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Caminos hacia la democracia. ¿Gradualismo o inmediatísimo?
Este País | Histórico | José Antonio Crespo I | 22.09.2009 | 0 Comentarios

Uno de los muchos puntos del debate político que no goza de consenso es el relativo al ritmo con que deberían hacerse los cambios en materia política, con el propósito concreto de alcanzar por la vía pacífica una democracia digna de ese nombre. Ese aspecto de la discusión se vincula específicamente con la diversidad de estrategias que surgen en torno al proceso posible de reforma política, que a su vez son reflejo de la peculiar estructura de nuestro sistema político: se trata de un autoritarismo altamente institucionalizado, bastante flexible e incluyente, que fue capaz de incorporar dentro de su dinámica un proceso de constantes cambios, marginales y superficiales si se quiere, pero suficientemente eficaces para prolongar su dominación durante décadas, preservando al mismo tiempo su esencia autoritaria.

El problema de los ritmos en el proceso político divide al menos en dos campos a quienes en principio pugnan por la instauración de la democracia en México. En primer término, están los que sugieren que para lograr ese tránsito es menester remover de raíz el complejo institucional del actual régimen, como condición sine qua non para instaurar una democracia. Para esa corriente no hay razón por tanto para esperar más tiempo para que la democracia empiece a operar ya.

Según esta postura, las fuerzas políticas de oposición deben hacer lo necesario para remover cuanto antes al régimen, incluyendo la destitución del partido oficial, y diseñar e imponer las bases de la nueva democracia, proyecto que a veces incluye el surgimiento de nuevos partidos, distintos a los ahora existentes.

Por su parte, el campo contrario, el de los gradualistas, supone esa vía de transición como sumamente riesgosa para la estabilidad del tránsito democrático, y para la continuidad y eficacia del subsiguiente orden político. Por lo mismo, apoyan una transición gradual, cuidadosa, que preserve lo que haya que preservar del “antiguo -pero vigente- régimen” para garantizar la seguridad política del proceso, tanto de instauración como consolidación de la nueva democracia.

Los “inmediatistas” consideran que la democracia dentro del orden vigente, y con el PRI a la cabeza, es imposible. Los gradualistas consideran que un tránsito pacífico sin el PRI es impensable, o muy poco probable. Analicemos los fundamentos y argumentos de ambas posturas.

La institucionalidad priísta como obstáculo a la democracia
El sofisticado y vasto aparato institucional del régimen mexicano, que le ha permitido un margen mayor de apertura y flexibilidad en relación con otros autoritarismos más rígidos, se ha convertido quizás en uno de los principales obstáculos para alcanzar una genuina democratización, pues provee a la élite gobernante de una enorme variedad de recursos para aminorar, desviar, desactivar, desacreditar o asimilar la presión ciudadana en favor del cambio político, así como movimientos y protestas derivados de problemas particulares.

La represión, que ciertamente no ha estado ausente del proceso político mexicano, ha podido reducirse en relación con los autoritarismos típicos, y sólo utilizarse como recurso de última instancia, cuando los otros dispositivos de seguridad estatal han fracasado. Todo ello ha hecho que la presión democrática haya sido más tenue y lenta en su aparición, que en el caso de otros regímenes más esclerotizados que el mexicano. La lentitud e incertidumbre de la transición mexicana se deben básicamente a ese carácter institucional y relativamente flexible del régimen político.

Al mismo tiempo, dicha institucionalidad política genera costos mayores en el proceso de desmantclamiento del autoritarismo, pues de otra forma el paso a la democracia puede hacerse casi de manera automática. La ausencia de instituciones hace más fácil el tránsito. De ahí que la institucionalización del régimen priísta, fundamento y resultado del aperturismo gubernamental iniciado hace décadas, se constituya como un freno y una traba al proceso democratizador.

Esa es la razón de que muchos observadores y analistas consideren como un prerrequisito democrático la superación (es decir, desmantelamiento) de dicha institucionalidad autoritaria, aunque sea flexible y sofisticada (precisamente por serlo). El costo y el riesgo de tal empresa puede ser muy elevado, dado que detrás de la institucionalidad priísta se albergan múltiples y poderosos intereses, que ciertamente no claudicarán sin dar una dura batalla de sobrevivencia. Cierto, dicen quienes proponen el total derrocamiento del régimen: pero ese costo es el que debe pagarse, y ese riesgo es el que ha de asumirse si lo que se desea es la instauración de una auténtica democracia. Mientras siga en pie el aparato institucional del autoritarismo, sostienen, incluyendo desde luego al partido oficial, no podrá erigirse un orden democrático eficaz en México.

La institucionalidad priísta como base de la transición
Sin embargo, la institucionalidad del régimen actual podría ser modificada parcialmente, en lugar de ser desmantelada del todo, de manera que dejara de representar un obstáculo inamovible para la reforma democrática. Ello, de ser posible, reportaría dos ventajas no despreciables. Por un lado, podría evitar el costo y el riesgo asociado a su total desmantelamiento. Y en seguida, las instituciones debidamente reformadas podrían dar sustento también a la nueva democracia, para que ésta no partiera de cero: la institucionalidad priísta cambiaría, por decirlo así, de amo. Dejarían de servir al autoritarismo para ponerse al servicio de la democracia.

Las democracias que surgen de un vacío institucional suelen tener mayores problemas de estabilidad, pues deben caminar un largo trecho y enfrentar grandes desafíos antes de poderse consolidar. La ausencia de instituciones previas al cambio (o su radical debilitamiento) abre el campo a un escenario de jalóneos y confrontaciones entre los actores políticos (por muy democráticos y civilizados que sean), que suelen poner en riesgo al nuevo orden. Muchas de las recientes democracias en América Latina dan buena cuenta de ello.

Desde esa perspectiva, lo que en principio parece idóneo es intentar una reforma de las instituciones del régimen, suficientemente profunda para que abra paso a una democracia eficaz, pero contribuya a mantener la estabilidad durante ese difícil tránsito, y proporcione una base mínima suficiente para dar continuidad al nuevo orden. La remoción radical de la institucionalidad priísta ciertamente dejaría el campo abierto para diseñar a detalle una nueva democracia, que en principio podría arrancar sin los famosos “enclaves autoritarios”. Pero tanto el proceso mismo de ruptura institucional (aunque no fuese violento, sino de “terciopelo”, con ocurrió en algunos países de Europa Oriental), como el vacío institucional consecuente, representarían un grave riesgo de ingo-bernabilidad y desconcierto político. La experiencia reciente de los múltiples regímenes de partido único, que sufrieron una ruptura institucional de ese tipo, así lo sugiere.

La reforma del PRI
Evidentemente, si se asume que conviene hacer la transición dentro del actual régimen -con el PRI y no contra él- ello supone que este partido tendría que realizar las reformas necesarias para actuar como un verdadero partido, en un contexto democrático y competitivo.

Se ha hablado de que la reforma clave para la democratización del sistema político radica en la democracia interna del PRI, de modo que pueda ajustarse a las necesidades y aspiraciones de la democracia partidista. En realidad, la importancia de la reforma interna del partido oficial en la transición ha sido exagerada, incluso por el propio PRI, probablemente para desviar la atención sobre dónde radica la transformación verdaderamente pertinente.

Desde luego, al hablar de democracia se viene a la mente la existencia de partidos internamente democráticos, es decir, diseñados para elegir desde abajo a sus dirigentes y candidatos a puestos de elección popular.

Pero ese cambio en sí mismo parece ser más una consecuencia que un requisito de la democratización política del régimen. Al verse obligado el PRI a competir en condiciones de equidad frente a otros partidos, lo que más le convendría sería democratizar en algún grado significativo sus procesos internos, tanto para extraer hombres con capacidad de triunfo, como para establecer las bases de una convivencia civilizada al interior del partido. Pero incluso si no lo hiciera, la democracia electoral podría funcionar mal que bien. En efecto, son muchas las anomalías internas de los partidos en las democracias reales -aunque no tantas como las observadas en el PRI- y ello no vulnera mortalmente la eficacia democrática del régimen político global.

La verdadera reforma que requiere el PRI para obtener triunfos creíbles, legítimos y por ende estables, es su separación respecto del Estado, de modo que pueda competir realmente sobre una base de equidad con sus rivales. Técnicamente no hay tanto problema para realizar esa transformación. El problema es, evidentemente, de orden político. Es la resistencia oficial a perder las plazas que inevitablemente se tendrían que perder en tales condiciones, para obtener plena legitimidad en sus verdaderos triunfos. También cuenta la falta de confianza del PRI en sí mismo, y en su capacidad para ganar lo esencial del poder en condiciones democráticas. Eso es, evidentemente, lo que retrasa el cambio.

En el momento en que el PRI adquiera la seguridad suficiente para competir en condiciones democráticas, el régimen se convertiría en uno de partido dominante, al estilo del vigente en Japón, Italia, Suecia o India. Desde luego, tendría que hacer el esfuerzo y los ajustes necesarios para ganar la mayoría de votos en las nuevas reglas, pero eso es algo perfectamente posible si el gobierno toma las medidas políticas adecuadas y, sobre todo, dentro de un tiempo determinado. Si espera demasiado para emprender tal reforma, y aceptar de lleno el inevitable reto democrático, no podrá, aunque lo intente, conservarse en el poder por la vía electoral. En todo caso, a estas alturas tendría ya que percatarse de que ese desafío es inescapable. Ya no es posible prolongar la situación que le permitió al PRI ser un partido hegemónico. Los sucesos recientes en materia electoral lo demuestran de sobra. Lo mejor que puede hacer el partido oficial -de hecho, lo único razonable- es buscar lo antes posible su transformación en un partido dominante, en condiciones democráticas.

En caso de realizar a tiempo la reforma que lo convierta en un verdadero partido competitivo, el PRI habrá dado un paso importante para la transición democrática en el país, por una vía que no resulte tan costosa, ni al partido ni al país. Eso, debido a que el PRI podría conservar lo más sustancial del poder, si bien habría de renunciar al carro completo, que ya no cabe en el esquema de la dominación democrática. Y a la nación le abriría la posibilidad de transitar a la democracia por una vía más estable y segura.

La opción del partido dominante representa una forma gradual, pero eficaz de aterrizaje a una auténtica democracia. Puede verse como un punto intermedio entre el autoritarismo hegemónico, vigente en México desde hace décadas, y la democracia plenamente alternante, en la que la oposición podría acceder realmente al poder sin desatar una crisis política de graves consecuencias. El paso drástico de uno a la otra es riesgoso. Convendría intentar ese punto intermedio de transición, como una buena alternativa de conciliación política en el país.

¿Gradualismo autoritario o gradualismo democrático?
La corriente “inmediatista” o “rupturis-ta” desconfía del gradualismo en general, no sólo debido a una apreciación distinta de las cosas, sino por razones ideológicas. El gradualismo ha sido utilizado largamente por el régimen para postergar la democratización. Y precisamente las razones aquí apuntadas en favor del gradualismo, es decir, la estabilidad y la preservación del orden, aparecen constantemente en el discurso oficial para justificar la lenta cadencia de los cambios políticos. De esa forma, se ha podido presentar desde hace décadas como un proceso de democratización lo que en realidad ha sido uno de “liberali-zación”, es decir, una estrategia de cambios graduales y más bien superficiales, destinada a preservar y no a transformar, la esencia autoritaria del régimen. El objetivo fundamental de la liberaliza-ción es sustituir, más que propiciar, una auténtica democratización.

El proceso de liberalización aplicado en México ha sido de los más exitosos -si no es que el único-, en relegar la democracia indefinidamente. Es más, una de las características esenciales de nuestro régimen político es precisamente el haber institucionalizado el cambio superficial de manera permanente, para atrasar el momento decisivo de entrar de lleno a la democracia. Esas ligeras reformas han podido ser presentadas por el régimen comogenuinas aproximaciones hacia la democracia. Ello le ha permitido preservarse durante tanto tiempo sin haber sido derrocado, y evadiendo la necesidad de instaurar una democracia verdadera. El secreto de esa maniobra se debe en parte a las bondades inherentes del gradualismo, que ha sido utilizado por el régimen para su beneficio propio, y aceptado como válido por buena parte de la ciudadanía durante mucho tiempo. Todavía son hoy muchos los ciudadanos que, al parecer, prefieren una vía cauta, no muy rápida, hacia la democratización.

Tienen razón, los que desean el acceso inmediato a la democracia pluri-partidista, en sospechar del gradualismo como una postura que busca postergar la democratización. Sin embargo, habría que distinguir entre un gradualismo oficialista, al servicio de la continuidad del autoritarismo, y otro que, buscando la democratización auténticamente, recela de los cambios drásticos a partir de las condiciones concretas, tipo de régimen, e historia nacional (y a la luz de las dificultades derivadas de una rápida transición política en muchos de los países que recién la experimentaron). Al primero podría denominársele “gradualismo autoritario”, para distinguirlo del segundo, el “democrático”. ¿Cómo distinguir uno cVl otro? Es evidente que incluso los gradualistas autoritarios siempre se presentarán públicamente como democráticos. Y también es posible que algunos gradualistas auténticamente democráticos sean tildados de “autoritarios” por parte de los inmediatistas, o de otros gradualistas democráticos. En efecto, la línea divisoria entre ambos tipos de gradualismos aunque analíticamente pueda ser comprendida sin dificultad, resulta sumamente borrosa en la práctica.

El gradualismo democrático tiene además la desventaja de no poseer un único patrón temporal en su propuesta, de modo que incluso entre quienes auténticamente buscan la instauración de la democracia en México, surgen divisiones respecto a cuánto tiempo sería prudente esperar antes de dar el paso decisivo. El rango podría ir de seis a 20 años, por ejemplo. A los ojos de los menos pacientes, los demás gradualistas aparecerían como francamente sospechosos de pertenecer al bando de los “liberalizadores”, es decir, gradualistas autoritarios.

Sin embargo, es posible fijar un criterio razonable para distinguir al gradua-lismo democrático, más que por el tiempo que se tomara la reforma, por el tipo de medidas aplicadas en materia política: a partir del efecto que previsiblemente podrían tener las políticas gubernamentales en términos de la democratización del régimen.

El gradualismo democrático podría concebirse como aquel que busca la transformación del régimen de partido hegemónico a otro de partido dominante, pero en condiciones democráticas. Ese paso puede considerarse, en sí mismo, como uno intermedio entre el autoritarismo y la democracia alternante, entre la hegemonía de un partido y el multipartidismo efectivo. Por lo mismo, es consecuente con un proceso gradual, pero auténtico, a la democracia. De modo que las reformas que conducirían por ese trayecto gradual, son aquellas que equilibran la competencia entre los partidos, fortalecen a las autoridades electorales y les imprimen credibilidad y autonomía. Las reformas que no van en ese sentido pueden considerarse como parte del gradualismo, pero no democrático, pues se ubican con claridad en la larga y eficaz tradición “liberalizadora” del régimen priísta.

Los cambios aplicados por el actual gobierno en materia político-electoral difícilmente pueden ser considerados como parte de un gradualismo democrático, y más bien se ubican en el de corte autoritario. El reconocimiento de los triunfos panistas en Baja California y en Chihuahua evidentemente se acercan más al esquema de gradualismo democrático, y sin embargo dejan algo que desear: no fueron decididos sólo en función de la voluntad ciudadana, sino del beneficio estratégico para el régimen. Por eso es que otros posibles triunfos de la oposición -Guanajuato, San Luis Potosí y Michoacán- no han sido aceptados. Su reconocimiento -o en su defecto, la anulación legal de los comicios- no respondía a la lógica gubernamental. Y aunque la respuesta oficial ante la inconformidad ciudadana en esos casos no fue la represión, como antaño, sino la deposición de los gobernadores impugnados, ese tipo de “soluciones” más que a un sistema de partido dominante, llevan a la descomposición de los partidos y la falta absoluta de credibilidad en las autoridades electorales. Conducen no a la democracia, ni siquiera de manera gradual, sino a un panorama de conflictividad, confrontación y, cventualmente, de ruptura institucional. Mientras el gobierno no suelte las riendas del proceso electoral -y pueda seguir decidiendo quién gana, cómo y cuándo- estaremos todavía en el ámbito del partido hegemónico -del gradualismo autoritario- y no nos adentraremos en el tránsito hacia un sistema de partido dominante -el gradualismo democrático.

Así pues, un punto de conciliación entre el inmediatismo democrático -que busca la drástica caída del régimen priísta- y el gradualismo liberali-zador -que pretende retrasar tanto como sea posible la entrada a la democracia- se encuentra en un sistema de partido dominante, en el que el PRI podría seguir en el gobierno federal, pero compitiendo en condiciones de equidad -un gradualismo democrático-. Los cambios que se requiere efectuar para ello no pueden esperar demasiado, pues de nuevo se caería en el gradualismo liberalizador, cuyos únicos desenlaces posibles, hoy en día, son la ruptura o la involución política. Paradójicamente, los gradualistas autoritarios, al intentar prolongar la hegemonía priísta, están actuando en favor de los pronósticos rupturistas de la corriente inmediatista, en los que seguramente todo mundo saldría perdiendo, y en perjuicio del único gradualismo que puede realmente desembocar en un tránsito pacífico y estable, pero genuino, a la democracia.

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