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El DF en un abrir y cerrar de agua
Crónicas Del Asombro | Cultura | Mónica Lavín | 01.03.2011 | 0 Comentarios

Co­ra­zón de agua
Abro la lla­ve y no el gri­fo, co­mo lo lla­man en otros paí­ses, pues no­so­tros le he­mos ad­ju­di­ca­do otros atri­bu­tos a esa pa­la­bra. Y an­dar gri­fo tie­ne que ver con es­ta­dos al­te­ra­dos de la con­cien­cia, to­do lo cual ca­be en la ac­ción que em­pren­do. Abro la lla­ve, qué pa­la­bra más pun­tual pa­ra atar­me a mi ciu­dad, y la ciu­dad de­men­cial e iman­ta­da en la que vi­vo se me vier­te de a po­co en la tar­ja de la co­ci­na. Es­co­jo la co­ci­na por­que se acos­tum­bran ven­ta­nas pa­ra la­var los pla­tos su­cios y co­mo és­tos se de­ben la­var en ca­sa, co­mo los tra­pos, aquí en­tre nos les cuen­to que la abro con cul­pa. Ya no pue­do de­jar­la co­rrer co­mo so­lía cuan­do to­do so­bra­ba en nues­tro ina­ca­ba­ble Va­lle de Mé­xi­co: ho­ri­zon­te con vol­ca­nes, bos­ques cir­cun­dan­tes y sis­te­mas Ler­ma y Cut­za­ma­la y po­si­bi­li­da­des de re­car­ga del man­to acuí­fe­ro, que por cier­to es un bi­no­mio ver­bal que me en­can­ta por su su­ge­ren­cia de co­bi­jo.

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Foto tomada de Flickr/CC/emrank

Por eso abro la lla­ve y se me des­pa­rra­ma ese co­bi­jo-sus­ten­to-ori­gen de la ciu­dad la­cus­tre que ya no lo es, la ciu­dad de los ca­na­les que se eva­po­ró y que se vol­vió, en el me­jor de los ca­sos, ciu­dad de ave­ni­das, edi­fi­ca­cio­nes con gra­cia, par­ques, pla­zas, ca­me­llo­nes con ár­bo­les; en el peor, plan­chas de ce­men­to, cons­truc­cio­nes de ado­cre­to, vi­gas su­pli­can­tes, bo­te­llas co­mo tor­ni­que­tes en las pun­tas de ese me­tal es­pe­ran­za­do en el se­gun­do pi­so. Ciu­dad de se­gun­do pi­so, de sub­te­rrá­neo lo­do­so ho­ra­da­do por un Me­tro, de aguas dre­nan­do cu­ya pro­fun­di­dad se re­be­la en días de agua in­con­tro­la­ble. Ciu­dad se­ca, ciu­dad inun­da­da: pa­ra­do­ja que la con­tie­ne.

Abro la lla­ve y el Río Mag­da­le­na, que es el más cer­ca­no a la zo­na sur don­de yo vi­vo, ba­ja can­ta­ri­no y su­cio des­de los Di­na­mos. Que se aper­so­ne así, con el sim­ple he­cho de dar vuel­ta a una lla­ve re­don­da o den­ta­da o apa­lan­ca­da, co­mo aho­ra las di­se­ñan, me con­fir­ma la con­di­ción mon­ta­ño­sa de es­te va­lle con más de tres mil años de his­to­ria: el Ajus­co, “flor de agua” en ná­huatl, pa­ra más se­ñas; la Sie­rra de Chi­hi­naut­zin al sur; el Ce­rro de la Es­tre­lla y la Sie­rra de San­ta Ca­ta­ri­na en el orien­te; la Sie­rra de las Cru­ces y el mon­te del Te­pe­yac al nor­te, y el de Cha­pul­te­pec en el po­nien­te. Agua de al­tu­ra por­que no en va­no la mi­ro caer en es­tos 2,200 me­tros que nos dan el cli­ma que to­dos de­sea­rían, no im­por­ta cuán­to ca­lor se al­can­ce du­ran­te la pri­ma­ve­ra, ni cuán­to llue­va en el ve­ra­no, ni qué tan frío ama­nez­ca en el in­vier­no. El cli­ma tem­pla­do, que el pri­vi­le­gio de nues­tra al­ti­tud en fran­ja tro­pi­cal nos otor­ga, es ex­cep­cio­nal. ¿Quién se quie­re ir de aquí? Ciu­dad que nun­ca pa­ra, co­mo me lo hi­zo pen­sar mi hi­ja que cuan­do pe­que­ña pre­gun­tó en el Pe­ri­fé­ri­co: “¿Cuál es el pri­mer co­che, ma­má?”. Se­gu­ra­men­te se re­fe­ría al pri­me­ro que arran­ca, al que va ade­lan­te, co­mo si hu­bie­ra un mo­men­to pre­ci­so en que la ciu­dad se echa a an­dar.

Me­jor ce­rrar la lla­ve mien­tras en­ja­bo­no los pla­tos y vuel­ta a dar­le cuan­do ne­ce­si­to que esa agua fil­tra­da gra­cias a bos­ques, sie­rras, re­ser­vo­rios, pre­sas, sis­te­mas de con­duc­ción la lle­van a mí. Agua que no has de be­ber no la de­jes co­rrer. Ya Ne­za­hual­có­yotl en sus tiem­pos se preo­cu­pó de con­du­cir­la vía el acue­duc­to de Cha­pul­te­pec y el al­bar­dón que sal­va­ba de que agua dul­ce y sa­la­da se mez­cla­ran. Se vier­te en mis ma­nos el asom­bro de los fun­da­do­res le­gen­da­rios fren­te al is­lo­te don­de el águi­la de­vo­ra­ba la ser­pien­te so­bre el no­pal y de­ci­die­ron, a la vis­ta de los cin­co la­gos, que­dar­se pa­ra siem­pre. Pri­vi­le­gio de pri­vi­le­gios, dón­de iban a en­con­trar me­jor sus­tra­to que es­ta cuen­ca vol­cá­ni­ca y mon­ta­ño­sa, que es­te póquer la­cus­tre de aguas dul­ces y sa­la­das. Las unas pro­ve­yen­do de pe­ces blan­cos y pa­tos; las otras de cha­ra­les, ajo­lo­tes y mos­cos. Las unas apla­can­do la sed, las otras ofre­cien­do el mi­ne­ral. Co­me­to el hur­to al que me in­vi­ta el cho­rro del agua y, re­te­ni­da en la cuen­ca de mis ma­nos, la acer­co a la ca­ra pa­ra sos­pe­char el olor acuá­ti­co que des­pren­día Te­noch­ti­tlan con sus ave­ni­das car­di­na­les, con su trán­si­to de ca­noas, y lle­ga el aro­ma azu­fro­so del Po­po­ca­té­petl, cuan­do Cor­tés y sus hom­bres mi­ra­ron des­de Tla­ma­yas el ful­gor azul pie­dra del va­lle. Hom­bres he­chos a la ve­ra de los ríos, no ima­gi­na­ban que aquí el im­pe­rio se hi­zo en la­gos, is­lo­tes, ca­noas, una suer­te de ciu­dad flo­tan­te a pe­sar de la abru­ma­do­ra mo­li­cie de los tem­plos. Suel­to aquel pu­ño de agua por­que pre­sien­to el olor a san­gre an­ti­gua: sa­cri­fi­cios y sa­cri­fi­ca­dos por una gue­rra de do­mi­nio. Y por­que tam­bién sé que esa agua lle­va san­gre de muer­tes se­cre­tas en las ca­ña­das de los ce­rros, cuer­pos arro­ja­dos al ca­nal del de­sa­güe, lí­bra­nos se­ñor de esa agua mal­di­ta, vol­va­mos al man­to freá­ti­co, a las re­mi­nis­cen­cias flu­via­les en los nom­bres de las ca­lles. Gi­ro de nue­vo la lla­ve y se vier­te un Río Chu­ru­bus­co, La Pie­dad, Los Re­me­dios, Con­su­la­do y los ves­ti­gios la­cus­tres de la ciu­dad hoy: Xo­chi­mil­co, la más cla­ra me­mo­ria de quié­nes fui­mos, te­ji­da la tie­rra so­bre el agua, los rá­ba­nos cre­cien­do de­sa­fo­ra­dos en­tre el de­tri­to or­gá­ni­co de se­me­jan­te cal­do; Cue­man­co y sus mil ve­re­das; los hu­me­da­les de Tlá­huac y Mix­quic; Tex­co­co y su re­co­bra­do es­pe­jo de agua, el más asom­bro­so tal vez, por cuán­to a la ve­ra de su ba­jo y trans­pa­ren­te fon­do po­día cre­cer en la sa­li­ni­dad de sus aguas, por el ca­pri­cho cu­li­na­rio que se des­pren­dió de los mos­cos que lo ha­bi­tan, de los pe­ces pe­que­ños que en esas con­di­cio­nes cre­cen, del pas­to co­rreo­so que en sus la­de­ras se da de to­pes con el ro­me­ro oca­sio­nal y fes­ti­vo; Cha­pul­te­pec con su me­mo­ria de ma­nan­tial pri­me­ro. Veo en la cas­ca­da de agua que lle­na la tar­ja a Ma­xi­mi­lia­no re­co­rrer a na­do ese la­go ver­de que era el tras­pa­tio de su cas­ti­llo y lue­go a los ni­ños que fui­mos a in­ten­tar el re­mo y son­reír an­te la sor­pre­sa de te­ner un co­ra­zón de agua.

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