Fe de bautizo
Desde el trazo obligado de la escritura occidental, de izquierda a derecha, hasta el diseño de utensilios y herramientas como la tijera, nuestra civilización está concebida para diestros y discrimina a los zurdos, que incluso en cuestiones convencionales como protocolos y etiqueta se ven obligados a actuar contra su naturaleza espontánea. Pero en el fondo, independientemente de cuál sea nuestra mano hábil, todos encontramos que hay algún rubro de la vida social en el que somos ajenos, marginales, inapropiados, en el que no ajustamos o perdemos sentido de pertenencia, para todos existe un terreno en que resultamos zurdos.
Corazón de Piedras Negras
Si usted pretende pertenecer a un grupo de #132 miembros fundadores (más los que se acumulen esta semana) pero desea evitar la heterogeneidad desaforada y contradicción ideológica, la solución está inscribiéndose en yo también soy…#, pero en la edición de los 132 reos escapados del penal de Piedras Negras, así podrá satisfacer al fin el lado prófugo de su corazón.
Por lo menos reír
En una entrevista de relativa actualidad, el internacionalmente exitoso cineasta González Iñárritu declaró que en su próxima película “contaría una historia lineal, cosa que requiere un rigor estricto” [sic]. El hecho me remite a cuando el cantante Mijares hablaba del “gran reto” de hacer un álbum acústico. Una especie de arribismo disfrazado que sale a relucir en la actual falta de atención y consideración por lo básico de los oficios, trastoca la noción de lo que siempre fue elemental, como poder contar una historia lineal o tocar una guitarra española sin efectos adicionales. Antes, cumplir con estos rubros era prerrequisito si se iba a ejercer de cineasta o músico. (Pero, claro, no hay que caer en la íntima tristeza reaccionaria: muera la nostalgia y bienvenido el presente. Solo se recomienda mantener la perspectiva que permite reír ante el nuevo traje del Emperador.)
Más de la nostalgia
También la nostalgia sin brida nos lleva a cometer tonterías monumentales. A mi juicio, una de ellas es llamar al cine mexicano de los años cuarenta la “Época de Oro”. Con qué facilidad alcanzamos el peldaño dorado —y mediante un arte tan joven como el cinematógrafo—, mientras que a la literatura española, por ejemplo, le tomó del siglo xiii al xvii, desde el Cantar de Mio Cid hasta Quevedo, digamos.
Sovietismo y glamour
Quizás el único trabajo de ficción sobre las purgas estalinistas escrito durante esa época misma sea la novela Sofía Petrovna, de Lydia Chukovskaya. La trama es al mismo tiempo absurda y opresiva como si se tratase de una fábula de Kafka, pero en realidad documenta un episodio verídico de horror civil. De entre toda la sordidez contenida en la historia, emerge un dato chusco que confirma esa asociación curiosa entre el totalitarismo y la cursilería (véase el fervor de Hitler por el folclor bávaro o las predilecciones estéticas de Mussolini). El libro consigna la moda rusa de ponerle a los niños el nombre de Lenin o variantes de este: Len o Lenina, así como anagramas entre los que destaca Ninel, Lenin al revés. Inevitablemente me ha brotado la imagen de los padres de la vedette Ninel Conde, que quisieron escogerle a su bebita un nombre con resonancias de glamour, que sonara afrancesado, y sin duda no deseaban invocar el momento cúspide del sovietismo.
Mitos, concursos
El biógrafo clásico del Barón de Humboldt viajó por distintos lugares de América, siguiendo los pasos del gran naturalista. Y encontró que en casi cualquier región la autoridad o guía local le aseguraba: “Humboldt estuvo aquí y perjuró que este paisaje era el más bello que había visto en todo su recorrido.” En cualquier país, todos con la misma historia. Eso recuerda algo con lo que crecimos muchos niños mexicanos, aquel mito sobre un concurso mundial de himnos nacionales en el que el mexicano había obtenido segundo lugar, solo después de la Marsellesa. Platicando con personas de Nicaragua o Costa Rica uno se percata de que ellos se educaron bajo un engaño equivalente, en el que también la Marsellesa era el himno soberano y el segundo lugar lo ocupaba el propio, es decir: el de Nicaragua o Costa Rica, según quien contara la historia. Las preguntas que no me abandonan son: ¿cuándo?, ¿dónde carambas se efectuó un concurso mundial de himnos nacionales? Mi asombro no cesa.
Cita del mes
«No es signo de salud estar bien adaptado a una sociedad enferma». Jiddu Krishnamurti.
Juntos pero no revueltos
En lo que puede interpretarse como un intento de apertura y conciencia colectiva liberal, el Canal 22 de nuestra televisión ha mantenido un bloque de programación titulado Zona D, donde se tratan asuntos de diversidad sexual. Sin duda los programadores de la pasada administración Volpi tenían las mejores intenciones pero lo que pusieron en práctica es aberrante por su discriminación tácita: en lugar de transmitirse el bloque como uno más de la barra televisiva, entre programas de ciencia o artes, se exhibe en un apartado, solo los domingos y a altas horas de la noche. Simplemente la palabra zona en el título nos remite a una marginalidad, lo cual es todo un despropósito: tratamos esos temas pero solo dentro de los confines de un ghetto televisivo.
Te tolero, no te tolero
Por el contexto en el que actualmente se emplea más la palabra tolerancia, esta ha sufrido tal deformación que ya no es antónimo de intolerancia, sino, más bien, un matiz del mismo término: al decir que toleramos parece que delatamos algo que se hace a regañadientes, se expresa una especie de amenaza encubierta.
Similar o equivalente
Me enteré del caso de una chica que se puso grave por tratar de curarse una gripe leve con productos de la “farmacia de similares”. ¿Similares? Pues claro, el equívoco viene desde el nombre. Si nos atuviéramos a la precisión —que bien va con la índole de la farmacología— el Doctor Simi, esa botarga ubicua que representa la cadena comercial, debiera llamarse Doctor Equi: similares son el talco y la cocaína, mas no equivalentes.
Otro mundo: una recomendación musical
Tras escuchar la breve y brillante discografía del cantante británico Antony Hegarty con su grupo The Johnsons, resulta dudoso que exista manera más apta para expresar la condición extraordinaria de las personas transgénero que a través de un registro vocal ajeno a los parámetros habituales. Así es: la voz de Antony posee algo de androginia y algo de celestial y sublime, cualidades apuntaladas por arreglos musicales de reposo extático, acordes que se nutren tanto del barroco inglés (Byrd, Purcell, Gibbons) como del jazz y el rock más sofisticados. Ha colaborado con Björk o Lou Reed, enriqueciendo la textura de sus trasfondos sonoros, añadiéndoles armonía y hondura. Pero cuando él entona su propia pieza titulada “Another world” da la impresión de que cobra forma musical aquella sentencia de Rimbaud de que “no estamos en el mundo, la vida está en otra parte”. Desde la inadecuación física y metafísica de la condición minoritaria del transgénero se nos transmite una sensación común a todos, el estar desfasados con el entorno o fuera del tiempo. Nos queda más claro que nunca el ultraje que ejerce toda clasificación o etiqueta impuesta desde el exterior, seamos quienes seamos. Nos recuerda la estrujadora declaración de Witold Gombrowicz: “No sé quien soy, pero sufro cuando me deforman”.
Somos locos
En un pasaje confesional, el novelista Adolfo Bioy Casares se sincera diciendo que no sabe si reescribe mucho por quisquilloso o por torpe. O por loco, ya que para escribir se requiere estar solo y cuando estamos en soledad somos locos. Algo parecido a esta línea de razonamiento habrán vislumbrado los creadores de los inefables “infomerciales” televisivos, calculando que en la soledad reconcentrada del insomnio los clientes potenciales perdemos toda cautela y prudencia y nos tornamos sensibles al mensaje que nos vende aparatos acústicos para escuchar al vecino y confirmar que nos detesta o zapatos deportivos que disminuyen nuestra talla en semanas.
El problema de los congéneres
Ante el reciente fallecimiento del astronauta Neil Armstrong, recordé una perturbadora estampa suya de los años postreros (supongo que descrita por Federico Campbell, no lo puedo precisar, aunque, desde luego, ocurre en el territorio narrativo del que es dueño).
Según mi reconstrucción de lo que leí en un libro (¿o sería un artículo suelto?) tras la temporada de celebridad intensa, a Armstrong le dio por aislarse de la sociedad y recorrió Baja California en una casa rodante, un motorhome, estableciéndose en alguna duna en medio de la nada porque le recordaba el paisaje lunar, ese que él pisó por vez primera.
Esta situación desolada me remonta a su vez a varias otras, meramente literarias, pero que parecen encerrar la misma verdad: en su novela Lucy, la escritora caribeña Jamaica Kincaid cuenta de un personaje que emigró a Canadá para criar monos y que, después de vivir rodeado de estos, les tomó tanto apego que le resultaba difícil entenderse con los seres humanos. Algo muy parecido le ocurre al personaje clásico Lemuel Gulliver, quien regresa a su patria tras haber vivido en el País de los Caballos (los nobles Houynims), pero por las tardes rehúye la hora del té en compañía de su familia y prefiere irse a encerrar en la caballeriza. Finalmente, está también el protagonista de un cuento de Lampedusa, que es un profesor amargo y específicamente misógino, sobre todo porque en su juventud, mientras estudiaba para un examen de griego en las costas mediterráneas y recitaba a Homero en voz alta, una mujer pez lo había raptado al fondo del mar. Tras vivir una temporada de idilio con la sirena ya no toleraba a sus congéneres. Más allá del tema de la misantropía y el intrigante rechazo a los pares biológicos, está la cuestión de la vida del héroe después de la gran proeza: días que pudieran parecerse al paisaje desértico mencionado al principio. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía, Cenizas de mi padre y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).