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Los frutos de Esmirna
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | Angelina Muñiz-Huberman | 01.09.2013 | 0 Comentarios

Homero Aridjis, Esmirna en llamas,  Fondo de Cultura Económica,  México, 2013.

Homero Aridjis, Esmirna en llamas,

Fondo de Cultura Económica,

México, 2013.

Homero Aridjis ha logrado en Esmirna en llamas un largo poema en prosa épico-lírico con tonos de Apocalipsis. Ha fundido la tradición de la literatura clásica griega y de la mitología en un libro que es, además, testigo histórico de nuestra época. Podría ser también un libro sobre el exilio —si no propio, heredado. Situado en los aciagos días de la guerra grecoturca (1919-1922) refleja parte de la vida de Nicias Aridjis, padre de Homero. Pero es una vida entreverada con el sufrimiento de todo un pueblo: en este caso, del griego ante los turcos, y con los nombres de los personajes que oscilan entre los antiguos mitos y la realidad o, incluso, la historia de Grecia: Calíope, Eurídice, Penélope, Tales, Heródoto, Platón, Pericles. Hasta el mismo Nicias, nombre del general de la Guerra del Peloponeso y, no digamos, Homero.

El otro gran hecho innegable, causa de constantes conflictos bélicos, es el enfrentamiento entre Grecia y Anatolia —o Asia Menor— desde la época troyana hasta el siglo XX. Así, en una región tan debatida, se dará la última batalla, en la que se ventilaron intereses de las potencias europeas. Un libro que expone la vertiente final y los desastres que causan la política, los nacionalismos y las religiones cuando eligen el camino de la intolerancia.

Esmirna en llamas es también, y ante todo, el eterno combate entre el bien y el mal, la débil frontera en la que la pasión y el crimen se desbordan y no hay dique que la contenga. Crueldad, violencia y tortura solo son apagadas con la muerte. Nicias, el testigo, va grabando en su memoria las imágenes delirantes de la guerra, de la destrucción de una bella y rica ciudad que se derrumba en sus cenizas. Ciudad construida a lo largo de los siglos que en pocos días es condenada a las llamas. Familias enteras que son sacrificadas y aun los que esperan en el puerto la llegada de embarcaciones salvadoras caen muertos:

Pero lo que más impresionó a Nicias no fue descubrir el movimiento de las columnas de caballería turca dirigiéndose a la ciudad en silencio, sino ver arrodillado al campanero de la iglesia de San Esteban, a punto de ser decapitado por un jinete turco que corría hacia él con un sable en la mano. (pp. 13-14)

Luego, las paradojas de la guerra se manifiestan en que ambos bandos cometen atrocidades y los valores se invierten: “Mustafá Kemal, el tirano infausto para los griegos, bueno para los turcos” (pp. 17-18). Frente a él, la defensa griega, al mando de Georgio Hatzianestis, resulta ineficaz, porque instalado en la locura y, a la manera de un personaje cervantino, se cree de cristal. Los absurdos y las incongruencias determinan el destino de las batallas.

La acción se desarrolla en las calles y el constante movimiento, los ataques, los avances y retrocesos de perseguidos y perseguidores corren aparejados con el ritmo literario. La lectura se vuelve imperiosa y las páginas se devoran unas a otras, se incendian de presagios y desvaríos. El libro entre las manos apenas se sostiene por la velocidad incontenible de los hechos y del fuego consumidor.

Con palabras dolorosamente irónicas, Nicias exclama:

Cuántas iglesias católicas romanas, armenias romanas, ortodoxas griegas, ortodoxas gregorianas y templos anglicanos y protestantes hay en Esmirna, pero como dice el dicho: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos porque Dios protege a los malos cuando son más que los buenos”. (p.19)

Esmirna era una ciudad pluriétnica donde vivían diferentes pueblos con culturas, idiomas y religiones que podían convivir. Nicias deambula por el barrio de los sefardíes (quienes lo habitaron desde su expulsión de España en 1492) donde aún se recuerda al falso profeta Shabetai Tzvi y resuenan los ecos de las antiguas canciones en ladino.

Esmirna es condenada a arder y el fuego todo lo destruye igualando en cenizas a casas humildes y palacetes, personas y animales. Aparecen los chettes, mercenarios encargados de las matanzas más crueles:

En las calles había cuerpos calcinados que despedían ese sabor dulzón de eternidad que tiene la carne abrasada. Entre los muertos había perros y gatos, pájaros y ratones achicharrados; las mascotas aparecían junto a sandalias, zapatos, manos, vendas, sombrillas, vestidos chamuscados. Más allá de los sexos, más allá de las edades no se sabía si una mandíbula pelada, un pie mutilado, una oreja perdida pertenecían a este o aquel cuerpo. La ciudad entera olía a fuego. (p. 87)

La destrucción alcanza las formas de la cultura y arden también libros, manuscritos, grabados, papeles, tesoros milenarios de las bibliotecas donde se guardaban desde escritos de la antigüedad clásica hasta el recién publicado Ulises de James Joyce. Y entonces se vuelve vigente la cita de Heinrich Heine: “Allí donde se queman los libros se acabará quemando a seres humanos” (p.91). Análogamente con lo que hicieron la Inquisición española y el nazismo.

Nicias se siente parte del fuego:

Ante sus ojos no solo el pasado individual de miles de personas se venía abajo sino también siglos de civilización. Él, fantasma de sí mismo, sentía que nunca más podría separar su persona de la ciudad arrasada, como si hombre y paisaje fuesen la misma cosa, las mismas ruinas. (p. 97)

Y, sin embargo, Tánatos atrae a Eros, y Nicias y Eurídice aún pueden gozar de una noche de amor y evocar, a la manera del Cantar de los Cantares, la plenitud del éxtasis. Así la ronda por la ciudad abarca toda su vitalidad en medio de la muerte.

La mirada fotográfica de Nicias se esfuerza por grabar para siempre la historia que vive. No deja nada de lado, ni los grandes hoteles ni los clubes deportivos ni los parques ni los mercados ni las escuelas y sus maestros ni los teatros y los cines. Ni siquiera las películas vistas : El Gólem, El gabinete del Dr. Caligari, Nosferatu y los extraordinarios noticieros Pathé, en repaso melancólico. Todo habrá de ser mencionado y trasmitido para las generaciones futuras en versión de los vencidos, los que no escriben la historia, frente a los relatos de periodistas y testigos de Francia, Inglaterra, Estados Unidos y sus posiciones partidistas. Asimismo, versos de la Ilíada y la Odisea o bien de Cavafis son intercalados.

Esmirna en llamas, de Homero Aridjis en boca, oídos y ojos de su padre Nicias, recoge un trozo de la historia mundial que no debe ser olvidado. O como dijera el cónsul americano George Horton: “Una de las más fuertes impresiones que me llevaba conmigo era un sentimiento de vergüenza de pertenecer a la raza humana” (p.112). Como nota al margen resulta oportuno referirnos a la situación actual, aunque en circunstancias de otra índole, en la que tanto Grecia como Turquía ocupan los titulares periodísticos y atraviesan momentos difíciles.

Por último, el libro incluye fotografías e ilustraciones de la época, así como fragmentos de cartas y artículos periodísticos, además de la bibliografía final, que completan el panorama. Estamos ante un libro verdaderamente excepcional que debe ser conocido por todo lector y difundido en amplitud. Un libro que parecería alejado de la realidad mexicana cuando no es sino todo lo contrario. La historia de Nicias, después de la quema de Esmirna, lo lleva al exilio de ciudad en ciudad y de país en país para finalmente establecerse en Contepec, Michoacán —ejemplo, una vez más, de la cualidad hospitalaria de México que ha recibido a tantos refugiados y perseguidos políticos. La fotografía final de Nicias en su huerto de Contepec, abrazando contra su cuerpo un montón de higos cierra el libro de manera emotiva y concluyente: después de todo el sufrimiento, el dulzor de los frutos de Esmirna quedó afianzado en su corazón para siempre.  ~

________

Poeta y narradora, académica e investigadora, ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN (Hyères, Francia, 1936) ha dedicado su fructífera vida a las letras. Es autora de más de treinta libros, entre los que se cuentan los poemarios El trazo y el vuelo (1997), La sal en el rostro (1998), Conato de extranjería (1999) y La tregua de la inocencia (2003), por mencionar solo algunos de los más recientes. En 1985 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Huerto cerrado, huerto sellado, volumen de cuentos. Otras de las distinciones que ha recibido son el Premio Magda Donato, la primera edición del Premio Sor Juana Inés de la Cruz (1993), la Medalla Jerusalén y la Orden de Isabel la Católica (2011).

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