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Javier Sicilia, iconógrafo contemporáneo
Cultura | Eduardo Garza Cuéllar | 26.08.2009 | 0 Comentarios

Hijo de la refinada espiritualidad constanti-
nopolitana, El Grecose sorprendió por la fa-
cilidad con que los occidentales manejaban
los pinceles. Al mismo tiempo, le horrorizó la
ligereza con que pintores de la talla del Vero-
nés, Tintoretto y Tiziano, de quien fuera un
cauto discípulo, elaboraban su arte: si bien
los renacentistas italianos expresaban de ma-
nera inédita el fenómeno espiritual, sus obras
no eran producto de la vida interior.
Para el hombre que vertiera la más lapida-
ria y definitiva crítica del El Juicio Finalde
Miguel Ángel, la dualidad de sus maestros
—capaces de pintar temas religiosos sin estar
en oración— era sencillamente inaceptable.
La actitud de éstos le parecía doblemente sa-
crílega: tanto del arte como del espíritu. De
ellos asimiló la técnica, pero supo siempre
que no eran de su raza.
Su mejor crítica fue su obra misma. Pintó
personajes ascendentes, desprendidos de la
tierra, de fisionomía mística. Mártires gozo-
sos, mujeres y hombres verticales, simbóli-
cos, peregrinos, orgullosos ciudadanos de
una patria definitiva.
Más que en la Italia renacentista, El Greco
terminó resguardándose y reconociéndose en
la geografía toledana, de cuya mágica luz se
nutrían entonces personas de la talla de Cer-
vantes, Juan de la Cruz o Teresa de Ávila.
El más nostálgico de los medievales o el
más genuino de los renacentistas perteneció
a un linaje de artistas limítrofes cuyo sello es
la profundidad y la nostalgia, portadores de
una densidad que, de no estar tocada por la
Gracia, sucumbiría en el patetismo.
A esa rara estirpe de creadores —nostálgi-
cos, utópicos, limítrofes, vanguardistas y ana-
crónicos, iconógrafos— pertenece el poeta
mexicano Javier Sicilia.
Sicilia comparte la técnica y el pagode los de su
gremio. Pero en un congreso de poetas —o en una
feria del libro— puede sentirse profundamente so-
lo, amenazado de levedad y de frivolidad. Termina
refugiándose siempre entre los toledanos: Vicente
Leñero, Paco Prieto o Pablo Soler Frost. Vive la so-
ledad como un imperativo ético no siempre gozoso
y, cuando le falta oración, su rostro lo delata.
Su obra, como pocas abierta a la conjugación
cristiana de lo espiritual, advierte formas de santi-
dad que, por serlo, son necesariamente inéditas. Es-
pera donde menos se le espera. Da noticia de la
Gracia en la pasión desbordada, histriónica, de
Concepción Cabrera, asícomo en el desolador en-
torno penitenciario de la Francia del siglo XX. Re-
conoce la huella divina en el arduo camino de los
fundadores de órdenes religiosas y en la exuberan-
cia veracruzana, en el desierto y en el erotismo, en
el sacerdocio y en la gracia femenina, en Chiapas,
en Morelos, en la India. Como el diablo, aparece
cuando menos se le espera. Como la Virgen, se re-
vela siempre en la marginalidad.
Al igual que los iconógrafos —primera fuente
del propio Greco— Javier pinta cuadros muy di-
versos que, en el fondo, comparten siempre la mis-
ma gama cromática. Están hechos del contraste del
transcurrir y el acontecer, de lo histórico y lo defi-
nitivo. Aunque diferentes entre sí, todos son ros-
tros de Cristo.
Su poesía y sus novelas (también poéticas), al
igual que sus novelas históricas, sus ensayos y sus
hagiografías, son siempre retratos espirituales. A
quien le interese hacerlo, puede colocar estos cinco
génerosen un eje definido por una cada vez mayor
cantidad de datos históricos. Lo cierto es que su
propuesta rechaza como un neopaganismo la tenta-
ción renacentista de prestar a Jesús rostros clásicos
de atlantes, titanes o prohombres italianos, como
rechaza la obsesión moderna de reducir la vida a
los hechos y el arte —poiesis— a categorías. Se ad-
hiere de manera más o menos cons-
ciente a la tradición iconográfica me-
dieval. Aspira más bien al símbolo,
encarnación del misterio, a lo sacra-
mental. Escribe siempre biografías
espirituales.
Los íconos constituyen un caso
único en la historia del arte. Son
igualmente retratos interiores. Nunca
aspiraron a la quietud de los museos.
Pertenecen de hecho a un tiempo
previo a la disección entre lo bello y
lo útil. Su vocación es animar y acom-
pañar la vida comunitaria en las ca-
sas, en los conventos y en los
templos. Colgados de un solo clavo y
pintados con material perecedero, se
transforman, se mueven, envejecen.
Sus devotos dicen que lloran, que su-
dan, y encuentran mensajes espiritua-
les en sus crujidos y en sus
movimientos. Como las obras de Sici-
lia, despiertan el orden espiritual y
esconden sugerencias para diferentes
momentos de la vida. Como Javier
mismo, encuentran siempre en los fe-
nómenos naturales la huella de Dios.
Sicilia elige los colores orgánicos
que acompañan la vida comunitaria,
que saben la muerte. Crea libros en-
trañables que, como los íconos, ter-
minan presidiendo las fiestas y la
historia de nuestras familias, que en-
vejecen con nosotros y nos acompa-
ñan en la oración, en el naufragio y
en el exilio.
Sobrevivientes al tiempo en que el
arte comenzó a soñar la eternidad, los
íconos saben también morir, confia-
dos en una promesa. Decretada su
muerte (se dice: “esta tabla fue un
ícono”), se purifican y se transforman
en el fuego para resucitar en el óleo,
para llevar a los afligidos el consuelo,
para ungir.
Más que una obra artística cual-
quiera y a diferencia de cualquier
otra, los íconos son hermanos del cris-
tiano: se reconocen imitadores, inclu-
so caricaturas, de Jesús. Están hechos
de la danza de la libertad y la gracia.
Reflejan incluso su expresión comu-
nitaria: la tensión entre la institución
y el carisma, esa confrontación de la
que surge la historia. La dialéctica in-
finita del rey y el profeta.
De esa misma tensión y de esa
cuerda, que no rehúye lo trágico, está
hecha la obra de Sicilia.
Por eso le duele tanto la prostitu-
ción de la palabra y la degradación de
los símbolos, la canción que ha olvi-
dado su feliz parentesco con el Sal-
mo, las prácticas otrora precursoras
del encuentro que, crecientemente, se
desencarnan. Los sacramentos que se
terminan administrando. Cuestiona la
perversidad de la abstracción, la ne-
cesidad de las instituciones, la del or-
den jurídico.
Lamenta que la propuesta cristiana
se confunda con la moral burguesa, le
aterran los mercados que no duer-
men y la hospitalidad institucionaliza-
da de los hospitales.
Denuncia a quienes reducen la vi-
talidad evangélica a un código y la
pasión a un canon, a los profesio-
nales que planifican la vida social
y a los que la diseccionan, como a
una rana, para su estudio. Protesta
contra quienes buscan civilizar lo
comunitario, contra los que redu-
cen la sexualidad a un camino pa-
ra recuperar la homeostasis
corporal y hacen de su misterio
una mercancía.
Lamenta —hasta adquirir tonos
escatológicos, políticamente inco-
rrectos— la desacralización de Oc-
cidente: un universo simbólico que,
en el transcurrir de los siglos moder-
nos, degeneró en idolatría.
De no ser tan escandalosamente
occidental (no cualquiera lleva la ma-
fia en su apellido), sería tal vez el más
rabioso de los iconoclastas, el asceta
budista o el creador de haikús que to-
davía sueña ser.
Recordemos que, entre las grandes
tradiciones monoteístas, sólo la cris-
tiana atiende a la riesgosa vocación
de crear imágenes de la divinidad,
que tantos creyeron idolátrica. Aun
en el cristianismo, las iglesias orienta-
les fueron más escrupulosas en esto
que la Romana. Rechazaron las escul-
turas, por considerarlas llenas de su-
gerencias corporales y propicias a la
idolatría. Se mostraron incluso re-
nuentes a la manera como, tras la caí-
da de Constantinopla, su misma
tradición iconográfica evolucionó en
Venecia y en occidente todo.
Pero ni la idealización de Sicilia por
la comunidad perfecta (a la manera
de Lanza del Vasto), ni su recurrente
nostalgia de un tiempo —¿el medie-
val?— en el que la encarnación hubie-
ra sido plena, lo salvan de ser
contemporáneo. Es, muy a pesar su-
yo, hijo de la modernidad herida, del
existencialismo, del monstruo carte-
siano, del occidente y el Vaticano II.
Si en los albores de la modernidad
El Greco advirtió, con dolor, la desa-
cralización de Occidente, en su ocaso
autores como Javier Sicilia, igualmen-
te limítrofes, la denuncian de manera
radical. El Greco sin embargo fue re-
conocido como maestro y precursor
por los impresionistas y sus herede-
ros. Javier, por su parte (guardada la
proporción), comienza a ganar peso y
reconocimiento de toda una genera-
ción de posmodernos que, como ta-
les, se resisten a la sofisticada
seducción racionalista y claman espi-
ritualidad.
De ello da testimonio tanto la in-
creíble fidelidad de sus lectores como
los recientes premios y reconocimien-
tos de los que ha sido objeto. No so-
mos pocos los que, en él y en los de
su raza, hemos reconocido la nuestra
propia. ~


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