El caso Picasso
El estridente cuadro Guernica acaba de cumplir setenta y cinco años y a propósito de ello proliferan publicaciones, exposiciones celebratorias y festejos en las esferas más elevadas del arte, pero me temo que escasean evaluaciones que vayan más allá de la irreflexiva aceptación de esta pieza como uno de los emblemas supremos del arte moderno y, paralelamente, de la conciencia antibélica. Hace ya dos décadas publiqué un artículo (que fue bastante mal recibido) en el que, siguiendo un mero instinto, planteaba que “por inercia cargamos con valores en los que no creemos de fondo”, consideraba que tal es el caso de la renombrada pintura de Pablo Picasso y ponía en tela de juicio su mérito como “expresión del horror y dolor de la guerra”.
Si analizamos las obras realizadas en tiempos de crisis histórica, trátese de una revolución social, la invasión de un ejército extranjero o la instauración de un régimen opresivo, lo que observamos —casi estamos ante un común denominador— es que el trabajo es descarnado, directo y expresado por la vía más tradicional de cada género. Ya sean diarios de encierro o prisión, el de Ana Frank o el de Dostoievski; o composiciones musicales y poemas, la inmediatez domina. Y si acaso se asoma lo alegórico, se desprende de la humildad del detalle concreto, emitido desde la representación realista. En la plástica, nada tan categórico como el modo en que Goya realiza sus grabados de la guerra: los percibimos como apuntes al natural, apenas transcripciones de los hechos, de ahí se desprende su calidad contundente. En cambio, algo sospechoso veía siempre en el cuadro Guernica, que más que expresarme el desgarramiento de un pueblo, me parecía demostrar el afán exaltado de un megalómano —el pintor Picasso— por dejar plasmada una afirmación de vanguardia estética, su urgencia de trastocar las convenciones pictóricas por encima de procurar un registro verdaderamente cercano del suceso sangriento en sí, que, insisto, quedaría elocuentemente manifestado por vía de una regresión a lo más académico del discurso plástico.
Desde luego, mis argumentos estaban precariamente sustentados en una corazonada difícil de objetivar. Pero poco tiempo después de aparecido mi texto, para 1999, se difundió a través de la revista Artium, de Luxemburgo, el hallazgo de fotografías que evidencian que en fechas previas al ataque aéreo en abril de 1937 sobre Guernica, Picasso ya había concebido y trazado en una tela de gran formato la idea general del cuadro que más tarde titularía con el nombre de la trágica población española. Así, lo que antes se consideró con reverencia como el resultado de un acto creativo convulso, de reacción espontánea ante una ignominia, se revela como gesto calculado, un tanto guiado por la megalomanía y, de hecho, adaptado a la circunstancia, un oportunismo no tan distante de la criticada modificación que le hiciera Elton John a su balada Candle in the Wind, dedicada originalmente a Marilyn Monroe y luego confeccionada para el funeral de Lady Di. Se dirá que es un ejemplo frívolo pero la esencia es semejante. Cuando se desea prolongar un orden ilusorio, las evidencias sirven de nada, y así será muy probable que se siga alabando en el Guernica el impulso sincero del pintor antibélico.
De cualquier modo, no es triunfo menor en la carrera de un artista el que —a diferencia de tantos que se quedan estancados en un estadio, generalmente relacionado al que les consiguió mayor éxito— Picasso siempre se haya arriesgado a ser otro del que había sido un paso antes, para bien o para mal. En lo personal, sostendría que el impar genio proteico de Picasso admite una multitud de creadores disímbolos dentro del mismo hombre: dibujantes, escultores, ceramistas y pintores, algunos de ellos bastante detestables y otros francamente charlatanes.
¿Quién?
En un afán desesperado de aparentar verdadera diversidad, la televisión de paga ofrece cada vez más programas de vocación sorprendentemente especializada: videos de maridos engañadores o engañados, camioneros en Alaska, accidentes domésticos y animales simpáticos (!). De entre estas series hay una particularmente tristona llamada Famosos y fantasmas y lo es porque aquellos que aceptan participar solo estuvieron a punto de ser famosos o lo dejaron de ser hace mucho, de tal suerte que cuando aparecen en pantalla, preguntamos: «¿Quién?», lo único que no se exclama ante un famoso. Por ello, se deduce que sería más propio que el programa se llamara Fantasmas de famosos.
Présteme… atención
En su entrañable memoria Xavier Villaurrutia en persona y en obra, Octavio Paz documenta un diálogo donde el poeta de Nostalgia de la muerte le expresa el anhelo de un “nacionalismo inteligente”. Para enojo de su interlocutor, Paz responde que los dos términos son irreconciliables, una imposibilidad lógica. Más conciliador, Carlos Fuentes dice que el nacionalismo mexicano cumplió una función y se agotó, pidiendo ser relevado. Sin duda en algunos renglones importantes, muchos de ellos inadvertidos, la renovación ya está en proceso. Aun así, entre nuestras explosiones patrióticas —todas aberrantes tras la sentencia de Paz— destaca la celebración del ingenio mexicano como atributo exclusivo de los nacidos aquí, acaso una de las vertientes del altanero “como México no hay dos”. A veces se menciona esa encomiable capacidad de improvisación —propia del tercer mundo— que permite componer el motor de un automóvil con brillantina para pelo, o usar un gancho de ropa como antena de un televisor averiado y luego para abrir un auto del que no tenemos la llave. Pero parece haber un deleite particular cuando se trata del albur, el manejo del doble sentido y los juegos de palabras. Una vez más, el júbilo se alza en la ignorancia de que en inglés y en francés, en italiano y en ruso, estas posibilidades son igual de ricas y que los albañiles checos también poseen una picardía vivaz. En nuestro caso, al margen de los artilugios lingüísticos, más que un motivo de orgullo, la tradición del albur lo sería de oprobio, de preocupación por la psique colectiva: en el país del machismo el discurso está minado de giros tan homofóbicos como —cual debe ser— de homosexualidad latente y no tan latente.
El arsenal de dichos entre me prestas, te sientas, me aprietas, se nutre del sobreentendido protector de que solo quien recibe es el que pierde la hombría, mientras que el otro sigue siendo un perfecto charro que no se raja. Como se infiere, el albur es mayormente una práctica entre hombres, pero dentro de ese estrecho margen en que se le dedica a la mujer, como una especie de piropo trastocado, sale a relucir una misoginia salvaje. De modo que primero vendría al caso asumir la tenebrosidad y el pathos de la tradición y luego, si se insiste en ello, alabar su ingenio.
Cita del mes
William Carlos Williams, mejor conocido como poeta, escribió el curioso libro de prosa Historias de médicos, basándose en sus propias experiencias dentro de esa otra profesión con la que —como Chéjov— acompañó la de las letras. Transcribo un fragmento del formidable parlamento de una mujer en una sala de espera hospitalaria:
Necesito desfogarme con alguien. Usted no es demasiado bueno, ¿verdad? La gente así me cansa. Igual que los mártires, son unos pervertidos; les detesto. Les digo que son los más egoístas del mundo. Nadie quiere que sean mártires, solo ellos mismos. Lo hacen porque les da placer. De acuerdo, les digo, sois buenos. ¿Qué significa esto? Significa que la bondad es su propia recompensa. No esperéis que os paguen por eso. Lo habéis escogido por egoísmo. De la misma manera que yo he elegido hacer lo que me viene en gana. Es hipócrita exigir más. Cada uno debe escoger por sí mismo. ¿No es así? Yo no espero que la gente me dé las gracias si hago lo que quiero…
Sabines como ejemplo
Regresando a la idea de la creatividad más auténtica aflorando en circunstancias adversas, un ejemplo óptimo es el de Jaime Sabines durante la composición de «Algo sobre la muerte del mayor Sabines», que, en efecto, desarrolló mientras su padre agonizaba. Alguna vez, Sabines me confió que en un pasaje dado había recurrido por reflejo a la forma del soneto, pues sentía que la emoción se desbordaba y debía encausarla bajo una métrica clásica. Sin pretender ahondar en los terrenos de la sicología de la creación artística, a la manera de un Erich Neumann, Otto Rank o Joseph Campbell, me parece que el dato de Sabines resulta arquetípico.
… Que te quiero verde
En la novela de Julio Verne El rayo verde, la señorita Helena Campbell despacha a un pretendiente diciéndole que solo se casará con él “hasta que haya visto el rayo verde…”.
Como saben los científicos, este rayo lo emite el sol durante unos cuantos segundos antes de desaparecer en el horizonte marítimo cuando este se encuentra limpio, totalmente despejado de nubosidad. Es un espectáculo raro pero no imposible de atestiguar. En casi cualquier terreno —incluido el amor, como en la historia de Verne— encontramos una puerta que se nos cierra o un muro que se eleva demasiado alto, señoritas Campbell que nos quieren desalentar pero no cuentan con la perseverancia o la terquedad humanas. ¿O será que perversamente cuentan con esos recursos últimos de las almas pertinaces? Quizá lo más alarmante de toda la consideración es cuán cerca están el heroísmo y la necedad.
Comparemos
En una memorable carta de Cioran a Savater donde se discute a Borges, el rumano llama al argentino “el último de los delicados” y expresa: “La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él… Merecía algo mejor… Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo conciliarlas… Un monstruo magnífico y condenado”. Mientras Michel Houellebecq, un enfant terrible de 57, cosa en sí terrible, declara que será “más influyente que Borges”, Borges dejó dicho que su sola fama servía para condenar nuestra época. Usted decida a quién prefiere. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía, Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).