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Julien Green, un viajero gozoso
Cultura | Este País | Travesías | Andrés de Luna | 01.11.2013 | 0 Comentarios

Black hole, técnica mixta sobre papel de algodón, 20 x 27, 2013.

El misterio, la duda y la sorpresa son elementos característicos de los libros de Julien Green (1900-1998). Un escritor que siempre se consideró estadounidense, un hombre de Georgia, un sudista que iba y volvía al país de origen. Una de las causas de mayor tensión en su vida fue el ofrecimiento del presidente Georges Pompidou de adquirir la ciudadanía francesa, oferta que el autor de Mont-Cinere rechazó sin más, él era un tipo que vivía en París sin que esto lo convirtiera en un personaje que anhelara ser galo. Incluso, uno de sus editores cambió la manera de escribir su nombre. Esto le dio una cierta raíz que se mantuvo a lo largo de su existencia. Fue un escritor que hizo largas travesías por el mundo, sobre todo por Europa y América.

Uno de sus textos dedicados a los viajes es Florencia (Granica, 1988), donde inicia su recorrido diciendo:

En cada visita el viajero abandona un fantasma de sí mismo que reencontrará la próxima vez: fiel compañero de memoria despiadada. Él se reencuentra; pero ella no está. Aunque el Arno transcurra siempre, con una aplicación maníaca, entre las dos orillas, la ciudad de ayer se ha desvanecido. ¿Diferente? No: otra. El sueño es agradable. Como los fantasmas de un viajero que se paseara por ciudades fantasmales. Pero limitémonos a mirar Florencia, que es una de las ciudades más hermosas de la Tierra. También, una de las menos entretenidas. Como solo respeto la intuición, estoy en contra de las guías. No puedo soportar que me digan: “Deténgase aquí, admire esto”. Quiero preservar todas las alegrías de la sorpresa total. Y descubrir, sin maestros, mi Duomo, mi Baptisterio, mi Palacio Pitti. Una gorra, unos galones y un llavero alcanzan para provocar mi huida. ¿Una multitud políglota de visitantes, delante de una puerta? ¡Horror! Desaparezco.

En estas líneas encontramos una declaración de lo que era un recorrido viajero para Julien Green, quien requería de una dosis de sensibilidad bien afinada para encontrarse con los monumentos artísticos de una urbe antigua. Bastaba con que su cultura lo llevara por los entresijos de una ciudad que él había conocido a través de sus pinturas o sus libros de arte, pero sobre todo era un personaje que se adentraba en un sendero de cosas que admiraba con el placer de observarlas aparte de las multitudes, de hordas de turistas con cámaras exentos de cualquier cosa, solo ávidos por ganarse la posibilidad de tomar unas cuantas imágenes de algo que ni siquiera acababan de conocer. La diferencia con Green era su capacidad para desentrañar un espacio, las huellas de un edificio o la simple embotadura de una barcaza. Él, con ese espíritu “sudista” que lo embargó desde pequeño, sabía considerar lo que destacaba en medio de una serie de hechos carentes de interés.

Algunas páginas después anotará en esta suerte de diario:

De camino, la fachada finisecular del Duomo se oculta (hace bien) tras un andamiaje. Muy cerca, casi a sus pies, un edificio de forma octogonal, el Baptisterio. Allí, más claramente que en cualquier otra parte, late el corazón de Florencia. Entro y primero no veo nada, pero inmediatamente siento la paz de la iglesia romana, de las iglesias de pueblo, sus hermanas del gran siglo; quiero decir, del siglo xii. Es su serenidad, su fe tranquila y un poco masiva. Respiro todo esto mientras me oriento en la penumbra. Y luego alzo los ojos, descubro un cielo nocturno: la bóveda estrellada de mosaicos bizantinos donde Cristo, con túnica de color rojo sombrío, reina en el esplendor terrible del Juicio Final. Por esos breves instantes (fuera del mundo) que me ha dado Florencia, le podría perdonar que me ocultara el resto, si un día debiera partir sin haber visto nada de sus palacios y de sus jardines.

Green se conmueve ante el esplendor del Baptisterio. Siente que es la parte íntima de una Florencia que se engalana con arquitectura y arte por doquier. Él entra en ese hallazgo, que es una especie de secreto, que se revela a cada mirada, es una parte que está a un costado del Duomo y que tiene los elementos para ser un destello, algo que durará por el resto de nuestras vidas al convertirse en realidad. El escritor así la vivió al reencontrarla, al sentirla y al abismarse otra vez en esta cortinada en mosaicos donde Cristo preside el Juicio Final. En otro momento, el autor de Leviatán camina por esta ciudad que carece de líneas rectas en su trazo y por una de estas calles se enfrentará al David de Michelangelo Buonarroti —o Miguel Ángel. La figura, que es un homenaje a la belleza masculina, hace que Green confronte esta pieza escultórica con el David de Donatello. Para él, en la de Miguel Ángel están los esclavos y los jóvenes con quienes colaboró en la capilla Sixtina, tan conflictiva y tan plena de roces con el papado. Mientras que en la segunda, está la idea de independencia. Después Green otorga un juicio polémico sobre las esculturas que están en la Loggia dei Lanzi, las encuentra en actitudes artísticas. El dirá que, pese a ser copias antiguas, “no disculpa su convencionalismo”:

Se dirá que soy difícil. Sí, cuando se trata de Florencia. Aquí, donde lo más hermoso se reúne, pretendo una belleza unívoca. Los italianos, con su sentido de la belleza del espacio y del vacío, deberían renunciar a ciertas abominaciones artísticas o reservarlas a otros pueblos. El Palacio de la Signoria, con sus almenas de cola de milano y su inmensa torre intimidatoria, no necesita ver esas naderías pegadas a sus pies. Sin adornos, la plaza sería más hermosa todavía; con una simple marca sobre los adoquines para señalar el lugar donde ardió Savonarola, el mismo en el que, como muchos ingleses, deposito en cada viaje un ramillete de violetas.

 

El escritor está en contra del recargamiento, de la impostura que tienen algunos sitios florentinos. Aquí el turista ni siquiera registrará lo que dice el maestro Green, quien preferiría suprimir algunos detalles que le estorban. Él estaría a la espera de observar esta ciudad rica en matices a su manera, a su modo. Sin que nadie le estorbara en esa experiencia de vida, que es la que requiere el viajero experto. Incluso, habría que ver las imágenes de la inundación de Florencia del 4 de noviembre de 1966. Puntos de la urbe, como la Piazza Santa Croce, con cinco metros de agua que se colaban por todas partes y que destruían lo que era posible en esta ciudad gloriosa. Uno es el juicio de un hombre que saca sus conclusiones luego de ubicar los elementos, otra es la crisis que provoca la naturaleza y que pone en ruinas lo que antes eran ornatos extraordinarios. Así, la ciudad florentina se manifiesta en esos dos territorios, el entorno que nos gustaría ver y el que nos deja ver una memoria cercada por las aguas del Arno.

Green retoma la ciudad:

La Via Tornabuoni, no interesa la dirección: siempre hay algún palacio que excita la curiosidad. Y el más cercano es el más erizado de piedras en forma de diamantes, el Palacio Strozzi, es macizo, austero y de gran apariencia; florentino, en suma, hasta lo alto de sus escaleras y de su cornisa a la romana. Sus farolas poseen garras. En las calles estrechas hay que estar en guardia: los coches casi rozan al viandante. Pero una de las virtudes italianas es la de conducir peligrosamente bien.

 

Aquí el autor se asombra ante el palacio que tiene delante y que permite su mirada. El contraste está en la advertencia de la forma de conducir de los italianos, que trepan, suben y se complican ante unos viajeros que están a la defensiva subidos en las banquetas de esta poderosa ciudad.

Para concluir su libro Florencia, el escritor emplea estas palabras:

¿Pero acaso los Medici no daban fiestas inigualables? ¿Y no es ese reverso de las actitudes desdeñosas del día? ¿O se trata, como en cada vida, de conjuntar ese miedo terrible a que la luz no vuelva? A la noche se le opone la fuerza de la alegría física. Y lo que vale para el hombre, vale, también, para la ciudad del hombre. El pasado emplea su enorme peso para secuestrarnos, como una sirena, en su corriente. Pero la riada del futuro es más fuerte.

 

Esa es la paradoja del viajero, enfrentarse a la luminosidad de la urbe o esperar a que la noche cambie el panorama y abra el escenario del nuevo día. Todo se renueva y todo cambia, cómo dejar que las cosas mantengan su mismo nivel de insistencia. Lo único cierto, lo único real, es lo que estará determinado por el tiempo próximo, por el futuro que ya llega cuando nosotros apenas le estamos dando una mirada al presente. Así observó Florencia el gran escritor Julien Green.  ~

________

ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).

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