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Representar la realidad implica necesariamente someterla a la intermediación
de un lenguaje. Duplicar la realidad no es, pues, asunto del arte. En tanto que
lenguaje, el arte está llamado, necesariamente, a la representación:
tal es su poder y su condena. <br>
Luis Argudín entiende muy bien esto y —lejos de sumarse al legítimo
artificio del realismo— explora sin prisa alguna el arte como representación
(y como invención). El inicio de Argudín en la plástica sucedió
en el género de la abstracción, y en él se prolongó.
Paulatinamente, fue incorporando a sus lienzos ciertas referencias a la realidad,
pero lo hizo como lo hacen los sueños, con aparente desconcierto y complejo
simbolismo. Llegaría, con el tiempo, a la representación de la figura
humana, a los desnudos femeninos, pero colocando a la modelo en escenarios absurdos,
aparentes, cuando más teatrales. Y en un creador que ha enfatizado —como
el que más— la condición del arte como discurso indirecto,
¿no son estas composiciones teatrales y estas escenografías símbolo
de la tramoya, del necesario artificio de la pintura? Como resultado de un aparente
distanciamiento de ese discurso, la enunciación en clave pasó de
ser recurso a ser temática. A todo esto hace referencia la selección
de trabajos que reúne el artista en el presente número de EstePaís|cultura.
Las composiciones de humo, cigarros y bebidas no son <em>instantáneas</em>
únicamente, son naturalezas muertas en las que no puede dejar de percibirse
una cualidad onírica y simbólica a la manera acaso de De Chirico.
Los desnudos son mucho más que cuadros eróticos: son aseveraciones
donde la artificiosidad del arte no es condición tan sólo sino discurso.
Y en medio de todo esto un ave, una vuelta al estado elemental del arte como <em>visión</em>
plasmada. Se trata, en suma, de una metaplástica, de una reflexión
profunda—dentro de la obra de arte misma— sobre la naturaleza, los
poderes y los límites del arte.
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