La mecánica del cambio político en México. Elecciones, partidos y reformas, de R. Becerra, P. Salazar y J. Woldenberg (Cal y Arena, México, 2000)
ESTE LIBRO ES sobre todo el intento de ofrecer una suerte de topografía de la transición política en México durante el periodo 1977-2000, o más aún, un mapa donde sea posible identificar la confluencia de las varias rutas de la transición política mexicana a la democracia. Frente a la debilidad o insuficiencia de las brújulas y mapas que la «transitología» convencional en el mundo propuso para estudiar las transiciones políticas del autoritarismo a la democracia en Europa del este
Texto leído en la presentación del libro en el Paraninfo «Enrique Díaz de León» de la Universidad de Guadalajara, el 5 de diciembre de 2000. El autor es doctor en ciencia política por la FLACSO-México y profesor-investigador del CUCEA-Universidad de Guadalajara.
y en América del sur en los años ochenta y al principio de los noventa, al calor de la tercera ola de democratización en el mundo, este libro se propone sobre todo aportar evidencia empírica de la especificidad, ritmos y tensiones del tránsito del semiautoritarismo político mexicano a la liberalización y democratización del régimen político en las últimas dos décadas. Ya se sabe que el régimen político posrevolucionario dominado por el PRI, a diferencia del régimen de Pinochet en Chile o de Ceaucescu en Rumania, nunca fue un régimen totalitario, ni autoritario, ni la dictadura perfecta de la que habló alguna vez, en una de sus múltiples ocurrencias políticas, el gran novelista Matio Vargas Llosa, sino un régimen híbrido que mezclaba arrítmicamente, y finalmente de manera contradictoria, la conducción autoritaria con el ejercicio limitado de ciertas libertades democráticas. Esta caracterización del régimen semiautoritario o semidemocrático mexicano nunca pudo encajar bien en los libretos que los transitólogos foráneos y nativos aplicaron a la realidad política mexicana.
El supuesto duro del libro es que la transición política mexicana no puede entenderse solamente como un conjunto de transformaciones en la esfera político-electoral, sino como resultado de un proceso de transición múltiple que, en las esferas económica, social y cultural, fue transformando gradualmente el perfil de los reclamos, intereses y actores de la sociedad mexicana de fin de siglo. En otras palabras, que la transición política a la democracia en México fue un producto específico del largo proceso de modernización que en varias olas o ciclos había experimentado la sociedad mexicana desde finales de los años sesenta. Uno de los puntos centrales de esta ola modernizadora es el movimiento estudiantil de 1968, que es considerado en la «Introducción» como uno de los puntos de quiebre, que finalmente se convirtió en un punto de no retorno del viejo autoritarismo político surgido de la Revolución mexicana y del inicio de un reclamo democratizador extenso en varios círculos y zonas de la sociedad.
En medio de una abundante literatura -donde el concepto de transición nunca es explicado, o que cuando se le usa se le da una acepción peyorativa o inocua, que indica que bajo el empleo indiscriminado de «transición» anything goes, todo se vale, lo que la convierte en una típica catch-all word que ha servido lo mismo para explicar la alternancia política, la transmisión administrativa del Poder Ejecutivo, o la composición del Legislativo-, el libro propone una definición operativa de lo que no es la transición: no es una revolución, no es tampoco la imposición de un poder externo a los actores políticos, no es una transformación centrada en los personajes y en los caudillos. Por el contrario, la transición es un tipo de cambio político gradual, negociado y centrado esencialmente en las reglas del juego político, las que regulan la acción colectiva de los actores políticos. Pero además, en el caso mexicano, la transición siempre se centró explícitamente en un esfuerzo intencionado por evitar la violencia, un acto deliberado asumido por los principales actores políticos del proceso.
Contra los transitólogos ortodoxos, o los seudotransitólogos de ocasión, que arrojaron varias monedas falsas al flujo intenso de intercambio de ideas y ocurrencias que dominaron el clima público de la transición política mexicana, este libro ofrece como alternativa una rigurosa descripción de las relaciones entre las variadas tensiones políticas, las reformas electorales y los resultados en la conformación de la representación política que configuraron paso a paso nuestra peculiar transición. Fue un movimiento continuo en busca del perfeccionamiento de las condiciones y reglas de la competencia política entre los partidos, donde lo que importó, fundamentalmente, fue el desarrollo equitativo de la competencia misma, no la eliminación ex-ante de alguno de sus jugadores. Tal vez ello explique por qué los principales actores del largo juego político centrado en las elecciones no aventaron el tablero de los acuerdos alcanzados al perder una elección local o federal, y que cuando perdieron se quedaron aguardando el siguiente turno de los comicios estatales o federales. Y tal vez ello explique también, entre otras cosas, por qué el triunfo de Fox el 2 de julio fue un evento antielimático, que en nada se pareció a la culminación de la revolución de terciopelo de Havel en Praga o al regreso a la democracia con Alfonsín, en Argentina. El hecho es que, a diferencia de los reestablecimientos democráticos o la instauración de nuevas democracias, en México la elección de un candidato triunfador de un partido de oposición al PRI en julio de este año fue posible porque ya contábamos con un régimen electoral democrático desde 1997. Este libro nos narra la historia singular de este proceso.
Una transición a seis tiempos
A lo largo de seis capítulos y una larga introducción (que en realidad es otro capítulo), los autores nos ofrecen un panorama completo del timing de la transición política mexicana, que es periodizada en seis grandes ciclos o momentos y cuyo eje analítico y empírico es la ruta de las reformas jurídicas y constitucionales dirigidas a incrementar progresivamente la centralidad de los procedimientos político electorales en la transición mexicana. El primero, que va de 1977 a 1986, arranca con la promulgación de la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (que sustituye a la Ley Federal Electoral de 1973) y que termina con la reforma electoral de 1986, que se expresó en la creación del Código Federal Electoral de ese año. El segundo, que corre de 1986 a 1989, implicó la creación de un nuevo CFE, que introdujo importantes reformas en aspectos como la integración de la Cámara de Diputados o la creación de la Asamblea de Representantes del DF, que conduciría, alrededor de 1997, entre otras cosas, a la realización de un proceso electoral para elegir al Jefe de Gobierno en el DF, y en este año 2000 para elegir también a los delegados del Distrito Federal.
El tercer momento es el que ocurre entre 1989 y 1990, cuando se crea el Instituto Federal Electoral (IFE), como la expresión del nuevo arreglo institucional que la experiencia acumulada y los reclamos de los actores partidistas habían formulado y «tematizado» a través de los comicios federales y estatales de la década de los ochenta, particularmente después de la agitada y cuestionada elección presidencial de 1988. Con la aprobación del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales en julio de 1990, se «inventa» el IFE, como organismo autónomo que intentaba combinar la legitimidad política y la eficacia electoral, para convertirse en una autoridad federal incuestionada en el ámbito de los procesos electorales. La arquitectura institucional del IFE tuvo desde sus inicios una estructura bifronte: un consejo general que supervisaba las acciones del Instituto y que servía de órgano político de deliberación y representación de los partidos y consejeros electorales, y una estructura administrativa coordinada por una junta general ejecutiva encargada de todo lo relativo a las dimensiones técnica y logística de los procesos electorales.
Entre 1993 y 1994 ocurre el cuarto momento de la transición, cuando el asunto del financiamiento «se pone en primer plano», según el título que dan los autores al capítulo cuarto de libro, que se inspira a su vez en el de la ya clásica obra editada de Evans, Rueschemeyer y Skoc-pol de 1985.’ Aquí, la cuestión central, crítica, del momento es la discusión por el tema de la asignación y distribución de fórmulas de financiamientos a los partidos políticos, como el mecanismo que podría dar condiciones de equidad en la competencia política. Y ello cubrió varios temas de la primera importancia: acceso a los medios, control de las finanzas de los partidos, el fortalecimiento de la autoridad electoral mediante la integración de consejos locales y distritales (lo que podríamos considerar ahora como la «primera ola» de la «ciudadanización» del IFE), la presencia de observadores electorales en los comicios federales y estatales, etcétera.
La reforma electoral de 1994 es considerada como el quinto momento de la transición política mexicana a la democracia, que ocurrió en un contexto político acechado por el fantasma de la violencia política que desde Las Cañadas, en el sur de Chiapas, encabezaba el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (el EZLN), y marcado por el trágico asesinato del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, pero también provocado por el inminente proceso electoral federal donde se elegiría un nuevo presidente de la República. Tres temas, nos dicen los autores, dominaron la discusión de la nueva reforma electoral: «la calidad del padrón electoral, los partidos y la comunicación electrónica, y el gasto en las campañas de los partidos políticos (p. 334)». Luego de un intenso proceso de discusión y ajuste mutuo en las posiciones políticas de los partidos, el resultado fue positivo y sorprendente en vista de los nubarrones políticos del momento: cerca del 78% de los empadronados votaron, lo que fue sin duda un clarísimo mensaje de la ciudadanía en la apuesta por el cambio pacífico y gradual a través de las elecciones, y de la confianza en que las nuevas autoridades electorales comenzaban a inspirar en muchos ciudadanos.
El sexto y último momento o etapa del largo proceso transicional mexicano es ubicado en 1.996, cuando se reforma nuevamente la legislación electoral y se fortalece la autonomía política y jurídica del IFE al dejar el poder de decisión y supervisión de los comicios federales en nueve consejeros electorales nombrados por el Congreso de la Unión, ciudadanos sin afiliación partidista, lo que significó imprimir a un viejo reclamo de los partidos de oposición, una salida negociada y en positivo, donde el presidente del Consejo ya no era designado por el Presidente de la República o por el Secretario de Gobernación. A partir de este momento, con la plena autonomía del IFE del gobierno federal, y con la experiencia acumulada tras varias experiencias de alternancia política regional y muchos años de negociación y acuerdo entre los partidos y varias organizaciones de ciudadanos, el proceso electoral fortaleció su centralidad en la larga ruta de la transición política mexicana. Como señalan los autores en una de sus conclusiones: «…la mecánica electoral ha echado a andar una serie de cambios que son difícilmente reversibles: fortalece a los partidos políticos, aumenta su capacidad competitiva, conquista cada vez mayores espacios legislativos y de gobierno, y desde ahí se impulsan nuevas reformas electorales que vuelven a fortalecer a los partidos y que mejoran las condiciones de su desarrollo y de su convivencia (p. 477).»
Más allá de las elecciones
Quién quiera encontrar en este libro las causas que originaron el derrumbe del PRI, muy seguramente no las encontrará. Quien busque también aquí las fuerzas y elementos que originaron el ascenso del PAN o el errático comportamiento electoral del PRD, también se equivocará de libro. Tampoco quienes están convencidos de que el desplazamiento del PRI en la Presidencia de la República significa el comienzo de la era democrática nacional, encontrarán en este libro una fuente de información que corrobore sus prejuicios y creencias. El texto de Becerra, Salazar y Woldenberg no pretende afirmar a nadie en sus certezas o prejuicios, sino sobre todo ofrecer varias ventanas de análisis al barroco y grisáceo mapa de las interacciones políticas entre los procesos electorales, la conformación del sistema de partidos y las reformas institucionales que conformaron el subsuelo político sobre el cual se construyó la peculiar transición mexicana a la democracia.
Tal vez una clave de lectura útil del libro es analizar los complejos esfuerzos por estabilizar las diferencias políticas e ideológicas en arreglos institucionales centrados en los procesos electorales, a través del entendimiento del doble esfuerzo que los actores políticos de la transición hicieron para interpretar políticamente los acontecimientos del momento y legislar normativamente los conflictos emergentes y potenciales. Es decir, los protagonistas de las múltiples acciones de la transición jugaron un doble papel: como intérpretes y como legisladores, el primero en un esfuerzo por traducir el zeitgeist democrático de la época en ideas pertinentes y viables en el contexto transicional mexicano, y por otro lado, para producir un conjunto de normas, reglas e instrumentos de política electoral que marcaran el horizonte de las interacciones y los conflictos políticos en cada momento. En otras palabras, se trataría de explicar cómo esa doble función de los actores políticos e intelectuales del momento, de interpretar y legislar, fue una de las dimensiones profundas y constantes para hacer que las ideas, como decía el viejo y sabio Weber, sirvieran como los guardagujas en las vías donde corre el pesado tren de los intereses, y la manera en que esas interpretaciones colectivamente significativas se expresaron en leyes y códigos que imprimieron orden y sentido a la ruta electoral.
Sin embargo, también quedan algunas interrogantes que tal vez los autores de este libro nos puedan contestar en otros textos posteriores, y que tal vez pudieran verse como una suerte de «lado oscuro de la transición, es decir, el lado de las tensiones y bloqueos que pudieron echar a perder en varios momentos críticos la centralidad de los procesos político electorales en México. Me refiero a las «externalidades» de la dimensión electoral, que pusieron en tensión en varios momentos la capacidad de negociación y acuerdo, externalidades como la crisis económica de 1982-1989, la crisis financiera de 1994-1995, el alzamiento neozapatista de 1994, el e perrista de 1997 en Guerrero y Oaxaca, el asesinato de Colosio, las concertacesiones poselectorales reales o imaginarias que se sucedieron en la década de los noventa en varios municipios y estados del país y que amenazaron con desinstitucionalizar el juego político democratizador. Pero también me refiero a las tensiones en los patios interiores del IFE, de la mecánica de los acuerdos y los desacuerdos entre los consejeros electorales y los representantes de los partidos, los conflictos de visiones y la valoración de la función del IFE, entre aquellos que lo veían como un actor con intereses propios en la transición política y quienes siempre lo entendieron como un arbitro de la contienda entre los partidos políticos. Por supuesto, en el libro se mencionan algunos de estos elementos, pero quizá nos hagan falta tiempo y condiciones para conocer esa otra historia de la transición mexicana, la que tiene que ver con los pasajes más secretos y delicados de nuestro tránsito del semiautoritarismo a la democracia. Los autores han mirado desde un ángulo privilegiado estas cuestiones y tal vez, en un futuro no tan remoto, escriban otro libro que nos permita conocer con objetividad y rigor esa otra dimensión de nuestra transición política y de los desafíos presentes y futuros que ponen en riesgo lo alcanzado en estas dos últimas décadas de cambio político en México I
Nota
1 Me refiero al libro coordinado por estos autores, Bringing the State Back ¡n (Cambridge University Press, Nueva York, 1985).