento narrativo del autor trasciende  sus posibles orígenes teóricos para  entregarnos el sentido —o, mejor, los  sentidos— de cada época simultánea  a la vida del joven Jerónimo en Guadalajara, en una escuela jesuita de los  Estados Unidos y en una Ciudad de  México admirable y novedosamente  presentada en su hora mejor, la más  desolada, “triste como un boliviano”.  Es esta inmediatez lo que otorga su  presencia al pasado-presente, cercano  a la evocación de Faulkner (“Todo es  presente, ¿entiendes? Ayer no terminará hasta mañana y mañana empezó  hace diez mil años…”). Enrigue penetra a través de los sentidos —sobre  todo el olfato— en la concreción de  sus fábulas cuánticas.

En una de las  más llamativas, Saulo, antes de tomar  el camino a Damasco, nos es presentado como un hombre raquítico, vivaz y enfermo, “celoso y abstinente”,  desquiciado por su “irregularidad  sentimental” ante la griega narradora. El cazamonjes napolitano y los  brahmanes indostánicos están todos  inmersos en el mundo de los sentidos, escupen saliva, se limpian las  uñas y, como no son momias, sudan.

Creo que la estrategia narrativa de  este inteligentísimo autor culmina en  unas páginas de un poder arrasante  —tormenta, terremoto— en las que  el narrador ha perdido —o aún no  tiene— su identidad, sino que es parte de la gran jauría pre-histórica, la  manada de la aurora de los tiempos,  la tribu del origen que corre por el  cerro del lobo, mitad animales, mitad  hombres, siguiendo con instinto a la  vez obediente y feroz al jefe, al único  que consiente imitación…

Este segmento le da a Vidas perpendiculares su verdadera originalidad,  que no consiste en inventar el agua tibia sino en saberse parte de una tradición que se remonta al origen del  mundo, y el origen del mundo es la  muerte.  Vidas perpendiculares depende en  alto grado de la confianza que el autor le da al lector y éste al autor. Aquí  van desapareciendo los capítulos tradicionales, las transiciones de un  tiempo a otro se diluyen cada vez  más, hasta que el Río Bravo y el Río  Jordán coexisten entre dos alisados  de la falda de una mujer.

No cuento las historias mexicanas que dan sustento a esta  obra porque, con fatalidad retrospectiva, hay que matar a  Octavio del Río. Prefiero evocar  la sensualidad final, la cachondería luminosa y oscura de un  personaje —Tita— que, en  un alarde creativo, Enrigue nos  presenta en dos o tres páginas  desbordantes como una mujer  “coqueta, maternal, berrinchuda  o escéptica” cuyas pulseras vuelan como cascabeles, que tiene  pecas en el escote y “las pupilas  más hondas del mundo”.  ~


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Una respuesta para “Las vidas de Álvaro Enrigue
  1. […] “Las vidas de Álvaro Enrigue”, mayo de 2009, en Este País, no. 218 La sentencia latina —“nada nuevo bajo el  sol”— se aplica a la creación literaria de modo irónico. No, no hay nada “nuevo”. El crítico ruso Vladimir Propp reduce a diez o  doce los “temas” constantes de la fábula literaria: el abandono del hogar, la aventura en  el mundo, la pareja y sus vicisitudes, el retorno al hogar (el hijo pródigo), etc. De modo  que, si los temas son eternos, lo que varía es  la manera de contarlos. Tres grandes novelas  del siglo XIX—Ana Karenina, Effi Briesty  Madame Bovary—tratan del mismo asunto, el adulterio, pero nadie dejaría de distinguirlas como  obras singulares en términos de  autoría, estilo, intención… Leer más>> […]

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