La sentencia latina —“nada nuevo bajo el sol”— se aplica a la creación literaria de modo irónico. No, no hay nada “nuevo”. El crítico ruso Vladimir Propp reduce a diez o doce los “temas” constantes de la fábula literaria: el abandono del hogar, la aventura en el mundo, la pareja y sus vicisitudes, el retorno al hogar (el hijo pródigo), etc. De modo que, si los temas son eternos, lo que varía es la manera de contarlos. Tres grandes novelas del siglo XIX—Ana Karenina, Effi Briesty Madame Bovary—tratan del mismo asunto, el adulterio, pero nadie dejaría de distinguirlas como obras singulares en términos de autoría, estilo, intención…
La excelente novela de Álvaro Enrigue, Vidas perpendiculares, pertenece a una —a muchas— tradiciones y hace gala de todas ellas. La situación inmediata oculta las tradiciones mediatizadas. Estamos en Lagos de Moreno, Jalisco, donde don Eusebio es panadero; está casado con Mercedes, madre de Jerónimo, que será el centro de la narración. En Lagos, se vive “entre la misa y las vacas” y se cree implícitamente en “la hegemonía cultural jalisciense”. Capturado en “los parámetros del catolicismo militante mexicano de provincia”, Jerónimo habla muy poco y pasa por retrasado.
En realidad, posee el don del recuerdo. Lo recuerda todo. Su secreto es su memoria. A partir de ello, de manera en apariencia sucesiva, Jerónimo nos conduce a sus múltiples “pasados”. Ha sido un cazamonjes asesino, padrote y explotador de putas en la Nápoles española del siglo XVII. Ha sido una muchacha griega en la Palestina del siglo cero. Ha sido un brahmán hindú en un tiempo perdido. Y ha sido, sobre todo, vástago anónimo de una tribu sin nombre en la aurora del tiempo.
Vienen a la mente del lector antecedentes tan célebres como el Orlando de Virginia Woolf, donde el personaje del título recorre el tiempo histórico cambiando de sexo: de un Londres congelado y revivido por la música de Händel a Constantinopla y a la Inglaterra entre las dos guerras mundiales. Orlando traza un devenir, al cabo, lineal —del pasado al presente— en el que cambian la época y el sexo del personaje. En Vidas perpendiculares, en cambio, no viajamos del pasado —o los pasados— de Jerónimo a su presente jalisciense.
Los “pasados” de Jerónimo no se suceden. Sólo suceden, uno al lado del otro, no en progresión sino en simultaneidadtemporal. Ésta es no sólo la diferencia sino la gran apuesta de Enrigue, y es la apuesta de la novela a partir de Joyce. Trascender la narración su cesiva por la narración simultánea. Darle a la novela la misma instantaneidad que a la pintura, trátese de Velázquez, que nos da el cuadro inmediato de Las meninas, o de Picasso, que lo descompone en sus partes para ir de la narrativa del hecho al hecho de narrar: todo se descompone, todo se multiplica. La instantaneidad frontal de Las meninas se convierte en la instantaneidad de lo que no vemos, aunque lo adivinamos: el atrás, el arriba, el abajo, así como los lados del cuadro. Semejante estética obedece a múltiples transformaciones que asociamos con la revolución del conocimiento en el siglo XX.
Einstein y Heisenberg, en la ciencia, transforman tiempo y espacio de acuerdo con la posición del observador y su lenguaje: todo se vuelve relativo. En términos literarios, esto significa que no hay realidad sin tiempo y espacio —como tampoco la hay sin el lenguajede tiempo y espacio. Creo que esto es importante para leer Vidas perpendiculares, porque Enrigue da un paso más. Su novela pertenece al universo cuántico de Max Planck más que al universo relativista de Albert Einstein: un mundo de campos coexistentes en constante interacción y cuyas partículas son creadas o destruidas en el mismo acto. Saber esto no es indispensable, desde luego, para leer y disfrutar las Vidas perpendiculares de Enrigue.
El talento narrativo del autor trasciende sus posibles orígenes teóricos para entregarnos el sentido —o, mejor, los sentidos— de cada época simultánea a la vida del joven Jerónimo en Guadalajara, en una escuela jesuita de los Estados Unidos y en una Ciudad de México admirable y novedosamente presentada en su hora mejor, la más desolada, “triste como un boliviano”. Es esta inmediatez lo que otorga su presencia al pasado-presente, cercano a la evocación de Faulkner (“Todo es presente, ¿entiendes? Ayer no terminará hasta mañana y mañana empezó hace diez mil años…”). Enrigue penetra a través de los sentidos —sobre todo el olfato— en la concreción de sus fábulas cuánticas.
En una de las más llamativas, Saulo, antes de tomar el camino a Damasco, nos es presentado como un hombre raquítico, vivaz y enfermo, “celoso y abstinente”, desquiciado por su “irregularidad sentimental” ante la griega narradora. El cazamonjes napolitano y los brahmanes indostánicos están todos inmersos en el mundo de los sentidos, escupen saliva, se limpian las uñas y, como no son momias, sudan.
Creo que la estrategia narrativa de este inteligentísimo autor culmina en unas páginas de un poder arrasante —tormenta, terremoto— en las que el narrador ha perdido —o aún no tiene— su identidad, sino que es parte de la gran jauría pre-histórica, la manada de la aurora de los tiempos, la tribu del origen que corre por el cerro del lobo, mitad animales, mitad hombres, siguiendo con instinto a la vez obediente y feroz al jefe, al único que consiente imitación…
Este segmento le da a Vidas perpendiculares su verdadera originalidad, que no consiste en inventar el agua tibia sino en saberse parte de una tradición que se remonta al origen del mundo, y el origen del mundo es la muerte. Vidas perpendiculares depende en alto grado de la confianza que el autor le da al lector y éste al autor. Aquí van desapareciendo los capítulos tradicionales, las transiciones de un tiempo a otro se diluyen cada vez más, hasta que el Río Bravo y el Río Jordán coexisten entre dos alisados de la falda de una mujer.
No cuento las historias mexicanas que dan sustento a esta obra porque, con fatalidad retrospectiva, hay que matar a Octavio del Río. Prefiero evocar la sensualidad final, la cachondería luminosa y oscura de un personaje —Tita— que, en un alarde creativo, Enrigue nos presenta en dos o tres páginas desbordantes como una mujer “coqueta, maternal, berrinchuda o escéptica” cuyas pulseras vuelan como cascabeles, que tiene pecas en el escote y “las pupilas más hondas del mundo”. ~
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[…] “Las vidas de Álvaro Enrigue”, mayo de 2009, en Este País, no. 218 La sentencia latina —“nada nuevo bajo el sol”— se aplica a la creación literaria de modo irónico. No, no hay nada “nuevo”. El crítico ruso Vladimir Propp reduce a diez o doce los “temas” constantes de la fábula literaria: el abandono del hogar, la aventura en el mundo, la pareja y sus vicisitudes, el retorno al hogar (el hijo pródigo), etc. De modo que, si los temas son eternos, lo que varía es la manera de contarlos. Tres grandes novelas del siglo XIX—Ana Karenina, Effi Briesty Madame Bovary—tratan del mismo asunto, el adulterio, pero nadie dejaría de distinguirlas como obras singulares en términos de autoría, estilo, intención… Leer más>> […]