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Erotismos. Las ilusiones del esclavo
Cultura | Andrés de Luna | 26.08.2009 | 0 Comentarios

En la Inglaterra victoriana, tan pro-
pensa a las condenas morales, el “vi-
cio inglés”, es decir el gusto por los
azotes y los látigos, fue una realidad
incuestionable. Un clásico es Lesbia
Brandon, de Algernon Charles Swin-
burne (1837-1909), que constituye,
sobre todo, la historia de un aprendi-
zaje, un periplo que va del niño mal-
tratado, el que recibe azotes, a su
asimilación al mundo del placer. El
texto es claro en sus intenciones: “A
los viejos verdes les gusta ver estre-
mecerse a los muchachos. ¡Vaya, có-
mo te hacía echar humo! Dos veces
creí que ibas a echarte a gimotear. Es-
te tipo de individuos no sabe hacer
otra cosa con los jóvenes, ya ves, y
piensan que es lo más adecuado que
pueden decirles; mi antiguo precep-
tor intentó molestarme de ese modo
en una ocasión. Y no sé qué más pue-
do decirte: sólo sé que a él no le gus-
taría que le hicieran eso; los muy
zorros”. A lo largo del libro se esta-
blecen las escalas indispensables en-
tre estos varones que, al “castigar” a
sus “alumnos”, terminaban por cum-
plir con un acto placentero.
Algo es seguro: el XIXeuropeo fue
próspero en el diálogo masoquista,
que requiere de un pedagogo y un
alumno. Catherine Breillat, en la cin-
ta francesa Romance(1999), dejaba
que una mujer un tanto abandonada
por su pareja encontrara de pronto a
un maestro solícito, un hombre culto
y refinado que le infligía “torturas”
aceptables: amarrarla de las muñecas,
colocarle una venda en la boca, cor-
tarle el vestido y poseerla en calidad
de esclava consentida. En el filme, ese
personaje era el más amoroso porque
concentraba su libido en una fantasía
convertida en realidad.
Si eso ocurre dentro de la ficción
cinematográfica, un testimonio de
apariencia real es Confesión de mi vi-
da(Rodolfo Alonso Editor, 1971),
obra de la esposa de Leopold Sacher-
Masoch, Wanda. En las páginas del
libro, con esa ingenuidad que es mali-
cia pura, la mujer que inspiró La Ve-
nus de las pielescomenta:
En varias ocasiones me había pedi-
do [Leopold], delante de Sacha,
que lo castigara, y una vez, bro-
meando, le di un golpe ligero so-
bre el hombro. El niño palideció,
rodeó a su padre con los brazos
como para defenderlo y me miró
con ojos aterrorizados. Leopold
reía, halagado y feliz de ser amado
de tal modo. Había sido una bro-
ma y un juego cruel con el corazón
del niño. La vanidad lo impulsaba
a recomenzarlo. —No debes pe-
dirme que te golpee en presencia
de los niños —continué—, como
tampoco debes decirme siempre
delante de ellos que soy cruel y no
tengo corazón. A fuerza de escu-
charlo repetido tantas veces por su
padre, que sabe lo que dice, termi-
narán necesariamente por creerlo.
Evita a las criaturas esos juegos ex-
citantes que no comprenden; tú
perderás su estima y yo su amor.
Dentro del masoquismo existen
adeptos que hacen extensivas sus pre-
ferencias, entre ellos la inglesa Anita
Phillips. En Una defensa del maso-
quismohace una apología detallada e
inteligente de su aprecio por esta for-
ma de vida: “El masoquista impone
ideas y enciende la imaginación de
otros para arrastrarlos hacia sus propias
visiones del erotismo. Por consiguiente, se
precisan grandes dotes para crear am-
bientes, tramas, personajes; elementos to-
dos ellos básicos en las novelas… Para las
personas de mente abierta, es probable
que el masoquismo no necesite defensa,
sino explicación”.
El masoquismo exige una definición,
una manera de enfrentarse a los fantasmas
del deseo. Fuera de él se le contempla con
un gesto de extrañeza, sobre todo porque
lo placentero se identifica con otro tipo
de satisfacciones alejadas del dolor o de la
humillación. En su libro autobiográfico
Confesiones de una dómina(Ediciones B,
2005), Lara Sterling anota:
Vuelvo al pasillo y me asomo al baño,
pero no hay ni rastro de nadie. No en-
cuentro a Shawna hasta atravesar la co-
cina. Surge de un rincón oscuro, con
un embudo en la mano. La sigue un ti-
po rechoncho con un corte de pelo a
rape, escupiendo como un loco, como
si acabara de echar un sorbo de leche
pasada. —¿Qué has estado haciendo
con ese tipo? —pregunto. —Mearle en
la boca —responde Shawna. —¿Mear-
le? ¿Qué…? —farfullo. Shawna me ex-
plica que el hombre ha bebido hasta la
última gota de su amargo fluido uretral.
Esa dómina que aparece en el libro de
Sterling, Shawna, después cambiará su
nombre por el de Fawna, y se convertirá
en una porno starde la “lluvia dorada”.
Esmirriada y con un atractivo físico casi
inexistente, la joven rubia era un torrente
capaz de inundar a propios y extraños
con sus micciones.
Desde luego que estas aproximaciones
a la cultura masoquista se alejan por com-
pleto del erotismo de peluche del fotógra-
fo amateur Irvin Klaw. Hace unas tres
décadas, la tienda atendida por los here-
deros del hombre de la cámara era visita
obligada. El encuentro iba más allá de lo
ingenuo: en cajas de cartón se encontra-
ban miles de impresiones en tamaño pos-
tal de las sesiones “depravadas” de Klaw,
cuya estrella principal era la pin-up Betty
Page. En esas puestas en escena había lá-
tigos, mordazas y mujeres atadas, todas
ellas portadoras de pantaletas gigantescas, algunas con sus
ornamentos de encaje.
Un caso por demás interesante fue el de una actriz norue-
ga que vivió en México. Liberal y con una clara conciencia
del significado de los placeres, la mujer cultivó y creo aficio-
nados a la dominación. Tuvo en sus esfínteres aliados pode-
rosos. Vaciaba su intestino grueso sobre sus víctimas—en el
pecho, en el rostro o donde fuera— y su “acto” se convertía
en un auténtico manjar escatológico que apreciaron muchos
políticos de los años sesenta, setenta y parte de los ochenta.
Rubia y con bellas proporciones, años antes había escandali-
zado al público conservador de finales de los sesenta al de-
clararse partidaria del amor libre en un programa
conducido por Francisco Rubiales, “Paco Malgesto”, y pa-
trocinado por Ron Batey —es decir arqueología pura—, en
donde la dama mostró su espíritu rebelde. Amiga, entre
otros muchos, de Huberto Batis, vendía todo el ajuar maso-
quista, una maleta completa con el traje de cuero, los láti-
gos, las esposas y el resto de la parafernalia que exigen esos
juegos. Era una convencida de las bondades de esos gustos.
Fue tan afamada que con sus ahorros se construyó una casa
en Tepoztlán e incluso se instaló en Nueva York.
Por cierto que en el Amsterdam de los setenta del siglo
pasado fue moda exacerbada la presencia de lo escatológi-
co, el masoquismo que requiere de lo excremencial, y hubo
clubes dedicados a estos menesteres. Se vendían cintas en
super ocho milímetros y la euforia plantó la semilla de los
vapores acres de lo excremencial, de aquello que parece in-
decible. Pascal Bruckner, en su novela Luna amarga(Edi-
ciones B, 1992), relata ese desafío coprofílico:
Me pareció que el amor por los conductos secretos de
la mujer debía extenderse también a los productos que
emiten. Hay que reunir en una cadena de sucesivas sim-
patías lo que disociamos. En virtud de ese principio,
franqueamos una nueva etapa en nuestra desvergüenza.
He aquí cómo me acostumbró mi tierna amiga a co-
mulgar con ella bajo las especies sólidas y líquidas: pri-
mero me hizo notar y palpar sus excrementos cuando
iba al excusado. Los ponía en un plato y me los hacía
oler, me familiarizaba con su presencia. Luego, progre-
sivamente, exigió que la limpiara con mi lengua des-
pués de la emisión, juzgando acertadamente que la
presencia del orificio acallaría mis vacilaciones. Cuan-
do estimó que mis prevenciones […] habían sido par-
cialmente superadas, se decidió a una iniciación total.

La esclavitud es una exigencia que requiere de esa apertura,
pero sobre todo de un aprendizaje, una tolerancia que será
definitoria de lo que pueda ocurrir y que sea capaz de satis-
facer el deseo del humillado. Claro está que esa cuesta difí-
cil sólo está destinada a quienes han decidido que lo suyo
está en esa zona del placer. Los otros podemos dejar de
preocuparnos. ~


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