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El jurado popular, único democratizador de la justicia cotidiana
Este País | Alfredo Orellana Moyao | 01.12.2012 | 0 Comentarios

¿Qué lugar corresponde al jurado popular en el esquema de los juicios orales, que está en vías de implementación tras la reforma judicial de 2008? Para el autor, los vicios del sistema aún vigente tienen que ver en parte con la centralización de la justicia en la figura del juez. La incorporación del jurado popular puede ser benéfica.

©iStockphoto.com/penfold

La legitimidad del juez penal

La justicia es ante todo un valor que simboliza diversas convicciones de la moral pública. En términos generales, la justicia penal representa el castigo de aquello que va en contra de una voluntad legítima y soberanamente superior: en la religión es la voluntad de Dios; en la dictadura es la del Estado; en la democracia, ¿no debiera ser la del pueblo?

Así las cosas, existen solo dos opciones: o los jueces representan la voluntad del régimen —que es superior pero ajena, externa, distante e incomprensible—, o representan el valor de la justicia y la convicción social de que debe prevalecer. En el primer caso, la legitimidad de las sentencias reside en la fuerza y en la imposición; en el segundo, radica en la razonabilidad democrática y pública de las órdenes, las acusaciones y las resoluciones, independientemente de que sean de condena o de exoneración.

La justicia cotidiana y la verdad

Dejemos a un lado los fenómenos de macrodelincuencia, como el narcotráfico, el crimen organizado o el terrorismo, porque en cualquier país merecen un trato diferenciado y particular por ser asuntos de seguridad nacional y no solo un tema del derecho penal entre civiles.

Centremos entonces nuestra mirada en la microdelincuencia, es decir los conflictos sociales que surgen en la vida cotidiana. Pensemos, por ejemplo, en el robo, el delito que históricamente tiene más incidencia y que más afecta la percepción personal de la seguridad, la paz y el orden público. Sumemos algunos otros que se relacionan con la violencia física o psicológica como las lesiones, las amenazas o la intimidación, en sus muy variadas tipificaciones penales.

Un denominador común de esos delitos cotidianos es que generan una relación adversarial entre el Fiscal (representante de la sociedad y de la víctima) y el acusado.

El Fiscal y el acusado participarán en una controversia que el Estado debe resolver para ponerle fin definitivo a esa situación adversarial y así devolver a ambas partes a una situación de igualdad y respeto recíprocos.
Pero, ¿cómo lograr esa resolución? En el añejo sistema inquisitivo el juez no necesita en realidad a las partes sino al expediente. Debe leer y convencerse él y solo él de la credibilidad de los hechos, acusaciones y probanzas. Debe desconfiar también de las partes y allegarse de tantos elementos de juicio como considere necesarios. Su obligación, se dice en libros, escuelas y pasillos, es “hallar” la verdad y después dictar la sentencia, asumiendo implícitamente que tenemos (¿queremos?) jueces detectives.

Para resolver una controversia adversarial se deben llevar a cabo dos procesos mentales esencialmente diferentes: el veredicto y la jurisdictio. Ambos deben alcanzarse a través del proceso penal, pero no necesariamente en el mismo momento y por la misma persona.

El veredicto

El veredicto es la definición de una verdad legal. Pero no es una narración periodística o documental sobre los hechos sino sobre la credibilidad y verosimilitud de las historias relatadas por el fiscal y la defensa.

El vere dictus (el dicho de la verdad) no versa en realidad sobre la veracidad científica de los hechos delictivos, sino sobre la veracidad de la relación indudable de estos con el acusado, a quien se pretende responsabilizar de todas las consecuencias.

Es decir, el veredicto no versa sobre la afectación de la víctima sino sobre la certeza en la responsabilidad del acusado. No debe analizarse el que una persona ha muerto, o que otra sufrió un robo, pues las víctimas no están en tela de juicio, sino la argumentación y reconstrucción que realiza el fiscal de los hechos a fin de convencer a un tercero —más allá de toda duda razonable— respecto de la culpabilidad del acusado. En eso y solo en eso reside la controversia adversarial penal.

El veredicto, entonces, debe dar respuesta a una sola pregunta: ¿es verosímil e indudable la responsabilidad que se le atribuye al acusado respecto de los hechos relatados en el juicio? El veredicto es binario y no admite grados ni reservas: sí o no.

La jurisdicción

La jurisdicción necesita al veredicto. Es una determinación técnica que valora, desde el derecho, la verdad que ha sido dictada con base en la convicción de la responsabilidad del acusado respecto de los hechos delictivos.
La jure dictius es un asunto técnico y altamente profesionalizado. Es la ponderación de agravantes, atenuantes, leyes y jurisprudencias, entre otros elementos, que dan grado e intensidad al tipo de consecuencia jurídica que debe dictarse al que fue declarado responsable del delito.

La jurisdicción (decir el derecho) es el punto final y decisivo del conflicto y la controversia. Es el acto público y de gobierno que pone fin al juicio penal y determina lo que debe suceder conforme a la ley y la jurisprudencia a partir del veredicto obtenido en el proceso.

¿Inquisición o sentido común?

En el viejo sistema inquisitivo el juez tenía a su cargo el veredicto y la jurisdictio, y los litigios se volvieron sofisticados, técnicos e inalcanzables para el sentido común de los mexicanos.

¿A quién debe convencer el Ministerio Público (Fiscal) de su acusación? Al juez. ¿A quién debía convencer de la pena que merecía el acusado, en caso de ser hallado culpable? Al juez. ¿A quién debía dirigir la víctima toda petición? Al juez. ¿Quién era el destinatario de los argumentos y pruebas de la defensa? El juez. ¿A quién dirigían sus dictámenes y opiniones científicas los peritos? Al juez. ¿Quién dictaba el veredicto penal? El juez. Después el juez sentenciaba.

Ese es el rasgo típico del sistema inquisitivo: el Gobierno decide quién es sospechoso, a quién investiga y a quién acusa; dicta la veracidad de la acusación y también dicta la sentencia. ¿Dónde está la democracia en esa justicia estatizada y expropiada de aquellos que son sometidos a la voluntad del Gobierno, sea policía, Ministerio Público o juez? ¿Dónde está la representación ciudadana de la conciencia colectiva y la moral pública?

©iStockphoto.com/penfold

El jurado popular

Apenas a finales del siglo XX se propuso que los ciudadanos organizaran las elecciones de México. Escandalizadas, ciertas voces anunciaron el apocalipsis de la gobernabilidad; augurios negros de corrupción y manipulación enarbolaban la defensa del régimen anterior. Lo grave —en mi opinión— era la descalificación de la capacidad de la sociedad mexicana para involucrarse y llevar a cabo tareas dignas y específicas para autogobernarse.

Apenas dos décadas después sabemos una verdad clara: la participación de la ciudadanía en la organización directa de los comicios es indispensable para la legitimidad de los resultados, para robustecer la participación y para llevar los asuntos públicoelectorales a las charlas, comidas y pláticas de familias y amigos como parte de la cotidianeidad: como parte de ser mexicano.

Nuevos presagios anuncian horrores ante la idea de instaurar (restaurar) el jurado popular en México. Las predicciones de corrupción e incapacidad vuelven a descalificar a la ciudadanía como fuente de su propio orden y destino.

Pero tenemos la oportunidad —la necesidad— de que la justicia penal se democratice y se impregne del sentido común de los mexicanos, y viceversa.

Sin exagerar, durante el Imperio azteca, la Colonia, los primeros regímenes independientes y hasta hoy, el derecho (concretamente el penal) tiene una connotación de imposición externa; simboliza un poder tan absoluto y tan diferente a todos que hace necesaria la acción de intermediarios e intercesores que nos expliquen, nos guíen y nos salven de ese mítico y pantanoso terreno de dioses desconocidos. Los civiles estamos dispuestos a corromper y corrompernos porque el derecho penal no es nuestro, no es comprensible y además opera tras una puerta a la que ningún ciudadano tiene acceso, ni siquiera como mero observador.

En México no tenemos un debido proceso que sea emblemático de justicia, transparencia y equidad, sino la percepción de todo lo contrario: un oscuro, inequitativo y seguramente injusto juicio de desiguales. El mexicano civil no participa en el juicio de sus conciudadanos y cuando delinque no es juzgado por iguales, sino por algún tipo de superiores impuestos desde alguna parte del Gobierno.

Jurado y veridicto

Si el juicio adversarial consiste en debatir para convencer a un tercero, ¿qué mejor que la propia sociedad, elegida al azar, para hacerlo?

Desde el padrón electoral bien se puede seleccionar a 60 ciudadanos para ser convocados, capacitados sobre el sistema adversarial y oral, valorados y finalmente seleccionados —según sus méritos y defectos— por las dos partes en la contienda, hasta integrar un jurado de unos 9 a 12 individuos (por poner una cifra). No deben saber nada del caso concreto ni necesitan conocer las leyes: basta enseñarles ciertas reglas básicas del proceso. Aportarán su sentido común y comunitario.

A ese jurado es al que se debe convencer. El debate ha de girar en torno a los hechos y las conductas del acusado, con las evidencias como única herramienta de batalla. Ante el jurado, ante esos mudos representantes de la colectividad, no sirve (ni debe permitirse) citar leyes, fracciones o incisos de las leyes y códigos, sino solo las pruebas, para sostener argumentos.

El juez tendrá un rol diferente. Debe dedicarse a conducir el proceso limitando los excesos de los litigantes, llamándolos a tratar en privado los temas jurídicos técnicos y finos para garantizar que se llegue a un veredicto libre e imparcial.

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Recibido el fallo, el juez decidirá la forma en la que debe aplicarse el derecho y dictará la sentencia que corresponda. Ordenará la liberación del exonerado o bien determinará el tipo y grado de la pena así como la forma de reparación del daño a la víctima. Todo ello a partir de la decisión democratizada en el seno del jurado y legitimada por la credibilidad común.

Todos los ciudadanos del jurado serán testigos vivos de un sistema que los necesita, que opera a través de la ciudadanía y que se legitimó ante sus ojos a partir de explicaciones y decisiones claras, democratizadas y transparentes. Serán difusores culturales de las virtudes y defectos de los procesos que ellos mismos operaron, como ha sucedido desde el siglo pasado con los funcionarios de las casillas electorales.

Desiderata

En el nuevo sistema de justicia penal, el jurado popular es posible y además es necesario. Los delitos de la vida diaria deben juzgarse directamente por los habitantes de la cotidianeidad porque es la única forma de legitimar la justicia y forjar una cultura de reprobación moral de las conductas penadas.

El camino es gradual. Antes de leyes y normas, los observadores electorales tomaron las casillas y se introdujeron en ellas con sistema, método y objetivo. Sus opiniones no son ni han sido vinculantes pero se han ganado un buen lugar en la legislación, en los fondos nacionales e internacionales y sobre todo en la conciencia colectiva.

Quizá sea un buen modelo a seguir. Quizá necesitamos observadores judiciales que se autodesignen “jurado no vinculante” y se comprometan a asistir y dar seguimiento metódico a los juicios que ya están en marcha en los estados del país, para hacer público su veredicto razonado sobre el grado de convicción que les generó la exposición de la fiscalía y la defensa. ¿Coincidirá con la sentencia?

Los estados de la federación podrían incluir un proyecto democratizador similar para delitos domésticos.

Quizá Gobierno y sociedad debamos confiar más el uno en el otro, para darnos juntos un sistema de justicia penal democratizado, legitimado y útil para reestablecer el orden, la paz y la seguridad social desde la moral y la conciencia colectiva y no solo desde la oficialidad de los uniformes, las togas y los expedientes.

¿Es posible un modelo de observación de esta naturaleza? Creo que sí, pero eso será tema de la próxima entrega.

1 Con este artículo, La justicia y la palabra cumple dos años en la revista Este País. Mi reconocimiento y gratitud al licenciado Fe-derico Reyes Heroles, al Consejo, a la Dirección y a los lectores.

____________________________________
ALFREDO ORELLANA MOYAO es abogado constitucional, profesor de la Clínica de Práctica Judicial en la Escuela Libre de Derecho y docente certificado por el Consejo Nacional para la Implementación de la Reforma Penal en México. Actualmente se desempeña como coordinador de asesores de la Presidencia del Congreso de la Unión. Publica este artículo a título personal.

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