En Chile, la respuesta de la sociedad ante un terremoto hace más de 15 años impuso una nueva pauta de solidaridad y organización civil que intenta extenderse a toda América Latina. Se trata ya no solo de cooperar con enseres y recursos materiales, sino de poner manos a la obra para ayudar a los sectores más desprotegidos de la población.
El año que termina se lleva con él vidas y viviendas en todas las latitudes de la Tierra. En la India, por ejemplo, las lluvias torrenciales se llevaron a miles de peregrinos que acudían habitualmente a los lugares sagrados en el norte del país. De la mayoría se ignora su paradero. Los países más poblados tienen las cifras más abultadas en materia de desgracias. En China fueron desplazadas más de 200 mil personas para evitar que fueran víctimas de inundaciones. Y nosotros no nos quedamos atrás. En México, las inundaciones y los deslaves que acostumbraban azotar a los estados del sur y sureste del país llegaron hasta las regiones norteñas de Sinaloa. En total, de manera sorpresiva, afectaron a 23 entidades federativas.
El recuento de daños, aunque se ha convertido en una mala costumbre otoñal, no deja de ser escandaloso: más de 20 mil casas perdidas, según las autoridades. La mayoría de ellas en Guerrero, uno de los estados más pobres y conflictivos del país. Después de las cuantiosas inundaciones, las avalanchas de tierra, los deslaves fatales, los muebles navegando por los ríos, los animales y las cosechas perdidas, las casas desaparecidas, los miles de damnificados, los albergues repletos y —lo peor— las decenas de muertos y desaparecidos, vienen los señalamientos. Las voces más acreditadas, como la de Julia Carabias, dicen que los desastres no tienen nada de naturales, porque son efectos de los errores de las sociedades. Falta de planeación, construcción de viviendas en zonas de alto riesgo, voracidad de las empresas constructoras, ignorancia exponencial. Cierto. Y para colmo, después de los huracanes, viene la politización de los desastres. Los que se lavan las manos de cualquier desgracia. Los que culpan al otro de las tragedias. Un cúmulo de dedos de fiscales que surgen de los escombros para señalar como culpables a los gobernadores, los presidentes municipales, las empresas constructoras que burlaron las leyes ambientales. Casi siempre son de otros partidos, o simplemente del pasado.
El invierno y la Navidad no se disfrutan en los albergues. Los que perdieron sus casas siempre esperan una pronta respuesta del gobierno, y los albergues se convierten en polvorines que estallan constantemente en reclamos y protestas. Y con razón.
La reconstrucción es una tarea titánica, responsabilidad del Gobierno, por supuesto, pero no únicamente. Afortunadamente, hay ejemplos que señalan otras vías, complementarias en algunas ocasiones, sustitutivas en otras. En Nueva York, por ejemplo, hace poco más de un año, el huracán Sandy rompió con una regla de oro que protegía a la Gran Manzana: hasta ese momento se creía que los huracanes eran fenómenos caribeños de corte más bien tercermundista, que azotaban las costas tropicales y que se disolvían antes de llegar al norte de Estados Unidos. Pero Sandy se encargó de derrumbar la tranquilidad de esa mentira. A finales de octubre, envolvió con su nube catastrófica a la Estatua de la Libertad, levantó olas que destruyeron fraccionamientos enteros en Queens y Nueva Jersey, y sembró el terror primitivo a los huracanes entre la población del sur de Manhattan.
Los 12 meses que siguieron a la perplejidad de la destrucción provocada por Sandy estuvieron salpicados de una mezcla de embotamiento y forcejeos políticos bajo la mesa. La falta de acuerdos entre los partidos políticos y las intrigas entre la Casa Blanca y el Capitolio llevaron a la parálisis imprevista del Gobierno Federal y, en ese marco, la ayuda para la reconstrucción fluyó de manera errática y discontinua. Pero esa falta de ayuda no fue un impedimento para las movilizaciones del vecindario en las tareas de reconstrucción.
Uno de los factores que atestigua esas movilizaciones es el uso inmediato y masivo de las cámaras de los teléfonos celulares. Las inundaciones paralizaron casi todos los servicios, pero los ciudadanos se dedicaron a fotografiar los eventos como si fueran corresponsales de guerra. Hay una galería de reportajes gráficos que incluyen puentes que se derrumbaron, automóviles con el agua hasta los cristales, gente atrapada en las inundaciones, escombros apilados como montañas, estaciones del metro anegadas hasta los anuncios, en fin, destrozos al mayoreo. Hoy se conocen más de 800 mil fotografías tomadas con el pulso de los smartphones. Y, gracias a ello, también sabemos que la reconstrucción de toda la infraestructura dañada no se paralizó junto con el Gobierno. En noviembre pasado, la revista Time publicó un reportaje gráfico en el que se observa la dinámica de una reconstrucción en marcha. Si nos fijamos en el momento de la destrucción y sus consecuencias, observamos barrios enteros que perdieron la geometría de sus trazos, casas despedazadas y calles convertidas en flujos de lodo; y, posteriormente, una reparación impactante: casas levantadas en un parpadeo, puentes reconstruidos, etcétera. Los vecinos se movilizaron. Una demostración de la fuerza y los beneficios del primer mundo.
Sin embargo, en el tercer mundo hay también botones de la misma muestra. En 1997 en Chile, tierra de sismos e inundaciones, un grupo de estudiantes de ingeniería de la Universidad Católica se propuso ayudar con sus propios brazos a levantar las casas de los damnificados por un terremoto. Era un grupo pequeño pero con un gran poder de convocatoria. Los universitarios hicieron un llamado a los jóvenes estudiantes para ayudar a construir viviendas de emergencia para los damnificados, y el resultado superó todas sus expectativas. La sociedad entera se movilizó como un solo cuerpo.
Así nació una organización llamada “Un techo para mi país”, que al paso de los años se quedó con el simple nombre de Techo. Montados en el oleaje de una movilización social impresionante convocada por ellos mismos, los estudiantes se propusieron levantar viviendas de emergencia —así les llaman a unas casitas de doble techo— para todas las familias que vivían en los márgenes de la pobreza extrema. Con el lema “Dos mil casas para el 2000”, construyeron un cúmulo de viviendas dignas en los barrios marginales, y pusieron el piso necesario para que las familias más pobres del país tuvieran un pasillo para encontrar la puerta de salida de la pobreza.
Los estudiantes chilenos idearon la manera de ayudar a las familias no solamente con viviendas de emergencia muy dignas —unas casitas de madera y cemento de seis por tres metros, piso de madera y techos a dos aguas—, sino con un paquete educativo para superar la pobreza extrema con servicios básicos de salud, capacitación para el empleo, oportunidades de educación, proyectos productivos y mayores ingresos; un conjunto de medidas para superar las condiciones de miseria en las que se encontraban, independientemente de las sacudidas y destrozos de los sismos.
La clave para salir de la miseria es la participación de las comunidades que viven en ella y el apoyo de los demás sectores sociales. En sus orígenes, la organización se propuso juntar en un mismo proyecto las fuerzas de los sectores más desprotegidos de la sociedad y el entusiasmo de los privilegiados, en este caso, los estudiantes. El resultado fue aleccionador para ambos. El ejercicio trascendió la urgencia de la ayuda. Además de ser un apoyo necesario, las viviendas de emergencia fueron un pretexto para la convivencia de diversas clases sociales, un aprendizaje recíproco y una experiencia acumulada que sirvió como cimiento para nuevas tareas. “Fue como un despertar nacional. Todos nos dimos cuenta de que somos un mismo país, y la tarea de reconstruirlo nos correspondía a todos”, dice Soledad Acuña, una estudiante chilena convertida ahora en directora de Techo en México.
Al calor de los llamados desastres naturales, la organización trascendió fronteras. América Latina siempre ha sido un hervidero de catástrofes —desde sismos hasta huracanes e inundaciones—, y Techo se fue abriendo paso para prestar ayuda a los damnificados con su experiencia. En 2010 la tierra se convulsionó en naciones tan distantes como Haití y Chile, y la organización fue determinante en la reconstrucción de lo derruido. A partir de ese momento, Techo se fue abriendo paso en el continente. Hoy tiene voluntarios y actividades en Uruguay, Argentina y Colombia, entre otros países.
En México, la agrupación lleva siete años de trabajo arduo. “Este país es un desafío inmenso —dice Soledad—; en Chile nos sentimos orgullosos porque levantamos decenas de miles de viviendas de emergencia. No podemos decir que nuestra actuación sacó definitivamente de la pobreza a todas las familias que vivían en los cinturones de miseria de las ciudades, pero sí fue una plataforma de lanzamiento para que las familias pudieran respirar bajo un techo. En México la cosa cambia. La pobreza es un mundo. Hay 53 millones de habitantes que viven bajo la frontera de la pobreza. Necesitamos una estrategia adecuada”.
La estrategia de Techo es movilizar a la sociedad, convocar voluntarios, hacer labores de proselitismo en las escuelas y en las oficinas, hacer un llamado de emergencia a la voluntad de los jóvenes para construir casas para los que viven en cuevas, entre paredes de desperdicios y jirones de basura. Y la técnica es muy depurada. En un fin de semana, cientos de voluntarios llevan los materiales al cerro, a las comunidades más recónditas, y en otro fin de semana, los miserables tienen viviendas dignas, con acabados habitables, con piso y techo verdaderos. Unos lo ven, otros no lo ven pero lo sienten. “Yo perdí la vista desde hace cinco años por entrarle a los inhalantes —dice Vicoriano Ortiz, un beneficiario de vivienda de emergencia—; era albañil, muy pobre, y la droga me quitó la vista. Desde entonces me vi rodeado de abusos. Los que venían querían dinero, querían votos a cambio de nada. Pero estos jóvenes me demostraron otra cosa. Me ayudaron con puro corazón. Sin pedir nada a cambio. Bueno, sí, tengo que pagar mil quinientos pesos por la casa. Y además en mensualidades. ¿Se da cuenta? Eso no es nada. Ahora tengo una casa hermosa, la toco y la veo casi tan bien como los que tienen vista”.
Varias empresas tienen una participación decisiva en estos proyectos. En Techo participan empresas como Hewlett Packard, dhl y la televisora Fox. Las grandes firmas ponen los recursos para pagar las casas, dinero que no le cobran a los beneficiarios. Fox presta a sus conductores para apoyar las convocatorias. Pero no solo eso, el tema de la responsabilidad social ha permeado en diversas empresas, que toman el tema no solamente como una actividad marginal para ganar prestigio, sino como un componente esencial de sus objetivos. Para estas firmas, las prioridades sociales como la educación, la salud, el trabajo formal y productivo, los valores familiares, la conservación de los recursos naturales y la reducción de gases de efecto invernadero, son tareas tan importantes como la generación de ganancias.
La responsabilidad social ha calado también en los empleados y trabajadores de las empresas, al punto de que muchos de sus trabajadores se han convertido en voluntarios que construyen viviendas de emergencia los fines de semana. “El voluntariado es increíble. Esa gente, los que nada tienen, tiene mucho que enseñarte —dice Carlos Thomé, un voluntario constructor de casas de Hewlett Packard—; uno no llega ahí con el ánimo de ser de los benefactores que sacarán de la pobreza a los que menos tienen. No. Uno va ahí con el ánimo de ayudar y aprender. Y rápidamente uno se da cuenta de que para los trabajos manuales ellos son los maestros. Cargar materiales, clavar pilotes en el suelo, levantar muros y poner techos es lo de ellos. Uno los apoya con cierta humildad. Pero uno también participa de su entusiasmo cuando entran por primera vez a su nueva casa. Es algo fuera de lo común. Las clases sociales desaparecen en ese momento. Uno aprende a valorar de otra manera lo que tiene. Y uno se siente feliz, satisfecho de ser útil a los demás”.
En México, este año los huracanes envolvieron con sus aguas a la mayoría de los estados del país. En Guerrero las inundaciones fueron catastróficas, pero los desastres se extendieron también a zonas en las que no se acostumbraba tener ese tipo de tragedias. Y, como siempre, la ayuda se multiplicó de la noche a la mañana. En toda la República surgieron centros de acopio para reunir ayuda: agua, ropa, medicinas, cobijas; en suma, lo que hace falta para quien ha perdido todo. En ese tema, el comportamiento habitual de la ciudadanía es ejemplar.
Lo que nos falta es otro tipo de participación. La participación a la que convoca Techo. Lo que hicieron los chilenos para sacar de la pobreza extrema a los habitantes de las colonias más pobres del país. Lo que hacen los habitantes del primer mundo cuando no llegan los recursos gubernamentales. En México, además de las donaciones habituales en casos de desastres naturales, necesitamos donar nuestro tiempo, nuestros brazos, nuestros mejores empeños. Ponernos a trabajar, todos, para levantar las casas de los que las perdieron, es decir, convertirnos en una nación de voluntarios.
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MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.