Pocos cambios a la ley han enardecido tanto a los sectores liberales de la sociedad española como los más recientes en torno al aborto.
¿Es lo mismo la fecundación que la concepción? Puede. Sin embargo, da la sensación de que el planteamiento remite a dos realidades diferentes. O mejor, a una misma realidad pero vista desde dos perspectivas distintas. La primera refiere a una cuestión meramente científica; la segunda, a algo quizá más trascendente. A un acto que supone el principio de lo que, necesariamente, debe convertirse en otra cosa. No en vano, la Inmaculada es ‘Concepción’.
¿Un feto es un ser humano? Puede. Sin embargo, da la sensación de que el concepto remite a dos realidades diferentes. O mejor, a una misma realidad pero vista desde dos perspectivas distintas. La primera supone una cuestión meramente científica; la segunda, sin duda, algo mucho más trascendente. No en vano, el mayor —y más repetidamente violado— compromiso de todos los tiempos es la Declaración de los Derechos Humanos. La cuestión es cuándo se puede hablar en sentido estricto de ‘ser humano’. ¿Algo que solo es en potencia y que no es por tanto, es un ser humano? ¿Es lo mismo una realidad que un proyecto? Si un ser humano es objeto de derechos y deberes, ¿es posible también hablar de un ser humano que solo sea objeto de derechos puesto que de ninguna manera podría tener deber alguno?
El lenguaje, si no configura realidades, al menos sí condiciona la manera de entenderlas. Y en el debate del aborto, esta máxima se confirma en toda su extensión. El lenguaje, en esta permanente polémica (prohibir, despenalizar, legalizar), remite a cuestiones morales; a maneras de entender la vida, la vida digna, las responsabilidades, los deseos, los compromisos… Precisamente por este motivo es imposible llegar a un consenso sobre qué hacer. Un Estado avanzado —aunque sea confesional— no puede imponer a los ciudadanos la manera de entender su propia vida; no puede resolver por decreto lo que aún en la ciencia provoca disparidad de opiniones; no puede forzar a que se denomine ‘persona’ a lo que aún no lo es, por mucha certeza que se tenga de que lo será. Y, si no es confesional, no puede legislar sobre planteamientos religiosos.
Bueno, sí puede, pero no debe, aunque es lo que va a ocurrir en España. Desde el año 2010, la interrupción voluntaria del embarazo se regía por una ley de plazos. La mujer, respetando esos márgenes, podía decidir libremente si continuaba o no con la gestación. Con la nueva normativa —de supuestos— solamente podrá interrumpirla si ha sido como consecuencia de una violación, si existe un “menoscabo importante y duradero” (expresión difícilmente comprobable, al menos con exactitud) o un peligro para su vida. Esa determinación corresponderá a dos médicos, que deben ser distintos de quienes practicarían el aborto, llegado el caso.
Además, la nueva ley solo permitirá el aborto por malformación fetal si es “incompatible con la vida”. A la norma parece darle igual si esa vida es digna o no. Y al Gobierno parece importarle muy poco que contravenga lo dictaminado por el Comité de Derechos Humanos de la ONU y el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer. A saber: que en los casos graves de malformación del feto, prohibir el aborto supone un “trato cruel, inhumano y degradante para la mujer”.
Con la nueva ley que pretende aprobar el Ejecutivo conservador se satisfacen (aunque no del todo) los deseos de los grupos antiabortistas (que, a fuerza de repetirlo —y solo por eso— han conseguido apropiarse del concepto provida) y de la Iglesia. Sin embargo, España retrocederá en la conquista de un derecho que ya había conseguido y que solo atañe a la mujer, desmarcándose de la línea seguida por la mayor parte de los países europeos.
La maternidad es un derecho, no una obligación; es una opción, no un requisito; es un deseo, no una imposición. No se puede obligar a ser madre como tampoco se puede obligar a querer. Y tampoco se puede forzar a que una mujer sienta lo que no quiere durante nueve meses, que después entregue al nacido en adopción y, como si de una máquina se tratara, deje de sentir. Porque cuando se viola algo tan íntimo, además del profundo dolor y la frustración personal, se convierte a la mujer en un simple contenedor.
La nueva norma llega en un momento en el que no existe una demanda social sobre la necesidad de un cambio en la legislación vigente y en un periodo (el del último año) en que se ha producido un descenso de los abortos practicados. Esta ley que anulará el derecho exclusivo de una mujer (a ser madre) se denomina “Ley de Protección de la vida del concebido y de los derechos de la embarazada”. Quizá porque el lenguaje, si no configura realidades, al menos sí condiciona la manera de entenderlas.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente y de investigación con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.