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CRÓNICAS DEL ASOMBRO. Los solos de Carson McCullers
Cultura | Mónica Lavín | 17.04.2009 | 0 Comentarios

Si fuéramos anfitriones de los personajes de la escritora
sureña Carson McCullers y les preguntáramos: “¿Qué
les ofrezco de tomar?”, todos —excepto Mick o Frankie
que querrían una limonada— pedirían whisky, bourbon
(sin marca porque estamos en la prohibición), sherry o
cerveza, y lo preferirían en la habitación, a solas o con su
pareja, porque no festejarían esta extraña reunión que
les incomoda profundamente y que no entienden y cuya
incomodidad no expresan, como no lo hacen en los tex-
tos de donde los hemos sacado. Porque no comprenden
que los amemos y no saben cómo deshacerse de noso-
tros ni de su soledad —“Otro whisky por favor”. Por-
que todos preferimos amar a ser amados, como lo expre-
sa el narrador de La balada del café triste, como le ocurre
a la señorita Amelia con su primo el jorobado. “El ama-
do ama y teme al amante, y por la mejor de las razones.
El amante siempre está tratando de desnudar al amado.
El amante desea cualquier relación posible con el ama-
do, aun si la experiencia le produce dolor.”
“¿Estaba borracho?”, pregunta el niño periodiquero
de “Una roca, una piedra, una nube”, cuento de Carson
McCullers, al dueño de la fonda, cuando el viejo que le
ha estado hablando se retira. “No”, le contesta Leo. El
hombre que se acaba de ir, mientras bebía su cerveza, le
ha compartido al chico su ciencia para poder olvidar a
la mujer que amaba. Un método para amar las piedras,
el pedazo de cristal, al niño mismo que apenas ha visto.
“¿Y te has vuelto a enamorar de una mujer?”, pre-
gunta el chico asombrado ante el hombre que
hunde de cuando en cuando su nariz en el tarro de
cerveza. “Eso toma tiempo”, le da por respuesta.
En el centro de este breve e intenso cuento, en el
amanecer de un poblado al que da vida un molino
(como al natal Columbus, Georgia, de la autora),
está esa soledad tapiada, esa incapacidad de en-
contrar el amor o de expresarlo, esos silencios
abismales que aparecerán a lo largo de la obra de
la escritora sureña. Esas soledades sin remedio
cristalizan poderosas en el ánimo una vez que se
lee a una autora que murió a los cincuenta años
(festejando su último cumpleaños en el Hotel Pla-
za de Nueva York) y que a los veintitrés salió a la
luz pública con una novela asombrosa en su sabi-
duría precoz. El corazón es un cazador solitario, cu-
yo título inicial era El mudo, fue escrita después de
que la autora ganara un contrato y quinientos dó-
lares en la editorial Houghton Mifflin al mandar
una sinopsis y una escaleta de su novela. El título
final fue contribución del editor y proviene de un
hermoso poema escocés de un hombre que, abati-
do por el desconsuelo amoroso, reflexiona bajo un
árbol durante una jornada de cacería. En el título
de esa primera obra —aunque ya había publicado
un cuento, “Wunderkind”, en la revista Story— se
concentraba ese deseo de McCullers de darle pala-
bras al aislamiento. Dos mudos son los personajes
principales de esta historia, y uno de ellos, Singer,
a la muerte del compañero Antonopoulus, con
quien comparte techo y una entrañable amistad
urdida en la ausencia del sonido, se muda a la casa
de huéspedes donde será visitado por gente del pue-
blo de todos los oficios, pues han encontrado en el
recuento de sus cuitas al sordomudo el consuelo de
una mirada y un silencio comprensivos. Seductora
paradoja la del dios mudo, el hombre sabio que no
escucha ni habla pero que sin duda mira y piensa el
mundo cargando la pena de haber perdido a su igual.
Un solo, visitado por otros solos.
Carson McCullers dijo a una amiga en el último
viaje que hizo a Georgia: “No quisiera vivir si ya no
pudiera escribir”, y a la escritora Edith Sitwell le dijo
que escribir era buscar a Dios. Pareciera que los solos
de McCullers andan huérfanos de dioses y que uno
de sus templos es la bebida. El propio Reeves
McCullers, marido de la autora, de quien Lula Carson
Smith tomó el nombre que adoptó para siempre, te-
nía problemas de alcoholismo. Ella misma, cuya salud
había sido minada por la mal diagnosticada fiebre
reumática de la infancia y las posteriores embolias
que la fueron paralizando, era una bebedora. El
cuento “El instante de la hora después” se refiere a la
borrachera de una pareja joven recién casada, muy
parecida a los McCullers mudados a Nueva York.
Después de una borrachera, donde su marido ha que-
dado inservible, la protagonista observa los estragos:
“Y mientras contemplaba la botella vacía tuvo una de
esas breves fantasías grotescas que se le ocurrían de
repente. Se vio a sí misma y a Marshall en la botella
de whisky. Girando en su pequeñez y perfección.
Deslizándose furiosos arriba y debajo del frío cristal
inerte como monos. Por un momento con las narices
aplastadas y miradas de añoranza. Y después de sus
frenesíes los vio recostados en el fondo, blancos y ex-
haustos, como especímenes frescos en el laboratorio.
Sin nada que decirse”.
Refugio, templo, túnel, la bebida en la vida de Mc-
Cullers ha sido luz y acicate. En su autobiografía,
Illumination and Nightglare, que dictó en el último
año de su vida, dice que su modelo del amor surgió
en la infancia: su primer amor fue su abuela, Mommy.
El abuelo había muerto de alcoholismo, pero la abue-
la no tenía nada contra el alcohol. Cuando las muje-
res de la Women’s Christian
Temperance Union tocaban a la
puerta en Columbus, Georgia, la
abuela las recibía alegando que
no quería ninguna medalla del
decoro: ella venía de una familia
de bebedores. “Mi padre bebía,
mi yerno que es un santo bebe tam-
bién… y yo bebo también”. Las muje-
res, en shock, le decían: “No es posi-
ble Sra. Waters”. “Claro que sí, todas
las noches, y lo disfruto”, respondía.
Reeves McCullers, con quien
estuvo casada dos veces, y con quien
siempre tuvo una relación intensa y
conflictiva (ambos querían ser escri-
tores de jóvenes, pero fue Carson la
que tuvo el empeño y la fortaleza), le
propuso que se suicidaran juntos
mientras vivían en París.
Reeves tenía problemas
de alcoholismo. Carson
se regresó a Nyack,
donde vivió al lado del
río Hudson y recibió la
noticia del suicidio de
su marido.
Los bebedores en la
obra de McCullers son
bebedores solitarios. Mujeres u hom-
bres afincados en un campo militar
como los de Reflejos en un ojo dora-
do, que esconden sus verdaderas pul-
siones, deseos y sexualidad. Dobles
vidas que tintinean en un vaso con
hielos. O los grotescos personajes de
la espléndida Balada del café triste: la
señorita Amelia, fortachona, grando-
ta, inamovible ante el amor, fumado-
ra de pipa, al frente de la tienda que
surte al pueblo, entre otras cosas, de
whisky, y el jorobado primo Lymon,
quien llegará inesperadamente para
despertar la ternura y delicadeza de
la recia ex mujer del convicto prófu-
go que la quiso y fue rechazado. Los
descastados se encuentran y el pue-
blo lo celebra alrededor del whisky
que se sirve en el almacén convertido
en café. La bebida acompaña las es-
casas palabras que narran los senti-
mientos y emociones, las verdaderas
pulsiones de estos marginados de la
correspondencia amorosa.
El amor verdadero es la escritura
para McCullers. Así brinda cobijo a
sus incomprendidos, como a la pareja
de “Un dilema doméstico”, donde la
mujer bebe en casa mientras el mari-
do trabaja y al volver se encuentra alos pequeños desatendidos, a ella en-
cerrada en su cuarto. Un panorama
común de una sórdida soledad. Mc-
Cullers se hunde en la carne de la
desesperación amorosa de esta pareja
violentada por los estragos de ese be-
ber en solitario, de ese hundir los em-
peños en un licor. “Empezó gradual-
mente —no whisky o ginebra. Pero
cantidades de cerveza, o jerez, o lico-
res exóticos: una vez él se encontró
una caja de sombrero llena de bote-
llas vacías de crema
de menta”. La pareja
es de Alabama, como
la muchacha que se
encargará de cuidar a
la señora, y todos vi-
ven ahora en Nueva
York. Peregrinación
semejante a la de los
propios McCullers.
La salida de Carson del Sur fue para
estudiar en la Universidad de Colum-
bia en Nueva York, para lo que su
padre joyero vendió la esmeralda que
había heredado la abuela a Carson.
Si las novelas de McCullers están
ubicadas en el Sur que dejó desde los
veinte años, los cuentos en cambio
ocurren en otros espacios. Muchos
de ellos en Nueva York, donde el ais-
lamiento tiene otra vestidura. Ya no
es la casa de huéspedes de El corazón
es un cazador solitario, el campo mili-
tar de Reflejos en un ojo dorado, el
pequeño poblado al borde del moli-
no de La balada del café triste, sino
los edificios y sus patios centrales, co-
mo ocurre en “Court in the West
Eighties”, donde la vida de los de-
más, sus dilemas grandes y pequeños,
son contemplados por una chica des-
de su ventana. Y allí, el único que le
da confort entre los pleitos de una
pareja desempleada y una cellista que
ensaya y molesta a esta pareja es el
hombre solo y metódico, que se sien-
ta junto a la ventana, bebe en silencio
a pico de botella hasta que comienza
a hablar solo. Esto le produce a la
protagonista consuelo (resonancias
del mudo Singer): “No importaba
cuánto esfuerzo hiciera por escuchar,
no podía entender nada de aquello.
Sólo miraba su recia garganta y su
rostro tranquilo que aun cuando esta-
ba tenso no perdía esa expresión de
sabiduría escondida. No pasaba na-
da. Nunca supe qué decía”.
Los silencios y las palabras, el alco-
hol llenando el silencio, el alcohol
produciendo palabras, las palabras
dando consuelo, las palabras produ-
ciendo compañía, destrozando al si-
lencio, amparando. Carson McCullers
comprendiendo el abismo y la luz de
los solos, la desesperación amorosa,
la sed de refugio a la que ella tenía
que asirse en la escritura para sobre-
vivir, para mostrarnos la cara más ru-
da del beber sin ruido, sin fiesta ni
compañía.
Así como el anciano que hunde la
cara en la cerveza y explica al chico
su ciencia para amar cualquier cosa,
todas las cosas, y que duela menos la
falta de correspondencia amorosa, así
McCullers dibuja en el entramado de
sus historias una ciencia, un método
óptico, para reflejarnos en los solos
que habitan sus cuentos y novelas,
que no han encontrado el cinismo pa-
ra sobrevivir, ni el revólver para ma-
tarse. A caballo entre la esperanza y
la desazón nos los deja para que no-
sotros en nuestro propio desconsuelo
les hagamos compañía: nos hagamos
compañía. Las historias de Carson
son el licor para beber a pico de bo-
tella y confortarse en su mirada y su
palabra.


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