Saturday, 23 November 2024
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La enfermedad de la cultura
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | José María Espinasa | 01.01.2014 | 0 Comentarios

Perla Krauze

Gabriel Zaid,

Dinero para la cultura,

Debate, México, 2013.

 

Cada vez que leo los libros de Gabriel Zaid dedicados a la crítica de la economía de la cultura —El proceso improductivo, Los demasiados libros, Los universitarios al poder y, recientemente, Dinero para la cultura— me sorprende su claridad y precisión para detectar los males (parecería que congénitos) del mundo cultural mexicano. Pero más me sorprende que esa claridad y precisión no sea de verdad atendida y caiga en el vacío. Me asombra que se discuta poco en la prensa, en los medios, en las propias instituciones encargadas de promover la cultura su visión del funcionamiento cultural, pues creo que tanto los promotores culturales del Estado como los privados e independientes pueden —y deben— expresar sus diferencias con los planteamientos que hace. Se pone en funcionamiento ese mecanismo de anulación, peor que el ninguneo tradicional, que acepta la razón de sus argumentos para de inmediato olvidarlos, no hacer caso y seguir como si no pasara nada.

Es cierto que Zaid toca muchos puntos y de diversa índole, aunque los sintetiza de una manera espléndida y argumenta con los datos en la mano. No muchas personas lo pueden hacer, y para responder se cae muchas veces en el fárrago y en la confusión. Trataré de no incurrir en ese pecado. La responsabilidad del uso del dinero en la cultura es muy grande, en especial por parte del Estado. Si se invierten muchos recursos en la cultura y se invierten mal, como ocurre en nuestro país, el resultado es desastroso, no solo se provoca una curva descendente sino que se pervierte su presente y se empobrece su futuro.

Cuando trato de dialogar con sus argumentos, muchas veces estadísticos, lo que me viene a la cabeza son ejemplos personales que contradicen sus conclusiones. Y, claro, de inmediato me acuerdo que esa es una cualidad de la estadística: que un promedio coincidiera con una persona real sería un milagro. No soy dogmático: mi rechazo instintivo a las estadísticas no me impide saber que son una herramienta esencial para el trabajo. Y cuando intento llevar lo que me ocurrió de la anécdota al argumento el asunto se complica. Voy a tratar de superar esa parálisis sin abandonar el terreno de la experiencia personal y tratando, además, de no sentir vértigo por los muchos puntos que el libro toca.

Partiré de algo muy concreto. ¿Por qué los editores seguimos haciendo presentaciones de los libros que publicamos? En un tiempo —hace unos cuarenta años— tenía mucho sentido: la presentación reunía a los amigos, los presentadores escribían textos elogiosos pero bien hechos que luego publicaban en suplementos o revistas, asistía algún periodista que daba noticia de la aparición del libro y con un acto relativamente barato —la sala no se pagaba, los presentadores lo hacían por amistad y, si acaso, se gastaba en una caja de botellas de vino para brindar con los asistentes—, que requería poca inversión, se conseguía buena difusión.

Hoy, los presentadores cada vez realizan menos el esfuerzo de escribir sus palabras e improvisan, ya casi no hay lugar donde publicar —si los escriben— esos textos, la prensa solo asiste si es una figura consagrada y los amigos están hartos de asistir a presentaciones. Si hay vino caen siete u ocho cazadores de brindis y, si no, el acto está vacío. Todo el mecanismo de difusión se descompuso por confundirlo con la publicidad, que aparece cuando se suma dinero a la difusión. Un amigo, director de una plana cultural diaria, cuando le reproché no publicar una entrevista con un autor el día de la presentación para llevar algo de público, me contestó: “Si quieres publicidad paga por ella”. De nada sirvió que tratara de explicarle que era un servicio a sus lectores del que, sí, en efecto, yo sacaba provecho, y del que nos beneficiábamos todos —lectores, editores, autores y medio.

Después de leer “El negocio de las conferencias” debería dejar de hacer presentaciones, pero las sigo haciendo sin que provoquen más ventas y por lo tanto recuperación económica de lo invertido. ¿Por qué? Mi respuesta está en un disenso con Zaid: creo que la oralidad sigue siendo muy importante en la cultura. Él también lo piensa, pero le molestan ciertos usos de esa oralidad como se muestra en el ensayo mencionado. No es lo mismo reunirse en casa con amigos, que reunirse en un café o incluso en una presentación. La mejor difusión actualmente, y la única a la que los libros que edito tienen acceso, por razones económicas, es la del boca a boca. Y el boca a boca no puede ser suplido por el twitter a twitter, por lo menos no todavía. Zaid, ingeniero en sistemas, veinte años mayor que yo, es un nativo digital, yo no, no al menos anímicamente, y por eso desconfío también de las varias soluciones que propone en las que la plaza pública de la oralidad se transfiere a la plaza pública escrita de la web. La interacción entre oralidad y escritura me parece fundamental para una buena salud cultural. Si en un tiempo esa oralidad se desplazó a la prensa impresa ahora casi ha desaparecido —menos revistas, magras secciones culturales y pocos suplementos en los diarios. La cuestión audiovisual o mediática, a la que Zaid rechaza de forma personal extrema (ni siquiera se deja fotografiar) no es una prolongación de la oralidad sino su absoluta perversión.

Párrafos arriba dije que a Zaid no se le hacía caso, aunque goce de un enorme prestigio como crítico de nuestra realidad. No es del todo cierto. Hay propuestas suyas que han permeado ese quehacer. Por ejemplo, el uso de la edición digital, cercana al tiraje sobre pedido, es para mí, como editor, hoy natural. Debí hacerle caso desde hace muchos años y me habría evitado desastres económicos y complejidades de almacén. También es cierto que muchas de sus propuestas se han incorporado a las formas en que el Estado fomenta o invierte en la cultura, por ejemplo, el Fonca, pero —los peros son inevitables— muchas veces partiendo de un punto inicial erróneo.

Pongo un ejemplo muy reciente. La Dirección General de Publicaciones del Conaculta lanzó hace unos meses una convocatoria pública para coeditar con las editoriales mexicanas. El principio de esa convocatoria era muy saludable, evitar la discrecionalidad con que más o menos se habían hecho esas coediciones hasta entonces, volver eficiente el uso de los recursos destinados a estas y transparentar su manejo. Todo bien, menos la convocatoria misma, que ignora precisamente lo sucedido en ese campo en los últimos veinte años.

En otras ocasiones he señalado que uno de los fenómenos culturales más importantes de las dos últimas décadas es lo que se ha llamado “industria editorial independiente”. Zaid marca su inicio con la actividad, en los años ochenta, de los escritores nacidos alrededor de 1955. Su calidad y capacidad de producción en una época de crisis lectora es notable. A lo largo de esas dos décadas el editor independiente ha desarrollado un conocimiento real de las tres variantes fundamentales de su trabajo: el tiraje, el precio y el título publicado. Pues dicha convocatoria decide ignorar eso y fija, de entrada, un tiraje —dos mil ejemplares— muy alto para la mayoría de ellos, un precio muy bajo —el factor 2.7 propuesto apenas cubre gastos y, aunque vendiera todo su tiraje, el editor pierde— y pide propuestas de títulos que acepta o no. Es decir: toma al editor independiente como maquilador de una producción determinada, ni se premia ni se apoya su trabajo, se le utiliza.

Algo que ronda muchos de los capítulos de Dinero para la cultura es que los mecanismos de financiamiento no toman en cuenta al público, se crean mecanismos para apoyar a los autores —como las becas del snca— pero no se piensa en hacer llegar esas creaciones al público. ¿Cuántos libros se han escrito con esas becas que no han sido publicados? En el mismo terreno de la edición independiente el Fondo de Cultura Económica impulsa anualmente, en la librería Rosario Castellanos, una Feria de Editoriales Independientes (la de este año reunió sesenta y cuatro) en la que los resultados de venta son bastante buenos, pero casi no se le hace difusión, dejándole a las pequeñas editoriales la responsabilidad de hacerla. Si a pesar de ello esos fondos se venden bien, ¿por qué la librería no los exhibe —así sea en un menor espacio— durante todo el año? ¿Por qué los exhibe a cuentagotas en sus otras librerías?

¿Por qué el Estado, que maneja directa o indirectamente más de la mitad de las librerías del país no usa su capacidad instalada para combatir el malinchismo del medio librero mexicano que prefiere exhibir abrumadoramente fondos españoles que dar espacio a esas nuevas propuestas? La respuesta es evidente: el lector —el público— no les importa. Por eso se produce cine que no se ve y libros que no se leen. Incluso los museos, antes un paseo frecuente, ahora tienen cada vez menos visitantes. Si me ocupo más de la cuestión literaria y editorial es porque soy escritor y editor, y también porque Zaid mismo pone en el centro de la palabra cultura al libro y la lectura. Y tiene razón.

El carácter de ogro filantrópico del Estado mexicano queda en evidencia cuando inyecta dinero a una industria —la editorial y la cinematográfica son buenos ejemplos— como el médico que le pone oxígeno al agonizante pero no piensa en curarlo. Bibliotecas de aula, del maestro, compras de libros por parte del Gobierno han sido oxígeno; cuando lo retiran, la industria está más enferma.

Zaid plantea tantos temas y asuntos que su abundancia a veces parece repetitiva. Hace unos días escuché citada la siguiente anécdota: el poeta inglés W.H. Auden decía que, en efecto, no había dinero en la poesía pero que, en venganza, tampoco había poesía en el dinero. No creo que Zaid estuviera de acuerdo, aunque supongo que sonreiría ante el retruécano. En los temas que plantea hay algunos, muchos, coyunturales, que son síntomas de la enfermedad, por ejemplo, los premios literarios. Otros, como el asunto de las universidades, que no son síntomas sino la enfermedad, aunque es difícil saber si el tumor es el síntoma del cáncer o el cáncer mismo. De ellos hay que ocuparse por separado y lo haré en otra ocasión. ~

___________

JOSÉ MARÍA ESPINASA (Ciudad de México, 1957) es escritor y editor. Ha publicado los libros de poemas El gesto disperso, Cuerpos, Piélago y Al sesgo de su vuelo; los de ensayo Hacia el otro, El tiempo escrito, Cartografías y Actualidad de Contemporáneos. Su más reciente libro es El bailarín de tap. Retrato de Truman Capote con Melville al fondo (Ediciones Sin Nombre, 2011).

 

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