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El fin de los indocumentados
| Mario Guillermo Huacuja | 20.04.2011 | 0 Comentarios

En este texto, el autor describe el calvario que supone el paso por México para los migrantes centroamericanos que buscan llegar a Estados Unidos, para luego dar cuenta de la nueva Ley de Migración aprobada por el Senado de República y ahora en manos de los diputados.

Para los migrantes centroamericanos que atraviesan nuestro país en su largo camino hacia Estados Unidos, el paso forzoso por México es un calvario. En carne propia, saben que la famosa hospitalidad de los mexicanos hacia los extranjeros ha desaparecido por completo. En su lugar hay un rosario de abusos, chantajes, robos, secuestros y reclutamientos forzados a los ejércitos del crimen organizado.
Es un verdadero éxodo. Se calcula que cada año 300 mil indocumentados pasan por la frontera sur rumbo al norte.

Muchos de los que vienen de Honduras y El Salvador no alcanzan a pasar la frontera de Guatemala. En Alta Verapaz, una región colindante a la exuberante selva del Petén, los esbirros que operan como mensajeros de los Zetas los convencen con el arma al cuello de pasar a formar parte de sus filas. De lo contrario, desaparecen del mapa.

La desgracia de los indocumentados centroamericanos fue iluminada por los reflectores de la prensa internacional el pasado mes de agosto con el triste episodio de los migrantes interceptados en Tamaulipas, que fueron masacrados a las puertas de alcanzar su sueño de conocer Texas.

Según uno de los pocos sobrevivientes de la carnicería, los Zetas les propusieron trabajar como sicarios, con un sueldo de mil dólares a la quincena. Como se negaron, les vendaron los ojos y los fusilaron de espaldas, pegados a los muros de una bodega de maíz abandonada. El propósito de esa estúpida matanza fue, según se dijo, “enviar el claro mensaje a los migrantes centroamericanos de lo que les sucedería si no se incorporaban a las filas de los Zetas” (El Universal, 25 de agosto de 2010).

Para los pobres peregrinos que llegan a nuestro país desde la cintura del continente, el secuestro es una espada que se asoma constantemente en el trayecto de sus caminatas. La pueden librar en Chiapas o a su paso por Tabasco, pero en Oaxaca, a lo largo de Veracruz, en San Luis Potosí o Tamaulipas el fatídico destino los alcanza. Dice la Comisión de Derechos Humanos que entre abril y septiembre de 2010 hubo más de 11 mil 300 migrantes centroamericanos que fueron víctimas de secuestros masivos, pero que obviamente el número de casos que se mantienen en la oscuridad es mucho mayor.

A fines del año pasado Alejandro Solalinde, uno de esos contados sacerdotes que empeñan el alma por el bien de los desesperados, denunció el secuestro de 50 indocumentados —salvadoreños en su mayoría— que viajaban en el techo de un tren destartalado hacia Veracruz. Dijo que, después de librar un retén del ejército para la detención de los indocumentados, un grupo de hombres armados los bajó del techo enseñando el machete, y que semanas después sus familiares en Estados Unidos empezaron a recibir llamadas pidiendo el rescate de los infelices. Para sacar los teléfonos de los familiares, por supuesto, los métodos fueron despiadados.

En esta región, la vida se valora en pesos. Los secuestrados están muy lejos de representar fuertes sumas de dinero para sus captores, sin embargo, los rescates son muy codiciados. Los parientes que trabajan al otro lado del Bravo tienen dólares. Y si no los tienen, los consiguen. La familia que se quedó en Centroamérica y los amigos en Estados Unidos se movilizan para pedir préstamos. En medio de la desesperación y la zozobra, los rescates se reúnen. Se calcula que estas bandas recaudan un promedio de 10 mil dólares por secuestro, y tienen ganancias de 140 millones de dólares al año. Son los beneficios de la vileza.

Afortunadamente, estos peregrinos cuentan con amigos protectores. Alejandro Solalinde es un mexicano excéntrico: ingresó al seminario de los carmelitas a los 20 años, y de ahí fue expulsado por rebelde. Después deambuló durante mucho tiempo entre los miserables buscando su destino, y en el Istmo de Tehuantepec, a la edad de 60 años, tuvo la idea providencial de que su misión en este mundo era convertirse en el apóstol de los migrantes. Así, instaló un albergue para estos infelices junto a la parada del tren en el poblado de Ixtepec —un cruce de caminos estratégico en Oaxaca—, y desde esa parada ha compartido con sus huéspedes los riesgos de la persecución, las amenazas, los golpes, la cárcel y el desarraigo. Por su refugio, donde los migrantes encuentran techo, comida y un lugar de descanso, han pasado desde 2007 más de 90 mil migrantes.

En esa estación de trenes, escala obligada para muchos en su trayecto hacia la muerte, surgió una historia que llegó a la alfombra roja del Teatro Kodak en Hollywood.

Un adolescente hondureño llamado Kevin Casasola fue la piedra de toque para un documental realista y desgarrador, que presenta las historias de varios niños centroamericanos que viajan a la deriva con la esperanza de encontrar a sus padres. Suponen que van a Estados Unidos, pero en el camino tienen que enfrentar una cascada de abusos, asaltos, golpes, violaciones, engaños de todo tipo, secuestros e incluso desapariciones. Por eso el padre Solalinde empezó a monitorear a los indocumentados que viajan en los techos de los trenes hacia Veracruz, ya que no todos los que salen de Oaxaca llegan a las estaciones de destino.

El documental se llama ¿Cuál es el camino a casa?, y no tiene narración alguna. Los espectadores escuchan solamente las voces ingenuas, ilusionadas o desesperadas de los entrevistados, en su mayoría niños. Fue un espléndido trabajo realizado por Rebecca Camissa, una neoyorkina que llegó a Oaxaca con un equipo de video rudimentario, sin tener una idea precisa de lo que haría. Luego viajó con los emigrantes en el techo del tren de la muerte, compartió con ellos todas sus desventuras, le salvó la vida a uno de los niños pasajeros que se había perdido al huir de un asalto y, sin proponérselo, su trabajo fue nominado y se llevó el Oscar al mejor documental filmado en el año 2009.

Este año las voces que clamaron justicia para los indocumentados centroamericanos encontraron por fin eco en el Senado de la República. El pasado 24 de febrero los senadores se reunieron para votar por unanimidad una ley que le da un vuelco completo al estado que guardan los inmigrantes que salen de Centro y Sudamérica y que pasan por nuestro país hacia Estados Unidos.

En una sesión llena de vítores y sonrisas, donde participó el sacerdote Alejandro Solalinde, los 86 senadores presentes aprobaron por unanimidad el dictamen sobre la Ley de Migración. El dictamen fue resultado de acuerdos de última hora, y poco o nada tenían que ver con los dictámenes propuestos con anterioridad. Eufóricos, los senadores declararon que el fin de la legislación es frenar el abuso, la extorsión y el secuestro que sufren los indocumentados durante su paso por México hacia Estados Unidos, y que con ella tendremos el marco legal para evitar situaciones trágicas como las sucedidas en el pasado reciente.

La propuesta de Ley de Migración se divide en ocho títulos y 21 capítulos, que incluyen elevar a rango de ley al Instituto Nacional de Migración —instancia encargada de instrumentar y ejecutar la política migratoria—, y la creación de un Centro de Evaluación y Control de Confianza, que obligará a sus colaboradores a aprobar programas de formación, capacitación y profesionalización para su ingreso y permanencia, para actuar invariablemente bajo los principios de legalidad, objetividad, eficiencia, profesionalismo, honradez y respeto a los derechos humanos de los migrantes.

La nueva Ley de Migración permite la emisión de visas hasta por 180 días de estancia en el territorio nacional para los migrantes centroamericanos. Incluye también la posibilidad de que los extranjeros establecidos en el país sin la documentación adecuada puedan regularizar su situación migratoria cuando manifiesten su intención de residir en el país, especialmente cuando los extranjeros acrediten tener un vínculo familiar con mexicanos o con extranjeros legalmente establecidos en México, cuando hayan sido identificados por la autoridad como víctimas o testigos de algún delito, y cuando se trate de personas cuyo grado de vulnerabilidad dificulte o haga imposible su retorno.

En materia de protección de los derechos humanos, incluye un procedimiento especial para la atención de personas en situación de vulnerabilidad, principalmente niños, niñas o adolescentes migrantes no acompañados, y se incluyen obligaciones específicas para el sistema de Desarrollo Integral de la Familia y el Instituto Nacional de Migración.

El Estado mexicano garantizará a los migrantes —sin importar su situación migratoria— los derechos fundamentales, como el acceso a los servicios educativos y a la salud, a la procuración e impartición de justicia, a la unidad familiar, a la información y al reconocimiento de su personalidad jurídica. Además, para el caso de los niños, niñas y adolescentes, se establece la obligación de la autoridad de tomar en cuenta su edad y privilegiar su interés superior en todos los procedimientos.

La Ley impone una condena de 16 años para las personas que lucren con la situación de los migrantes en el país.

Con esta medida los senadores —maltratados generalmente por la prensa, exhibidos en el fondo de las encuestas y aborrecidos por la opinión pública— han dado a México y al mundo una lección de capacidad de acuerdos, civilidad y valentía.

Falta lo que digan los diputados pero, al dar este paso, México se ha convertido en el primer país de América que le pone fin a los indocumentados.

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MARIO GUILLERMO HUACUJA ha sido profesor universitario, periodista, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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