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Chéjov contra “El genio”. El asalto de lo real.
Cultura | Este País | Daniel Vargas Parra | 01.06.2013 | 1 Comentario

¿Cuál es el sello distintivo de las obras de Chéjov? ¿Por qué conmueven tanto al espectador? El autor elabora una teoría que se apoya en la capacidad del arte para transformarse en una realidad más honda que la cotidiana, en los efectos reflejos de la emoción, y en la capacidad del hombre de reconocer sus propias afecciones en el arte.

Antón Chéjov es considerado uno de los pilares del teatro realista ruso. El método actoral creado por Konstantin Stanislavski igualmente comprende un rasgo distintivo de este realismo. Ambos trabajaron a finales del siglo XIX para montar obras y conformar el Teatro de Arte de Moscú. Para muchos, estas puestas son un hito fundacional de toda una forma de crear y apreciar realidades mediante el teatro. Sus obras La gaviota, Las tres hermanas y Tío Vania, principalmente, son las más representativas del género. Aquí, a partir de la exploración conceptual, indagaremos sobre la fórmula realista de Chéjov. Apoyaremos, así, nuestro ejercicio reflexivo en dos preguntas: en qué sentido, en la actualidad, podría ser considerado como realista y a partir de cuáles vías teóricas es posible hacer la crítica sobre su postura. La idea es obtener elementos suficientes para articular una noción de realismo capaz de deshebrar un poco aquello que en este tipo de teatro se actualiza y transforma.

Me interesa plantear el cuestionamiento sobre el realismo comenzando con la puesta en paréntesis de nuestro uso del concepto de real. Reparemos un momento sobre el término realidad y lo que consideramos como tal. Todos los días despertamos, abrimos los ojos, miramos el reloj, ponemos un pie fuera de la cama y andamos; sentimos la firmeza del suelo para movernos. En un respiro se detona una sensación peculiar, un “efecto de extrañamiento” que me interesa poner de relieve. Se trata del instante, al desembarazarnos de las ensoñaciones, en el que durante un segundo el despegue de los parpados detona un frágil cuestionamiento sobre la veracidad de las sensaciones. Ahí una débil incredulidad asalta el juicio y como un relámpago de razón regresa todo el sistema perceptivo al origen e, ignorando aquella fugacidad de incertidumbre, continúa con el resto de las acciones habituales. El orden, la reiteración de actos, la consecuencia de efectos poco a poco van normalizando nuestro proceder hasta olvidar el limbo aquel entre seguir el sueño y desvelarlo en la vigilia. Toda duda es ignorada entonces por nuestra inteligencia y nos dirigimos ante las cosas como en automático. Lo real es justo aquello aparecido delante de nuestros sentidos y, sin darnos cuenta, mecánicamente lo procesamos para conducirnos en lo cotidiano. En la regadera, después en el desayuno, o mientras leemos los periódicos y actualizamos nuestras redes sociales jamás cruza por nuestra cabeza la duda de si lo que estamos mirando sea realidad o no. Muy atrás quedó ese breve momento contemplativo que hacía el intento de demoler las bases de nuestro acto de fe sobre la realidad. Seguimos el día en su flujo y la normalidad ata los cabos sobre los eventos típicos de nuestro diario acontecer. Si no hay ruptores de lo ordinario nunca nos cruza por la mente la descabellada idea de sabernos despiertos o de confirmar la solidez de la realidad sensible. En una palabra, la realidad ni siquiera aparece en nuestro vocabulario si no ataca alguna incertidumbre capaz de cimbrar el edificio de la normalidad. Para experimentar el asalto es necesario un evento, aislado del resto, que no se ajuste a los patrones de lo esperado y ponga en entredicho algún eslabón en nuestras cadenas de hechos cotidianamente narrados. Tendría que asestarse un golpe directo sobre la causalidad de lo ocurrido, una especie de “efecto de extrañamiento” que alerte el sistema de nuestras sensaciones para determinar que tal o cual cosa percibida podría estar siendo parte de un sueño, de algo no común, de algo imposible.

Todos hemos experimentado en algún momento este efecto. Nos ha asaltado cuando le pegamos al coche o se lo lleva la grúa; cuando recibimos noticias desagradables de muertes inesperadas, enfermedades terminales o desapariciones repentinas; cuando perdemos algo muy valioso o nos despiden del trabajo; cuando presenciamos un robo, un evento de suma violencia o un accidente. También hay quienes hemos sentido un embargo semejante durante momentos de pleno goce o de total consumación del deseo esperado. Aunque pocos, los momentos de ruptura o quiebre de expectativas son así procesados como instantes de fractura de nuestros parámetros de lo normal y advierten la posibilidad del engaño. Insisto, puede ser un suspiro pero dentro de él se concentra el núcleo de la fórmula de un padecimiento poderoso.

Rosa amarilla: uno a uno sus pétalos en la cascada, óleo sobre lino, 110 x 110, 2012.

Rosa amarilla: uno a uno sus pétalos en la cascada,
óleo sobre lino,
110 x 110, 2012.

René Descartes exploró con cierto énfasis esta sensación y dejó determinado el acto en un espectro reducido de su potencia, apoyado en un argumento que denominó “duda metódica”. Según el viejo Descartes somos poco aptos para determinar qué de lo que tenemos frente a los sentidos es real y qué es un engaño de nuestras percepciones. De tal manera que es complicado reconocer cuando estamos dormidos o despiertos y dirigidos solo por el buen juicio no es posible acceder a la certeza del conocimiento de las cosas. Siguiendo su argumento, nuestros sentidos atienden de la misma manera durante el sueño que fuera de él: percibo igual el frío y el calor, lo áspero y lo suave, las formas geométricas y las nubes del cielo, el canto de las aves y el llanto de un bebé. Incluso, y es una experiencia común, a veces podemos tener la sensación de despertar del sueño pero seguimos dormidos; soñando con los quehaceres de nuestras rutinas al despertar. Finalmente, al estar dentro del sueño mis cuestionamientos sobre su veracidad estarían igualmente trastornados por el influjo onírico y podría dar por verdadero todo lo que me ocurre. Con esta idea, Descartes demuele la frontera entre el sueño y la vigilia y con ella uno de nuestros parámetros más confiables sobre lo real. A todo este aparato de duda el filósofo francés le nomina “genio maligno” y le atribuye nuestra incapacidad para distinguir el engaño de la verdad, la ilusión sensoria del reconocimiento racional.

Es por esto que recuperamos la lectura de la duda metódica. Mi interés no es revisar el esquema metafísico ahí desarrollado sino acercar el modelo de pensamiento a nuestro proceder frente al que llamamos “efecto de extrañamiento”. Como si Descartes pusiera de relieve esta determinación de los sentidos en su aspecto cotidiano, en su normalidad, como una imposibilidad para reconocer la verdad de la ilusión. Así, ese dispositivo ruptor de nuestra cadena de hábitos podría aparecer como la única posibilidad para advertir lo que percibo, lo que captan mis sentidos como realidad en su forma más integral. Dicho en otras palabras, la única manera de estar alerta frente al genio maligno sería experimentar una vivencia extraordinaria, tan poderosa como para poner en crisis mi proceder cotidiano. Todavía más, ¿cómo se pueden establecer patrones de reconocimiento de lo real al distinguir ambos campos de acción (ordinario/extraordinario) si no estoy plenamente seguro de lo que sería irreal? Vamos por partes.

Supongamos que en efecto existe un llamado genio maligno. Mi actitud de advertencia se convertiría en la mejor arma ante los embustes del genio del mal. ¿Cómo puedo provocar extrañamiento en lo cotidiano? Puedo pensar en la necesidad de detenerme en distintas ocasiones durante el día y observar mis sensaciones, justo así como lo hacemos al despertar. Lo cierto es que sin la motivación descrita para mí nada nuevo podría ser tomado como irreal: el factor sorpresa es quizá lo más relevante en el ejercicio.

La clave entonces de la lucha contra el genio maligno es el inesperado quiebre de las expectativas del sentido. Es decir, cuando se percibe algo diferente en la rutina es que se comienza a reflexionar: cualquiera se pierde un poco en los pensamientos justo después de haber mirado un detalle, una destello, una forma peculiar. Es como esa operación que realizamos cuando estamos al interior de un sueño y nos percatamos de algún factor atípico, algo que poco a poco se va haciendo más evidente hasta llegar a ser absurdo. Lo llaman sueños lúcidos y es un principio que nos puede llevar desde la manipulación del sueño hasta despertar y salir de la ilusión. Ante nuestra actividad onírica puede parecer como un disimulo, un engaño descubierto. Pero al tomarlo como un reconocimiento de lo real sobre lo irreal se pone de manifiesto el desajuste que va desmantelando el sueño hasta sucumbir a la certidumbre de la razón. Es, a claras, “un caer en cuentas” de que las cosas no son lo que parecen, de que son mentira.

En la vigilia este “caer en cuentas” ataca al ingenuo. Le abre un nuevo nivel de verdad sobre cosas que daba por certeras. Comienza por una sospecha y termina con el desmantelamiento de la escena completa. Un caso típico es cuando descubrimos que tal o cual persona que tomamos por amigo en realidad orquesta una campaña de calumnias en contra nuestra. Ahí cae un nivel de verdad y lo que se consideraba real muta sobre un fondo más real. De un detalle inesperado sobrevino el engaño total, la caída de un plano de la realidad por cierto padecimiento. Es cuando atendemos al concepto de realidad e incluso miramos como la verdad última el nuevo plano descubierto por la suma de aquellos, antes inadvertidos detalles.

Justo aquí es donde requerimos torcer un poco más el tornillo de nuestra exploración sobre lo real. Pensemos en la forma en que se regula la apreciación de los detalles y cómo se les va sumando uno a uno hasta derivar en el umbral completo de la intriga por la verdad. Supongamos que aquel genio del mal se parece a un amante infiel. Igual como piensa Descartes al genio, el infiel arma un plano de realidad completo donde existe una ecuación para cada sospecha. Ante cada interrogatorio el infiel urde una explicación capaz de dar por certeros aspectos, a veces, imposibles. El engañado cede a detalles aislados pero su acumulación incide de fondo en su manera de mirar aquello que el infiel intenta hacer pasar por realidad. Algo entonces le parece extraño en un principio pero ya su ajuste detiene la reflexión hasta “caerle” al infiel en sus hipocresías. La realidad última, para el engañado, está a flor de piel y lo que consideró real ahora está destrozado. No bastó entonces solo un detalle aislado del extrañamiento, inició con él la sospecha pero no fue suficiente para derribar los embustes. Aquí lo que implicó el desenmascaramiento del infiel fue la acumulación de extrañezas hasta generar, de un desdoble de la realidad como sospecha, un absurdo de la realidad del mentiroso. Es el extrañamiento y su efecto tirando cada pieza de dominó del orden anteriormente tomado como real. Pasa lo mismo con el genio maligno; sería absurdo pensar en su poder total frente a lo real ante la acumulación de sospechas sobre otro nivel de realidad, quizá, más real.

Contra el genio maligno advierto entonces un potencial de experiencias que van en dirección opuesta a la que fijó Descartes en su método. El desmantelamiento de un nivel de lo real está dado, pues, no por la consideración de lo irreal —eso sería en caso de advertir solo un detalle aislado del extrañamiento— sino, justamente, por la acumulación de sensaciones cada vez más potentes. Es el efecto de lo extraño, que no cesa de intrigar sobre el orden previo, el que consolida la actitud de sospecha y crisis.

Lo que propongo es mirar al genio del mal como un promotor de lo cotidiano y al arte con sus efectos como un desdoble de lo real de mayor fuerza, más potente. El mismo Friedrich Nietzsche sostuvo durante su juventud la máxima sobre el fenómeno estético como única justificación de la existencia y, como tal, el arte figuró en sus escritos como potencia de lo vital. Aunque en más de una ocasión —durante su madurez— se desdijo de lo anterior, Nietzsche mantuvo la propuesta del arte como realidad más real, abismática y poderosa. No es este el lugar para puntualizar sus teorías pero sí nos interesa regresar al tópico del arte y su relación, compleja y polémica, con la realidad. El arte rompe lo cotidiano a partir de un extrañamiento que conmociona y hace crisis en nuestras rutinas de la vida diaria.

Aquí es donde regreso al teatro realista y sus desmantelamientos. La tradición advirtió el realismo en Chéjov y construyó su teoría sobre lo real. A la luz de lo que hemos presentado, la realidad contenida en sus piezas sería esa que articula una realidad alternativa frente al espectador. Rompe con lo cotidiano en la acumulación de detalles de extrañamiento que intrigan sobre aparentar ser la única posibilidad de vida. Aquí lo más importante es observar cómo se da este efecto para hacer colisionar todo un nivel de la realidad. Es el desdoble de mis intrigas sobre el diario acontecer el que me permite ver una puesta en escena como real y concederle el nivel de re-presentación de un estrato diferente de realidad, uno abismático. Si lo que muestra una obra es el patetismo de un personaje entonces una parte de mí se mira en él y le concede el nivel de verosímil, de posible. Así, si yo pienso que puede ser posible que, frente a tal o cual estado de ánimo, sucedan ese tipo de acciones, entonces, para mí, esa obra habla de la realidad. Lo que deseo destacar es que al ser un desdoble de mis emociones frente a hechos semejantes, eso presentado en el escenario es potencial de una realidad extraordinaria, más honda. Se trata, en otros términos, de una fórmula de lo patético contra la lógica de lo cotidiano.

Chéjov combate al genio del mal con un demonio blanco: el gesto del actor, el patetismo de la obra. Pienso en cómo se generó el éxito de las obras de Chéjov con el Teatro de Artes de Moscú. Se sabe que luego de su fracaso en el montaje de La gaviota con el teatro imperial, Chéjov aceptó llevar de nuevo a escena su obra de la mano de Konstantin Stanislavski. Algo encontró en el Teatro de Artes que decidió arriesgarse de nueva cuenta. Parece claro, Chéjov advirtió en Stanislavski una posibilidad de impactar sobre el público precisamente por las exploraciones que estaba desarrollando en técnica actoral. Stanislavski ensayaba con un nuevo método de actuación, buscaba que el actor sintiera al personaje explorando sus pasiones para adoptar sus reacciones frente a los acontecimientos, sus gestos, su emoción. El método capturaba el perfil psicológico como un gesto vital que detonaba las sensaciones más íntimas del intérprete. Así es como el actor se reconocía en los padecimientos ajenos devolviendo un aspecto único de sus afecciones conmoviendo al espectador. Aquí radica el potencial de aquella realidad desfondada, aquel núcleo de un padecimiento poderoso. Haciendo vibrar al espectador es como su ilusión toma lo esencial de la experiencia de lo ordinario para transfigurarla en extraordinaria, en ruptura. Así, usurpa esa ilusión vital el lugar de lo real cotidiano, el demonio blanco hiere de muerte al genio maligno.

Chéjov no dejó de mirar su producción artística como médico y más allá de la catarsis buscó adecuar, con Stanislavski, una forma nueva de representar en escena el dolor, la tristeza, la euforia, el terror y lo patético. Juntos exploraron, incluso en los reflejos condicionados del fisiólogo Iván Pávlov, la mejor manera de hacer sentir al espectador la emoción de las obras. Apoyados en el “método de las emociones” incorporaron la teoría de las reacciones reflejas como mecanismo de estímulos externos. Stanislavski indagó sobre la forma en cómo el científico, Nobel de Medicina en 1904, investigó en perros sobre las conexiones nerviosas de sus glándulas salivales y un sistema de alarmas de luces y sonidos. Intuyó que algo tenía que ver la fisiología y el conocimiento glandular con la emoción evocada de un actor en el escenario y cómo eso se reflejaba en el espectador. Para mí es evidente el intercambio entre teorías y las repercusiones en las consecuentes conceptualizaciones sobre el efecto reflejo de las artes en las vanguardias soviéticas.

No cabe duda que una mente científica como Chéjov valoró este dispositivo de comunicación mediante los efectos reflejos de la emoción y los consideró parte importante de su propuesta escénica. El sello perduró en sus obras y se mantiene como parte fundamental en su conceptualización dentro del realismo. Ante esto la realidad que se abre frente a la observación de la obra padece entonces de un fondo emocional intenso. Así se reproduce cierto efecto de distancia frente a la realidad devenida fuera del escenario haciéndola parecer simple, vacía y carente de fuerza. De tal manera, por más patética que se muestre la vida de los personajes en las obras de Chéjov, siempre será más potente que la existencia de quien mira la pieza. Ese es el efecto dominó que detona un ejercicio de reconocimiento de las propias afecciones, constreñidas en la vida cotidiana, en el teatro realista de Chéjov. Mirando lo propio en lo ajeno no solo hay una liberación de aquellas intrigas acumuladas en el diario quehacer del espectador sino, además, hay un desdoble de la realidad desmantelando lo absurdo de lo cotidiano frente al poder emocional ante la crisis en escena.

Finalmente, aquel suspiro de duda sobre lo real se vuelve vendaval en escena. Un aluvión de realidades alternas que coloca de cara al abismo justo para mirar el núcleo de la fórmula del padecer ante la misma rutina. Chéjov se vuelve así un demonio que apunta sobre cada oquedad disparada por las intrigas frente a lo cotidiano, precisamente para acumularlas en una poderosa evocación sobre lo extraño, lo distante, lo patético y lo extraordinario.  ~

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DANIEL VARGAS PARRA es filósofo titulado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y profesor de teoría del arte del Colegio de Historia de la misma institución. Dirigió el Taller de Integración Plástica en la conmemoración del 60 aniversario de Ciudad Universitaria para la Dirección General de Atención a la Comunidad Universitaria. Coordinador del Fondo Documental en la Fundación Diego Rivera, ha participado en proyectos curatoriales de diferentes museos. También es colaborador de Milenio Diario. Twitter: <@inmitros>.

Una respuesta para “Chéjov contra “El genio”. El asalto de lo real.
  1. Dorilen dice:

    El Chejov de la inversión de la realidad.

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