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Escala Obligada | Este País | Mario Guillermo Huacuja | 01.08.2013 | 0 Comentarios

Con la realidad en contra, pero armado de convicción, Alejandro Solalinde ha asumido la protección de los centroamericanos que deciden atravesar México en busca de mejores condiciones. En un recorrido de cientos de kilómetros, él es a veces el único descanso.

©iStockphoto.com/quisp65

En Ixtepec, un pueblito de 23 mil almas clavado en el Istmo de Tehuantepec, el calor aletarga la actividad de los cuerpos. Las mujeres pululan por el mercado con sus vestidos de tehuanas, trenzas negras con listones de colores, bordados amarillos y rojos en las faldas que llegan al suelo. Los hombres entran y salen de las cantinas y ríen de sus ocurrencias, se palmean los hombros, cruzan miradas de complicidad y condescendencia rupestre.

A lo lejos, avanzando a jalones desde las montañas del sur, el tren viene cargado de carne humana. Los migrantes se amontonan en los techos de los vagones, con las miradas tratando de ver hacia el frente, más allá de la máquina. Es gente que viene de lejos, de las barracas de Tegucigalpa, las cañadas de Usulután, la selva guatemalteca. Todos llegan rendidos, sudados, somnolientos, los párpados semicerrados y los pies descalzos.

Cuando el tren pasa de largo hacia la estación, en las orillas de la ciudad, un hombre sale lleno de alborozo a recibir a los migrantes. Como si los conociera de tiempo atrás. O más bien, como si los reconociera al pasar. Es un párroco de traje blanco impecable, la figura delgada, una cruz de madera en el pecho. Alejandro Solalinde agita los brazos, les hace señas de bienvenida, les dice llevándose la mano a la boca que en esa casa hay comida. Los viajeros se acercan, unos con cierto recelo, otros un poco más confiados —los que sabían de la existencia del párroco—, todos con un cargamento extenuante de hambre y de sueño. Muchos bajan de tren, echan al lomo sus escasas pertenencias, arrastran los pies curtidos hacia el albergue.

Hermanos en el Camino es una construcción elemental, que sigue las tradiciones de los viejos mesones. Con la diferencia de que ahí no se cobra. La gente que trabaja en el albergue son voluntarios, quieren hacer algo bueno en la vida, reciben a los migrantes como si fueran familiares venidos de lejos. Les estrechan las manos con cordialidad, comprensión y respeto. Los tratan, fuera de protocolos, como personas. A su ingreso, cada visitante es registrado, obtiene una credencial que constituye tal vez el primer documento en su vida, tiene derecho a un baño y a un lecho para descansar. Todos reciben alimentos gratuitos. Es la primera vez que alguien los trata así. Con amabilidad. Con decencia. Sin gritos ni golpes.

Luego viene lo más extraño de esa singular escala: ya descansados y comidos, el sacerdote que atiende el lugar reúne a todos los migrantes en una pequeña capilla. Y ahí les dice que ellos, los muertos de hambre de Centroamérica, los rechazados por todo el mundo, son seres privilegiados. Que tienen una misión suprema en la vida. Que son enviados de Dios para salvar el corazón podrido de Estados Unidos. Que ellos son la semilla del amor, los valientes del alma, los apóstoles que reivindicarán el humanismo olvidado por la idolatría al dinero. Que ellos salvarán al pueblo norteamericano de las cadenas de la banca, de la explotación capitalista, del mundo desquiciado de las finanzas. Que están llamados a realizar una tarea suprema.

¿Quién es este hombre?

Alejandro Solalinde es un cristiano en el sentido más ortodoxo del término. Un hombre que sigue el ejemplo de Jesús. Al igual que él, ha tenido una vida privada y otra pública. En su vida privada, era un perfecto desconocido. En su vida pública, ha llenado las páginas de los diarios por su compromiso total, su entrega a los miserables, su bravura, su desacato a todos los poderes, las jerarquías, las simulaciones.

¿No es extraño debutar en cualquier campo a los 60 años de edad?
“Sí, a mí me resulta también extraño —dice y sonríe—. Antes era yo un párroco burgués, acomodaticio, conformista, que vivía una vida cómoda como lo hace, desgraciadamente, la mayoría de los sacerdotes. Pero siempre tuve interés por el ser humano. Por eso estudié filosofía, estudié historia, quise saberlo todo sobre los hombres. Y entonces, cuando crucé la barrera de los 60 años de edad, quise ir a morir entre los migrantes. Los migrantes son un buen terreno para morir. Y cuando hablo de morir, me refiero a dar mi vida por ellos.”

Tal vez, a los 30 años de edad, Jesús tuvo una conversión parecida. Esa es la mitad de la edad en la que Solalinde tuvo su salida a la vida pública, pero para establecer cualquier similitud hay que considerar el promedio de vida de aquel entonces. Jesús vivió tres años de vida pública y terminó en el Calvario. Solalinde lleva más de seis años de defender a los migrantes, y se ha salvado de morir de milagro.

Las fuentes sobre la vida pública de Jesús son conocidas. Los relatos de los apóstoles lo presentan como un hombre de corazón generoso, cercano a los desposeídos, las prostitutas, los tullidos, los miserables y los leprosos. Era un profeta, un hombre de palabra fácil, fuente de prédicas, prestidigitador de parábolas, gesticulador de símbolos y metáforas. Pero también era un provocador. Un hombre que, lejos de rehuir el enfrentamiento, lo llevaba en la sangre. Un hombre sin temor a los centuriones romanos, ni a los jueces indolentes, ni a los sacerdotes de oropel, ni a los mercaderes de los templos.

Solalinde tampoco rehúye el enfrentamiento. Dice que no lo provoca, pero cuando aparece, no es capaz de ceder un milímetro en sus posturas. Ha hecho de la defensa de los migrantes una cuestión de principio. Un credo que no está sujeto a negociaciones. “Cuando la policía prepara un operativo cualquiera, yo también me preparo —dice levantando las cejas—; tengo una camioneta que me prestaron para estos menesteres, y me sirve muy bien. Cuando hay operativos, voy detrás de la policía. Y ellos, sorprendidos, me preguntan lo que hago. Me dicen que me vaya a la iglesia a dar misa, que no tengo nada que hacer allí. Pero yo les digo que los migrantes son mi rebaño. Que mi deber es cuidarlos. Siempre me dicen que no tengo que obstaculizar su trabajo, pero yo les digo que no les estorbo en nada. ¿O es que hay algo que ellos ocultan, algo sucio, algo que no quieren que se sepa? Son preguntas, no afirmaciones. Pero los conozco. Su trato hacia los migrantes no es ningún ejemplo de respeto a los derechos humanos.
“¿Y con los narcos? Con ellos nosotros hacemos lo mismo. Si nos quieren amedrentar, en lugar de salir huyendo, vamos tras ellos. Sabemos dónde están. Están en esas cantinuchas inmundas, buhardillas de alcohol y prostitución, regenteando a las pobres muchachas. Pero nosotros vamos y les tomamos fotos. Un día que hice eso al principal narcotraficante del pueblo, se quedó sin habla. ¿Cómo me atrevía? Pues sí, así respondemos nosotros.”
Hay cuatro policías federales que están a cargo de la seguridad del sacerdote. Pero eso y nada es lo mismo. El que quiera quitarlo del camino lo podría hacer con facilidad.

¿Y la Iglesia? ¿No es un refugio?
“La Iglesia ha sido secuestrada por el lujo y el oropel. El Vaticano es el símbolo del poder y del dinero. En el Vaticano ya no hay cruces. Si miran alrededor, solo encontrarán el escudo del Vaticano. Hasta la llegada de este Papa, el Papa Francisco, sus antecesores se sentaban en un trono. Y ese trono es un símbolo. Es la silla del que manda. El que gobierna. No es el asiento del que sirve al rebaño. Yo espero que este Papa, que entró a contracorriente porque la Iglesia siempre obstaculizó a los jesuitas, sea realmente el pastor de los pobres.”

Las opiniones eclesiásticas de Alejandro Solalinde están en el extremo opuesto de la ortodoxia. No solo son sumamente críticas —aborrece la histórica inclinación al dinero por parte de la jerarquía—, sino además se apartan de los principios que ha defendido la Iglesia para mantener su cohesión, su disciplina y su control. Por ejemplo, del celibato. El pastor de los migrantes está convencido de que los sacerdotes pueden casarse, tener una familia, formar parte de la comunidad como todos los demás. Más aun, piensa que las mujeres tienen todo el derecho al sacerdocio, y la Iglesia mejoraría mucho con el ingreso de las mujeres como ministras de culto.

“Alguien tiene que pedirles perdón a las mujeres por lo que la humanidad ha hecho con ellas —dice Solalinde con vehemencia—; yo, en primer lugar, les pido perdón. Las mujeres han sido rechazadas y ninguneadas a lo largo de la historia, y con ellas se ha cometido una enorme injusticia. Se les ha relegado a un segundo plano. Han quedado fuera de los ámbitos de responsabilidad, fuera de los cargos públicos, fuera de la jerarquía eclesiástica, fuera de determinados trabajos, fuera de los liderazgos, fuera de todo. Qué barbaridad. ¿Pero saben una cosa? Las mujeres son mejores que los hombres. Y eso lo digo asumiendo toda la carga de mis palabras. El futuro de la humanidad descansa sobre las mujeres. Ellas son más responsables, más disciplinadas, más comprometidas, más perseverantes, más cuidadosas, más comprensivas, más trabajadoras que los hombres.”

¿Es usted feminista, padre?
“No, yo solo digo lo que veo.”

Hablando con Solalinde, salta a la imaginación una tercera analogía inquietante con la vida de Jesús. Y esa es, claro está, el final trágico de sus días. El suplicio. La crucifixión. Jesús hablaba de ello con palabras proféticas, como si el curso natural de su vida —con sus valores, su rebeldía y sus enseñanzas— tuviese que terminar en un sacrificio inevitable. Y Solalinde, con ciertos parpadeos, reconoce que sus enemigos pueden ganar la partida. En una ocasión, hace un lustro, una turba frenética llegó hasta el albergue para quemarlo. Llevaban galones de gasolina, fuego, mucho odio. Dos mujeres enardecidas acaudillaban a la multitud. Acusaban al sacerdote de proteger a un violador. Una mentira vil, pero incendiaria. Para provocar la quema del albergue y de su fundador, los gritos y los insultos sirvieron como combustible. “¡Quémenlo, quémenlo!”, gritaban. “¡Quémenme!”, respondió Solalinde, levantando los brazos. “¡Así no!”, le dijeron. “¡Baja los brazos!” El padre no bajó los brazos, y ese detalle simbólico le salvó la vida.

Hasta ahora. Para un hombre así, sin temor a la muerte, tenaz hasta el fin, la crucifixión está a la vuelta de cada cuadra. Y evitarla no depende de él.

Seguramente Alejandro Solalinde, mereciéndolo, jamás tendrá el Premio Nobel de la Paz. Gandhi tampoco lo tuvo.

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MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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