Para él, el mar pero también la arena.
El tiempo, todo el tiempo.
Inventarios de todo lo posible y lo imposible (las noches que serán y las que han sido, el amor que puede ser asfixia y el desamor padre de todos los monstruos, pero también los parques y las calles, los murciélagos y los pulpos, el principio del placer y el invierno que nos va a llegar a todos).
De todo eso nos ha hablado. José Emilio Pacheco.
Y sus palabras no son signos negros sobre una página blanca.
Escritura solamente.
Poesía por vocación inobjetable.
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El último día de este mes el poeta cumple setenta años.
El año en que él nació el Castillo de Chapultepec se convirtió en el Museo Nacional de Historia,
se murió Sigmund Freud y T. S. Eliot publicó The Old Possums Book of Practical Cats. La Guerra Civil
Española terminaba y la Segunda Guerra Mundial estaba comenzando.
La Ciudad de México, su lugar de nacimiento, sí era la región más transparente, presumía de sus palacios y sus plazas y era la perfecta musa de cancioneros y poetas, la locación ideal para que relumbrara el cine de oro y una asombrada metrópoli que no daba crédito a la modernidad que la alcanzaba cada vez más rápida y reluciente. Los libros de Pacheco nos dijeron que muy probablemente fue un niño en la colonia Roma. Y sus lectores quisimos pensar que la historia de Carlitos —el héroe de Las batallas en el desierto— era la suya propia con otro nombre y otros adjetivos, la de “un niño héroe librando el más solitario de los combates”, como algún día lo dijo Vicente Quirarte. Poco antes de cumplir veinte años, Pacheco publicó su primer libro: La sangre de Medusa y otros cuentos marginales. El almanaque indica que en el mismo año, 1958, Juan José Arreola publicó su Bestiario, pero nadie nos había dicho que la relación entre estos dos escritores fue más cercana que una coincidencia editorial. El mismo Pacheco, que poco habla de sí mismo, en una entrevista de hace casi veinte años, confesó:
En aquel tiempo no existían los talleres literarios. Me hubiese gustado mucho ir a uno porque así no habría tenido luego la necesidad de corregirme tanto. Ahora, debo decir que fui muy cercano a Juan José Arreola. Estuve con él y fui su amanuense, me dictó su libro Bestiario. Como él tenía que entregar ese texto y se enfrentaba a algunos problemas de diversa índole, le dije: “Acuéstese, me dicta, lo tomo a mano, lo paso a máquina y usted corrige”. Así fue. Lo único que le reprocho a Arreola es que él, que corrigió a todo el mundo, no me quiso corregir a mí, bajo el argumento de que así estaba bien mi trabajo.
Suponemos lo que es casi una verdad: que Pacheco, por su afán de perfección y una disciplina que no se reconoce, siempre ha sospechado de sus textos. Pero su exigencia es una de las lecciones que nunca agradeceremos lo suficiente. Y para él todas sus excelencias literarias son intentos, en su opinión, modestos, jamás un logro trascendente:
Que otros hagan aún el gran poema
los libros unitarios, las rotundas
obras que sean espejo de armonía.
A mí sólo me importa el testimonio
del momento inasible, las palabras
que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
La poesía anhelada es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.
(“A quien pueda interesar”)
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Algún poder insospechado deben tener las arenas. Será su condición de polvo, que el viento las arrastra fácilmente, que reunidas forman larguísimos desiertos o que están junto al mar y por debajo. Pero el desierto es infértil, de condición inhóspita. Sin embargo, como dice el anónimo proverbio, una mano llena de arena es una antología del universo. Y si esa mano es la de José Emilio Pacheco, ya están escritos y descritos todos los desiertos con todas sus arenas. Y ya no son estériles o inhóspitos.
Respira hondo
Ya
Bueno
ahora empuja
como hombre con fibra sin desmayo
tu granito de arena
Y cuando al fin te encuentres en la cima
y lo veas que rueda cuestabajo
dedícate a buscarlo una y mil veces
en la pluralidad de este desierto.
(“El nuevo mito de Sísifo”)
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Pero no sólo de poesía vive el poeta. Pacheco estudió en la Facultad de Derecho y también en la de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. No solamente escribió prosa. También entró a los terrenos de la investigación literaria; ha hecho traducciones, novelas, ensayos; ha sido director y editor de colecciones bibliográficas, diversas publicaciones y suplementos y revistas culturales, y maestro en varias universidades del mundo. De su obra sólo puede decirse mucho. Por ejemplo, que también tiene la medida del desierto: es grande, vasta, compuesta de todas las arenas. Leerlo es como una promesa cumplida de atravesarlo todo para llegar, felizmente, a tomar agua.
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Muchos libros nos ha regalado el poeta. Libros que han conmocionado al descubrirlos y nos han emocionado en cada una de sus líneas. Libros favoritos de títulos perfectos —No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás, Morirás lejos—, libros donde uno se convierte en personaje y adquiere los mismos gustos y memorias. (Yo, como el Carlos de Las batallas en el desierto, también odio la crueldad con la gente, la violencia, los gritos, la presunción, la aritmética, que haya quienes no tienen para comer mientras otros se quedan con todo, encontrar dientes de ajo en el arroz o en los guisados, que poden los árboles o los destruyan y ver que tiren el pan a la basura.) Nos hemos aprendido sus poemas de memoria y los recitamos con gozo de tan ciertos (“Mira las cosas que se van, / recuérdalas, / porque no volverás a verlas nunca”). Durante todos estos años, los que cumple José Emilio, el siglo se fue y llegó otro. Encontrarlo fue una gloria y una espina. Porque supimos que queríamos ser como él, saber lo mismo, escribir con sus palabras impecables, decir toda la inmensidad en una línea y sufrir cómo él no sufre en sus poemas. Un inútil anhelo, por supuesto. ~
Cecilia Kühne
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