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El hombre que no sabía bailar. Las memorias de Coetzee*
Cultura | Claudio Isaac | 05.10.2009 | 1 Comentario

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La reticencia apuntala cualquier verdad literaria y el uso de la elipsis tensa las anécdotas. La discriminación de elementos crea un sentido de realidad más poderoso, mientras que la sugerencia e incluso la omisión poseen el don de acrecentar el peso de los hechos, igual que los silencios dotan de armonía a la partitura musical. Difícil no caer en la banalidad, la monotonía o la vanagloria encubierta cuando a la hora de rendir cuentas en una autoexploración, un gran escritor sucumbe ante la moda de “contarlo todo”, como si el mero cumplimiento de este mandato asegurara la trascendencia de un texto que necesariamente entraña una naturaleza confesional.

“En la secuencia de transgresión, confesión, penitencia y absolución […], la absolución equivale al fin del capítulo, la liberación del yugo de la memoria. Por tanto, la absolución es en este sentido la meta indispensable de toda confesión, sacramental o secular”. A partir de este razonamiento expresado por J.M. Coetzee en un ensayo incluido en Doubling the Point (1992) se podría prever que al abordar más tarde el género que se da en llamar “memoria”, el autor lo haría con todo el rigor que le despiertan las otras vertientes de la escritura, que para nada se trataría de un ejercicio de vanidad soterrada o capricho necio. No sobra recalcar que por más nimio que aparente ser lo que decide referir Coetzee, su prosa jamás abandona una clara calidad ontológica. El discurso es emitido desde un borde de riesgo donde los cánones de lo “políticamente correcto” son desatendidos a favor de lo éticamente profundo.

En los dos libros de memorias anteriores, Infancia (1997) y Juventud (2002), el autor expone los sucesos en tercera persona, de tal manera que queda introducido un él en lugar de un yo narrador, maniobra que, lejos de ser una mera extravagancia, le confiere a los libros una distancia que ahuyenta posibles veleidades y le asegura un pulso envolvente, cercano al de la ficción.

En la línea de argumentación de su propio personaje Susan Barton, la protagonista de la novela Foe (1987), quien aboga por la validez de contar una historia exenta de “extrañas circunstancias” —refiriéndose a los adornos que pudieran incrementarle el atractivo a un libro, desde La vida de los animales (1999) a la fecha—, J.M. Coetzee ha fomentado la austeridad en el contenido de su producción novelística, manteniendo bajo castigo el detonante anecdótico, despojando la trama de ornamento y desnudándola hasta los huesos, al grado de que hacia la culminación de Diario de un mal año (2007) se sospecha un canto del cisne, una despedida de la ficción con la que ya se coqueteaba en el epílogo de Elizabeth Costello (2003), donde retoma de Hugo von Hofmannsthal el tema de una “total renuncia a la actividad de las letras”. De paso convendría anotar que, a su vez, la producción de ensayos literarios de Coetzee tiende con los años a reducirse a semblanzas donde el amor por el tema se manifiesta indirectamente, tan sólo por la erudición; por lo demás son escritos progresivamente descargados de vehemencia, hasta alcanzar en algunos casos lo anticlimático de una ficha bibliográfica. Así, en las distintas áreas de su quehacer, el sudafricano nos intriga con la manera de avanzar hacia las exigencias de sus ideales estéticos, sin duda estrictos, sin duda robustos, pero para nosotros aún indescifrables como conjunto.

Así, de modo sorprendente, en medio de lo que se supone será una relación de hechos personal, resplandecen las herramientas recién afiladas de la ficción, como en su mejor momento: al regresar a la autorreflexión con este tercer volumen de memorias, los recursos literarios se despliegan, confrontando al lector con una propuesta rica y emocionante, de una eficacia inusitada: en Verano, el personaje central llamado John Coetzee ha fallecido, y el grueso del libro está conformado por dos secciones “rescatadas” de sus cuadernos de notas, la primera y la última, y en medio de éstas una serie de entrevistas realizadas por el joven Mr. Vincent, un biógrafo británico que basará su estudio monográfico en los recuentos de cinco personajes que tuvieron contacto con el novelista en vida (se aclara que Vincent nunca lo conoció y que pretende centrar su texto en los años 1972-1977, época formativa, cuando Coetzee aún no definía del todo su voz ni su rumbo creativo —es el lapso en que ha regresado a Ciudad del Cabo para cuidar a su padre viudo y enfermo.

El título mismo, Verano, contiene una carga doble de ironía, pues el autor recurre a una convención trillada para referirse a sus treinta y tantos años, el verano de su vida, y, por otro lado, lo que el libro recupera y revisa carece en absoluto de ese velo de nostalgia romántica que la voz verano (summertime) convoca en una acepción de lugar común como ésta.

Aunque la disposición del apócrifo contenido testimonial pudiera preverse como destinada a erigir un mausoleo egocéntrico, el resultado es muy distinto. En primer lugar, los episodios escogidos para ir dibujando un perfil son generalmente de naturaleza incómoda: malentendidos, enamoramientos (de él) no correspondidos, equívocos y roces de final agrio. Aunque significativos y tendientes todos al conflicto, la selección de pasajes biográficos en Verano parecería fortuita, casi barajada al azar. Dato curioso, que enlazo de manera antojadiza: reportes científicos recientes nos dicen que desde un aparato de resonancia magnética, un grupo de investigadores ha descubierto que la improvisación musical se genera en la misma región del cerebro que se utiliza cuando se escribe narrativa autobiográfica. Acaso esto nos hable de la dualidad entre diseño mental previo y asociación libre que se nivela a lo largo de este volumen curioso donde varias impresiones subjetivas y parciales nos dejan un retrato esencial. La efigie queda manifiesta aunque conserva en el claroscuro una zona de misterio, una reserva turgente.

Para dar una idea, enlistaré algunas de las cosas que nos informan los entrevistados de Vincent. Julia Kis, una ex amante, llama a John un “reprimido en el sentido más amplio”, y de paso lo califica de huesudo y andrajoso; considera que, por supuesto, en la herida nación del apartheid este individuo no embona, pero tampoco lo ve integrándose a ninguna otra comunidad, pues dice que es socialmente inepto. Su prima Margot, aunque se enternece con su figura, lo encuentra afectado y arrogante, una especie de sabelotodo rijoso, incompetente, infantil y ridículo; siente que lo define mejor la palabra en afrikaans slapgat: blando, sin columna vertebral. Por su parte, Adriana, bailarina brasileña que es madre de una alumna suya, lo llama “holandés enclenque” y lo ve como un solterón carente de hombría; para concluir, lo cataloga como un hombre descorporeizado, una mente sin relación con su propio cuerpo, un hombre que no sabe bailar. En algún momento se le considera un soñador, un utopista, y hasta se le concede que posee algunas buenas intenciones, aunque las expresa obtusamente. Un aspecto en el que concuerdan los cinco testimonios recreados es el de la obstinación. Entre líneas, el autor da la impresión de resignarse con esa dudosa virtud. (Que yo sepa, sólo en el mundo anglófono se identifica —por medio de una idiosincrasia idiomática— a los perros con la obstinación; el término que se usa es doggedness, cuya traducción literal sería “perruchez” o “perrudez”. Acaso Coetzee se conforma con tal expresión dado su amor a la especie canina, un apego tan conocido que el pensador Raimond Gaita le dedica un capítulo en su estudio The Philosopher’s Dog.) En esta tesitura prosiguen los criterios de las entrevistas, pero lo que emana de aquí con prontitud es inesperado y formidable: durante la mayor parte del desarrollo del libro, la persona de Coetzee pasa a un segundo plano, se convierte en un leitmotiv, sí, pero lo que domina es la presentación de los entrevistados como personajes en sí, detallados, profundos y vitales: algunos de ellos, al menos tres de las mujeres, que laten con corazón propio, quedarán entre los más memorables caracteres de la prole literaria del autor.

Con la lectura de Verano sin duda resonarían las palabras de Bioy Casares, cuando declaró: “Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”. En el fondo sentimental de este libro podrían encontrarse astillas del artilugio denunciado por Bioy. También se entendería la resolución de presentarse como un autor ya muerto a modo de conjuro, respondiendo a una superstición. Pero la severidad de la autoevaluación de Coetzee lo lleva, incluso, a lograr humor y ligereza en los momentos más ásperos, de tal manera que lo que nos termina conmoviendo realmente no son la fatídica nube gris ni el patetismo diagnosticado sino la gracia y sabiduría con que el hombre los asume. Ni conmiseración ni espíritu vindicativo aplicando un triunfalismo disfrazado (no soslayemos que décadas después del tiempo reseñado ganaría reconocimiento mundial y todo tipo de premios mayores). Ha llegado tan cerca de la médula que no es casual el hecho de que —a pesar de su magistral dominio del idioma inglés— recurra en repetidas ocasiones al uso del nativo afrikaans para expresar el matiz de una emoción recóndita. Ilustro lo dicho: al autor lo embarga el weemoed (una variante austral de la melancolía) al igual que a los babuinos, que ante el atardecer en las drowige vlaktes (llanuras tristes) reconocen su propia mortalidad y llegan a emanar unas cuantas lágrimas.

Hay defectos que a los escritores les gusta exhibir como muestra de una conciencia autocrítica —los favoritos son la obsesión del orden o ciertos grados de neurosis— pero suelen ser simulacros de contrición. Coetzee esquiva esa posibilidad y mira de frente lo ridículo, lo doliente, lo que puede causar mayor pudor o remordimiento. Nos lo muestra. Acepta con ironía pero no sin pesar. Nos ha llevado de la mano a lo largo de un proceso curativo, nos ha hecho espectadores de cómo alcanza lo más próximo a una absolución personal, y del sosiego resultante nos contagia. ~

Summertime ha sido publicada este mes en inglés por Harvill Secker (Londres). Su lanzamiento en castellano, bajo el sello de Random House Mondadori, se llevará a cabo en breve.

Una respuesta para “El hombre que no sabía bailar. Las memorias de Coetzee*”
  1. […] J.M Coetzee lanzó el año pasado Summertime y de inmediato The Guardian y todas esas revistas inglesas lo dieron como ganador del Booker. Sin embargo, ganó Hilary Mantel y Summertime entró en el olvido. Pero la fama del ganador del Nobel no se cambia por un premio menor como ese, y ya ha sido editado en español Verano, por la editorial Mondadori. Hasta ahora, no hay demasiadas críticas al libro, salvo esta, de la página Estepais. Pueden ver el link aquí. […]

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