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La Ley General de Víctimas
Este País | Eduardo Gallo y Tello | 01.02.2013 | 0 Comentarios

El miércoles 9 de enero se hizo realidad el mayor logro que yo recuerde de la sociedad civil mexicana, cuando el presidente Peña Nieto promulgó la Ley General de Víctimas promovida por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

La Ley había sido aprobada en abril de 2012 por el Congreso, pero el expresidente Calderón alegó su inconstitucionalidad y se negó a publicarla, interponiendo una controversia y dejando todo en suspenso.

El presidente Peña Nieto se desistió de la controversia constitucional y promulgó la Ley, lo que ha provocado un fuerte debate. Incluso, ha habido quienes dicen que la Ley es una burla para las víctimas pues es inconstitucional.

Los principales argumentos en contra son:
1. El Congreso no tiene facultades para legislar en esa materia por lo que la Ley que aprobó es inconstitucional y no sería obligatoria para las entidades federativas.
2. Las instituciones que crea la Ley, como el Sistema Nacional de Atención Integral a Víctimas, duplicarían las estructuras de instituciones existentes. Además, la Ley no armoniza con otras leyes vigentes.
3. Es necesario clarificar y precisar la definición de víctimas que ofrece la Ley.
4. La Ley contempla que la reparación del daño económico a las víctimas sea a cargo del Estado, lo que podría tener un impacto brutal en las finanzas públicas.

La mayor oposición proviene de ONG identificadas con víctimas y que no participaron en la elaboración de la Ley, y del Inacipe, cuya propuesta de Ley de Víctimas no prosperó.

Por mis más elementales principios, estoy a favor de la Ley. Mi argumentación busca impulsarla por sobre las objeciones que pretenden anularla.

En nuestro país existen no centenas ni miles de víctimas, sino millones, tal vez 15, 20 o más considerando víctimas directas e indirectas. Hay víctimas por secuestro económico, para trata de personas, para trabajos forzados; por robo; por extorsión; por derechos de piso; por homicidio simple y calificado; por amenazas; por la intimidación derivada de las campañas de miedo del propio Gobierno federal, con su “para que la droga no llegue a tus hijos”, y de las escenas de Calderón en uniforme militar pasando revista al Ejército; por tortura; por culpa fabricada; por miedo derivado de bloqueos viales en Michoacán, Monterrey y otras ciudades; por el miedo que han sentido los niños ante las balaceras ocurridas afuera de sus escuelas, y por el de sus madres, ante lo que pudiera pasarle a sus hijos; por exposición a la violencia de escenas de mutilación de cadáveres que muchos medios presentaron; por despojo de tierras; etcétera. Hay víctimas mujeres, hombres, infantes, huérfanos, jóvenes, adultos mayores, amas de casa, trabajadores, campesinos, taxistas, médicos, estudiantes, maestros, empresarios, migrantes, profesionales, militares, policías, etcétera. Hay víctimas directas e indirectas por consanguinidad y por afinidad. En fin, un universo de víctimas que integran los millones citados.

El número de víctimas creció exponencialmente en el sexenio de Calderón a resultas de la implementación de la absurda (por decir lo menos) estrategia de guerra para combatir las drogas y la delincuencia organizada. La estrategia privilegió la violencia en lugar de la inteligencia. Se sacó al Ejército y la Marina a las calles para enfrentar, junto con la Policía Federal, a los criminales, todos con armas de alto poder que vomitan cientos de balas por minuto. Esto afectó brutalmente la paz pública, la tranquilidad de los mexicanos, y provocó que los delincuentes aumentaran sus ataques contra la población inerme. También provocó una letanía de abusos de poder, y no se hable del baño de sangre del que aún desconocemos todas las secuelas, pero que enluto a la nación entera.
La tal estrategia provocó un efecto cucaracha: se ampliaron las actividades de los grandes grupos delictivos hacia otros delitos —además del narcotráfico—, como secuestro, extorsión, trata de personas, despojo de tierras, derechos de piso, etcétera. Estos crímenes dejaron un saldo terrible de millones de víctimas, sin que conozcamos los número finales. Además, produjeron un incremento brutal en el contrabando de armas de grueso calibre. La magnitud de estos problemas son aterradoras: la cndh señala que en 2010 hubo 11 mil 333 migrantes secuestrados.
Millones de personas a lo largo y ancho del país padecimos el miedo paranoico de sufrir, nosotros mismos o nuestras familias, algún delito a manos de delincuentes, a ser vejados o ver violentados nuestros derechos humanos por las fuerzas armadas y la Policía Federal, que sin mayores consideraciones detenían ciudadanos, aunque no hubieran cometido delitos. Las fuerzas policiales y armadas violentaron domicilios sin órdenes de cateo, aprovechando para robar bienes de los residentes, o extorsionando a quienes pasaban cerca. No obstante, la estrategia continuó sin cambios hasta el final del sexenio.
A esta problemática debemos agregar que muchos gobiernos estatales no combatieron la delincuencia; hubo casos en que, incluso, le permitieron operar libremente.

A pesar de lo señalado, muy contadas personas, casi todas víctimas de graves delitos, levantamos la voz tratando de marcar un alto a lo que estaba sucediendo. Siendo tan pocos, Calderón convenencieramente asumió que la mayoría ciudadana respaldaba su estrategia.
A principios de 2011, la trágica muerte de Juan Francisco Sicilia y otros jóvenes detonó el surgimiento de un movimiento social de reclamo al Gobierno federal, para detener el baño de sangre en que se había convertido la estrategia de combate a la delincuencia organizada. Es a ese movimiento y sus integrantes a quienes debemos que exista la Ley General de Víctimas.

Calderón nunca escuchó los cientos, los miles, los millones de voces de las víctimas que, de suplicar, pasaron a exigir el alto a la brutal tragedia y clamaron por justicia, para alcanzar la paz con dignidad. Nunca las tomó en consideración, solo las usó pues, en el fondo, para él solo eran daños colaterales. Así, todo homicidio cometido con armas de fuego de grueso calibre o con huellas de tortura o acompañado de mensajes representaba, sin investigación alguna, un criminal muerto; no hubo esfuerzos por identificar a las víctimas; se ocultó el número de cadáveres encontrados en fosas clandestinas y se los volvió a enterrar, ahora en fosas comunes, sin identificarlos. El Gobierno, cuando se alcanzó la cifra de 50 mil homicidios, ocultó o reclasificó la información de los que se seguían cometiendo, y nunca investigó que ocurrió con las personas desaparecidas, muchas de las cuales seguramente ya no están vivas. Y cómo olvidar los casos en que el Gobierno, para minimizar sus muertes, acusó a las víctimas de ser criminales. Tal fue el caso de los jóvenes masacrados en Lomas de Salvacar, que en realidad eran alumnos destacados, o a los jóvenes asesinados por las fuerzas armadas al salir del Tecnológico de Monterrey, a quienes acusaron de agredir al Ejército y les sembraron armas. Como estos, miles de casos.

Hoy se ha informado oficialmente que la tragedia arroja casi 100 mil homicidios y desapariciones, tal vez más; que hay una centena de grupos criminales, cuando en 2006 eran apenas una docena, y que son más violentos y están mejor armados. El resentimiento social alcanzó niveles máximos porque el Estado no procuró ni hizo justicia a las víctimas y, además, protegió a múltiples violadores de derechos humanos.

En ese escenario se tornó urgente una Ley de Víctimas que les ofrezca esperanza, para que se recuperen como seres humanos después del brutal dolor sufrido por la muerte o la vulneración de sus derechos y su integridad o los de un ser querido, y aspiren a que se haga justicia. Las víctimas merecen recuperar su dignidad e iniciar el proceso de perdón y reconciliación con y entre nosotros, las instituciones y el Estado, que no nos protegió de los delincuentes y además nos re-victimizó con la estrategia errónea del Ejecutivo desde el 2006, las aprobaciones presupuestales y estructurales del Legislativo y el silencio del Poder Judicial frente a todo lo que ocurría. Es necesario y urgente dar los pasos que nos permitan legar a las siguientes generaciones un mejor México. Todos los mexicanos tenemos una gran deuda con las víctimas por habernos callado frente a lo que ocurría o por haber protestado tan tímidamente.
Por todo ello, debemos buscar cómo hacer para que esta Ley de Víctimas avance, en lugar de ver cómo impedirlo. Busquemos el camino de mejorarla, no de destruirla. Han pasado más de ocho meses desde que la aprobó el Congreso; se han estudiado y elaborado propuestas que corrigen lo inapropiado, confuso o inconstitucional. Las objeciones planteadas no me asustan. Lo importante es que exista voluntad política para resolverlas, y tengo claro que la hay en el Ejecutivo federal, el Congreso y los partidos políticos grandes, aunque no la veo en todos los ciudadanos.

El problema constitucional se arregla haciendo reformas legales y a la Constitución. Hagámoslas. Y también busquemos armonizar esta ley con otras existentes y evitemos la duplicidad de instituciones de atención a víctimas, para lo cual estoy convencido de que deben desaparecer las actuales, que son altamente ineficaces, y dar paso a otras nuevas, que tendrán que apoyarse y complementarse con el saber de víctimas, supervivientes, academia y ong. Que se precise el concepto de víctimas pero sin exclusión de ninguna. No puede haber víctimas de primera y otras de segunda: todas, absolutamente, son víctimas.

Para cuantificar el costo de la reparación del daño, deben establecerse reglas claras; corresponderá al Poder Judicial aplicarlas en sus sentencias. Buena parte de ese costo puede provenir de recursos decomisados a criminales —lo que, por cierto, el Gobierno de Calderón no procuró. Para ello, deben rediseñarse los criterios para fiscalizar el lavado de dinero (¿cómo es posible que hoy se descubra que un solo banco lavó 10 mil millones de dólares hace un par de años y solo se intervinieron 50?). Se pueden lograr grandes ahorros presupuestales con el cambio de paradigma que ya ha iniciado el Gobierno federal, al priorizar la prevención del delito y no su combate. La prevención cuesta 75 u 80% menos que el combate al delito. Igualmente, es posible generar otros grandes ahorros reduciendo los casos de prisión preventiva cuando se trate de delitos y conductas no peligrosas para la población, así como reformando los esquemas de readaptación y reinserción social que hoy solo potencian a los delincuentes que ingresan a prisión. Podrán obtenerse grandes economías al eliminar la Secretaría de Seguridad Pública y diseñando una estrategia de combate a la delincuencia basada en inteligencia.

Las víctimas no buscaron convertirse en víctimas. Son producto de la conjunción de factores como la destrucción del tejido social, la total y absurda impunidad existente, la ineficacia del Estado en seguridad y justicia, la falta de oportunidades, la pérdida de principios y valores de la sociedad, la aplicación de una estrategia estúpida de combate a la delincuencia, etcétera.

Por todo ello, y porque conozco el profundísimo dolor de perder por un secuestro a mi hermosa hija Paola Gallo Delgado, sé que todos tenemos que luchar por las víctimas y ayudarlas a recuperar su dignidad.
__________________________
EDUARDO GALLO Y TELLO es activista social desde 2000, año en que su hija Paola Gallo Delgado fue secuestrada y asesinada. Ha sido presidente de México Unido contra la Delincuencia (2001-2010) y miembro de múltiples organizaciones ciudadanas en pro de la seguridad y la justicia.

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