Durante años, las encuestas reflejaban que nadie creía en una derrota del todopoderoso e invicto partido gubernamental, el PRI. Desde luego, una cosa era creer que el PRI podría ganar en alguna elección próxima en el resultado oficial, y como consecuencia de sus tradicionales artimañas electorales, y otra que se pensara que fuera capaz de obtener un triunfo en condiciones legítimas. De hecho, entre disidentes y opositores ha prevalecido una idea, no muy exacta por cierto, de que si el PRI se enfrentara a sus adversarios en condiciones plenamente competitivas, con igualdad de oportunidades y en medio de limpieza y transparencia electorales, el partido tricolor apenas obtendría un puñado de votos, prácticamente simbólicos. En otras palabras, el cúmulo de sufragios anunciados en los veredictos oficiales (incluyendo el 100% que conquistó Obregón en 1928) se debían esencialmente a las males artes utilizadas por el gobierno para garantizar el triunfo de sus candidatos.
En realidad, hay elementos para pensar que no era así; por muchos y muy variados motivos, múltiples ciudadanos decidían, sin que nadie les pusiera una pistola en la cabeza, sufragar por el partido oficial; podrían ser razones de convicción ideológica (tiene el mejor ideario), de inercia (ningún otro partido puede ganar), de continuidad (ningún otro partido puede gobernar) o de estabilidad (si gana la oposición se desatará la violencia). Desde luego, a este tipo de voto lícito se le agregaban muchos otros, producto inequívoco de fraudes, compra y coacción, alquimia y atropellos varios. Pero no podría decirse que el voto espontáneo no fuera suficiente como para dar un triunfo al PRI; si éste no se conformaba con él se debía a que quería garantizar sus triunfos, y segundo porque deseaba que éstos fueran abrumadores (para preservar su hegemonía partidista y virtual monopolio político). Hay diversos estudios de comportamiento electoral que sugieren que los “priístas convencidos” no eran tan pocos como para que pudiera identificarse de manera automática elección limpia = derrota del PRI, como muchos creían. Sin embargo, conforme el PRI ha enfrentado mayores problemas para preservar sus plazas políticas (en parte por las condiciones de mayor limpieza y equidad electorales, pero también por el imponente crecimiento que la oposición ha registrado en los últimos años), la creencia de que el partido oficial no puede ganar en comicios limpios parece irse asentando en amplios sectores del electorado. Esto, más allá de ser un cálculo o especulación (que pueden ser correctos o no) puede anular al menos una parte importante del tradicional voto lícito del PRI; el sufragio inercial, emitido en la creencia de que no valía la pena votar más que por el seguro ganador; en la medida en que el PRI ya no necesariamente ganará (por la razón que sea) entonces nada obliga (o recomienda) que se siga votando por él, al menos no por bajo el incentivo de estar con el ganador.
Hoy en día, a partir de las múltiples tribulaciones políticas que ha enfrenta-do el PRI, cabe preguntar una vez más, ¿quién cree que el PRI pueda ganar con limpieza? Un sondeo nacional en que se incluyó esta interrogante, nos da una idea al respecto. Los resultados generales, y los cruces por simpatía partidista pueden observarse en el cuadro.
Lo primero que salta a la vista es la gran mayoría que opina que el PRI será incapaz de obtener un triunfo legítimo en la contienda presidencial; se trata de casi dos terceras partes de los encuestados. Al hacer la distribución de las respuestas por simpatía partidista las proporciones cambian dramáticamente; los priístas, como no cabía esperar otra cosa, tienen mayoritariamente confianza en su partido. Aquí vuelve a aflorar la idea, fuertemente respaldada por estudios en todas partes del mundo, que el voto en la gran mayoría de los casos se sustenta sobre la creencia de que el partido elegido tiene buenas probabilidades de ganar; hay dos excepciones a esta regla: 1) el voto duro que seguirá fiel a su partido en las buenas y en las malas, y 2) el voto estratégico, que sufraga por un partido que no piensa que pueda ganar, para obtener algún resultado secundario (quitar votos a otro partido no preferido, presionar a cierto partido a moverse en cierta dirección ideológica, etcétera). En cambio, la abrumadora mayoría de los disidentes no creen (o no quieren creer) que el partido oficial pueda obtener una victoria legítima en la pugna por la presidencia.
Las diferencias al considerar el partido opositor respectivo no son espectaculares, y sin embargo algo dicen; los perredistas y los petistas, más radicales en su oposición al PRI, le conceden menos probabilidades de triunfo; los panistas le confieren un poco más, y los simpatizantes del partido menos radical en su antipriísmo, el Partido Ecologista, aceptan en mayor proporción (una cuarta parte), la posibilidad de un triunfo al tricolor.
Al considerar otras variables, como la región del país, el tamaño de la localidad, la edad, la escolaridad, la ocupación, la percepción de la situación económica, y la clase social, en todos los casos prevalece la convicción de que el Par no podrá tener una victoria presidencial, o al menos no una obtenida por vías legítimas. Hay una sola excepción; al considerar la ocupación, sólo una categoría considera mayoritariamente que el PRI sí tiene con qué ganar limpiamente (los dirigentes de la iniciativa privada). Ni siquiera los funcionarios públicos así lo consideran. Al despejar la región del país, en la zona metropolitana hay menos confianza en un triunfo del partido oficial (21%), frente al sureste, en donde se piensa más fácilmente en esa posibilidad (42%): El tamaño de la localidad también incide en la respuesta; mientras mayor es ésta, menos se cree en el triunfo del partido del gobierno. Y al evaluar la percepción de la situación económica; conforme se piensa que la situación está peor que antes, disminuye la proporción de quie-nes creen posible una legítima victoria del PRI (48% de quienes piensan que las cosas han mejorado, frente al 26% de los que consideran que han empeorado). Esto sugiere que esta creencia se vincula con un deseo de que así ocurra (wishful thinking), lo cual no es infrecuente en la política.
Puede concluirse, en términos generales, que la apuesta por el PRI, a diferencia de lo ocurrido tradicionalmente, tiende a disminuir dramáticamente, lo cual podría generar una tendencia contraria a aquella que benefició al partido tricolor por décadas; antes, muchos votaban por el partido ganador; esos mismos podrían, bajo la misma lógica, sufragar por un partido distinto al PRI.
1 “Cultura electoral y democratización en Méxi¬co”, Encuesta nacional de 1,300 entrevistas pa¬trocinada por el Movimiento Ciudadano por la Democracia y levantada por Alduncin y Aso¬ciados en octubre de 1997.
2 Cfr. Anthony Downs.
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