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Democracia y liberalismo: el legado del movimiento de 1968
Este País | Roberto Escudero | 26.08.2009 | 0 Comentarios

El presente artículo, es la segunda parte, y sólo en cierto sentido la continuación del trabajo que presenté en el número de septiembre de 2008 en Este País. Ahora quiero presentar más sostenes históricoteóricos al concepto de liberalismo político, así como mostrar mi desacuerdo con un liberal muy reconocido en nuestro país y fuera de él, del cual yo mismo soy un lector permanente de sus ensayos y libros. Pero sencillamente estoy en desacuerdo con su artículo sobre el 68. A la vez, aprovecho para agradecer la inesperada buena acogida que recibió mi primer ensayo, tanto de amigos de larga data, como de otros autores a quienes apenas conozco. Aprovecho para mostrar mi entera buena disposición para dialogar, y aún debatir, sobre los asuntos que trato.

Aquí me propongo examinar, aunque sea muy someramente, a los autores que mencioné en el trabajo de septiembre, y que son: Locke, Guillermo de Humboldt, Alexis de Tocqueville, Norberto Bobbio e Isaiah Berlin, en un arco muy pronunciado, que va del siglo XVII a prácticamente nuestros días, que naturalmente no incluye a muchos otros clásicos de la tradición liberal. Además, mencioné a Giovanni Sartori, que no estaba incluido en la lista inicial, pero porque me venía como anillo al dedo para mostrar el carácter liberal de nuestro pliego petitorio, y porque era íntegramente defensivo frente al poder represivo del Estado, en la misma línea en la que Giovanni Sartori llama derecho negativo o más bien derecho “defensivo” o “protector”, términos que a él le parecen más adecuados.

En fin, paso a los autores. Para Locke, condicionado por su tiempo, la libertad eminente era la de la propiedad, palabra que es la clave de bóveda de todo el edificio lockeano pero esa libertad de la que hablaba no se limita a los bienes que se poseen, como la casa, la industria o la tierra sino, como afirma nuestro contemporáneo Richard Pipes,1 “Cuando utilizo la palabra propiedad, aquí y en otros momentos, se debe entender aquella propiedad que los hombres tienen sobre sus personas así como sobre sus bienes”, esto es, “vida, libertades y patrimonio”, la esfera que en latín se le llama sumum y en español “propiedad” (propiedad es fundus), en la que cada ser humano es “soberano”, y como tal, es sujeto absoluto de estos derechos, frente a todos, pero sobre todo frente al más poderoso: el Estado. Definición básica muy sencilla del liberalismo político, por cierto. Bastaría citar a Guillermo de Humboldt (hermano, por cierto, del sabio Alejandro de Humboldt) en su librito Los límites de la acción del Estado (Tecnos, Madrid, 1988), en el que trata esta materia, para saber que no se puede ser más explícito: ahí nos dice: “El verdadero fin del hombre –no el que le señalan las inclinaciones variables, sino el que le prescribe la eternamente inmutable razón– es la más elevada y proporcionada formación posible de sus fuerzas como un todo.

Y para esta formación la condición primordial e inexcusable es la libertad… Que el Estado se abstenga de velar por el bienestar positivo de los ciudadanos y se limite estrictamente a velar por su seguridad, entre ellos mismos y frente a los enemigos del exterior, no restringiendo su libertad con vistas a ningún otro fin.” Definición, como ya se habrá advertido, bastante parecida a la del “Estado gendarme”, de Adam Smith, aunque el objetivo de este último parece limitarse al de la libertad económica de la que debe disfrutar el género humano y no a ”la más elevada y proporcionada formación posible de sus fuerzas como un todo”. Una razón más para afirmar el liberalismo de Humboldt (si bien un liberalismo a ultranza, como se ha podido observar) es que para éste, las cuestiones republicanas y democráticas, ya estudiadas en su tiempo, como la separación de poderes o la participación de los gobernados en el Estado, le parecen menos importantes que la cuestión principal de la teoría política, “justamente, la de hasta dónde le está permitido actuar al Estado”.2 El francés Alexis de Tocqueville merece una mención especial.

En el primer tercio del siglo XIX escribió un gran clásico sobre Estados Unidos: La democracia en América;3 disto mucho de ser un conocedor en la materia, pero en opinión de quienes lo conocen en serio, este libro permanece insuperable hasta ahora. Esta obra señera atrapa al lector desde el primer párrafo: “Entre las cosas que llamaron mi atención durante mi permanencia en los Estados Unidos, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones. Descubrí sin dificultad la influencia prodigiosa que ejerce este primer hecho sobre la marcha de la sociedad.

Da al espíritu público cierta dirección, determinado giro a las leyes, a los gobernantes máximas nuevas, y costumbres particulares a los gobernados”.4 Este párrafo alaba sin cortapisas la igualdad presente en Estados Unidos, sin mostrar los efectos probablemente perniciosos que la misma pudiera tener sobre la libertad. Tocqueville ya sabía que la libertad y la igualdad son de difícil e inestable conciliación, y ello poco tiene que ver con el espíritu liberal que lo anima. Sin embargo, en el último párrafo del libro, y después de haber repasado in situ prácticamente todos los asuntos importantes de aquel país, vuelve sobre la cuestión de la igualdad, y aquí es más crítico y muestra un mayor poder de síntesis: “Las naciones de nuestros días no podrían hacer que en su seno las condiciones no sean iguales; pero depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.” 5 Este problema subsiste hasta nuestros días.

El liberalismo de Alexis de Tocqueville (que había escrito otra gran obra sobre la caída del absolutismo monárquico en su propio país), se expresa a lo largo del libro de varias maneras que aluden al peligro que representa la democracia, cuando sus instituciones no son lo suficientemente sólidas para contener el poder de la “tiranía de la mayoría” o del “despotismo de la mayoría”, como él mismo las llama. En otro párrafo presenta abiertamente su convicción liberal: “Si a todos los poderes diversos que sujetan y retardan sin término el vuelo de la razón individual, sustituyesen los pueblos democráticos el poder absoluto de una mayoría, el mal no haría sino cambiar de carácter.

Los hombres no habrán encontrado los medios de vivir independientes, solamente habrán descubierto, cosa difícil, una nueva fisonomía de la esclavitud… En cuanto a mí, cuando siento que la mano del poder pesa sobre mi frente, poco me importa saber quién me oprime, y por cierto que no me hallo más dispuesto a poner mi frente bajo el yugo, porque me lo presenten un millón de brazos.”6 Finalmente, y tal vez para dejar más en claro las cosas, Alexis de Tocqueville es un convencido de la democracia en América, pero como el gran liberal que es, uno de los más grandes de nuestra modernidad, señala los peligros del nuevo despotismo de las mayorías, cuando la propia democracia no crea las instituciones que limiten cualquier exceso ilegal. Y la mirada de Tocqueville alude a varias de ellas. Norberto Bobbio e Isaiah Berlin son dos clásicos, en el sentido en que son autores siempre presentes. Aunque la mayoría de los autores contemporáneos habría que esperar el paso de tiempo para saber si son “clásicos”, creo que los mencionados no necesitan la prueba del tiempo, son y serán clásicos, sin duda.

Pero vale la pena hacer una breve presentación de cada uno de ellos en lo que se refiere al liberalismo. A la cabeza del capítulo que Sartori dedica al tema de la democracia y el liberalismo (véase mi artículo de septiembre de 2008), hay un epígrafe de Norberto Bobbio escrito en plena guerra fría, cuando los comunistas, y no sólo ellos, sino autores como Sartre, por ejemplo, rechazaban al liberalismo como un asunto que la burguesía sostenía para enmascarar sus verdaderos intereses. Dice Bobbio en el epígrafe: “Es muy fácil rechazar al liberalismo si se le identifica con una teoría o con una práctica de la libertad entendida como poder de la burguesía, pero es más difícil hacerlo cuando se le considera como la teoría y la práctica de limitar el poder del Estado… pues si la libertad entendida como el poder de hacer cualquier cosa interesa a aquellos lo bastante afortunados que la poseen, la libertad como ausencia de obstáculos interesa a todos los hombres.”7 Es de hacer notar que esta “ausencia de obstáculos”, como ya observé en mi primer trabajo, es justamente la definida así por Thomas Hobbes, uno de los autores favoritos de Bobbio. Sólo faltaría añadir, en el sentido total del epígrafe, que es precisamente el Estado el obstáculo mayor que enfrentan los individuos.

Esto nos coloca ante un problema más aparente que real. Si el liberalismo es la teoría y la práctica que defiende al individuo del poder del Estado, entonces ¿cómo puedo reivindicar al liberalismo como una teoría y una práctica que ejerció un movimiento de masas como el de 1968? Nuestra fuerza residía en que no éramos una simple acumulación de individuos sino algo más consistente: una organización mínima, un “conjunto” lidereado por un organismo colectivo: el Consejo Nacional de Huelga (CNH). Sin embargo, eran los individuos concretos los que recibían los agravios del poder, y no la colectividad en cuanto tal. Algo así dice Bobbio cuando habla del gobierno de las leyes y no del de los hombres: “ Tenemos en mente un gobierno de las leyes en un nivel superior, en el que los mismos legisladores son sometidos a normas ineludibles. Un ordenamiento de este tipo solamente es posible si aquellos que ejercen los poderes en todos los niveles pueden ser controlados en última instancia por los detentadores originarios el poder último, los individuos específicos.”8 Así, por ejemplo, una comisión de derechos humanos, cuyo sólo nombre refiere al hecho de que es una institución típica del liberalismo, que funciona mejor acompañada de instituciones democráticas, es siempre una institución que defiende individuos, sin importar el número de ellos.

Es magistral el modo como Bobbio defiende tres grandes corrientes, sin escapársele los problemas que se suscitan entre ellas. Otro de nuestros grandes clásicos contemporáneos, Isaiah Berlin, ha escrito libros memorables sobre el liberalismo, pero su mirada también ha incursionado en la literatura y en grandes corriente culturales que han hecho época, como por ejemplo el romanticismo. En lo que se refiere al tema que trato ahora, sus Cuatro ensayos sobre la libertad9 son un aporte preciso y brillante al valor fundamental del liberalismo: la libertad. Como sabemos, el liberalismo político centra toda su teoría y su práctica en la llamada libertad negativa: el Estado no debe interferir en los asuntos de los individuos sino en aquellos casos en los que está facultado por la ley.

Además, su concepto de libertad negativa (aquella que Sartori prefiere llamar protectora) hace uso explícito (como Bobbio) de la antigua definición de Thomas Hobbes: la libertad como “ausencia de obstáculos” y así lo dice en un apartado de los Ensayos que se llama justamente “La idea de libertad negativa”: “Normalmente se dice que soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfiere en mi actividad. En este sentido, la libertad política es, simplemente, el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros.”10 El liberalismo, también en cierto sentido, como lo vimos cuando tratábamos de explicar a Bobbio, supone al Estado, a su poder o autoridad, porque el ámbito en el que se mueve la libertad debe ser acotado por la ley. “Pero –dice Berlin– igualmente presuponían, especialmente libertarios como Locke y Mill en Inglaterra, y Constant y Tocqueville, en Francia, que debía existir un cierto ámbito mínimo de la libertad personal que no podía ser violado bajo ningún concepto, pues si tal ámbito se traspasaba, el individuo mismo se encontraría en una situación demasiado restringida, incluso para ese mínimo desarrollo de sus facultades naturales, que es lo único que hace posible perseguir, e incluso concebir, los diversos fines que los hombres consideran buenos, justos o sagrados.

De aquí se sigue que hay que trazar una frontera entre el ámbito de la vida privada y el de la autoridad pública.”11 Todo lo que llevo dicho no es una disquisición teórica solamente, sino que tiene implicaciones prácticas en el México de hoy. Una muestra de estas implicaciones la constituye el artículo de Enrique Krauze, cuyo título es más que significativo: “El legado incierto del 68”.12 La introducción al dossier que algún redactor de la revista preparó para los diversos artículos que se escriben sobre el 68 comienza afirmando: “En París, Praga y Berkeley se discute polémicamente el legado y la vigencia del espíritu del 68; en México, por el contrario, se marcha hacia la beatificación acrítica del movimiento estudiantil.” Yo diría que ni en París, ni en Praga, ni en Berkeley, se discutió el año pasado tanto y tan intensamente sobre el 68 cómo en México. Ignoro por qué Letras Libres no captó el inusitado interés que despertó en buena parte de nuestra sociedad el movimiento que se conmemoraba a cuarenta años de distancia. Lo que pude advertir es que la gente no quería ni “beatificaciones”, ni posiciones críticas o acríticas, sino algo más sencillo: quería información sobre un hecho que conmovió a la sociedad mexicana.

No quería, como le preocupa al amigo Krauze (lo de amigo lo digo sin ironía, la única vez que hablamos me trató con particular afecto), saber de la probable “injerencia –en plena guerra fría– de agentes provocadores internacionales tanto del bloque soviético como de la CIA”, porque esta injerencia, en caso de existir, a nadie, ni entonces ni ahora, le pareció relevante, como no eran relevantes las personas que soltaban estas especies. Respecto al artículo de Enrique Krauze, no puedo sino comenzar suscribiendo lo escrito a propósito del 2 de octubre: “…un acto de terrorismo de Estado contra un movimiento estudiantil que, al margen de sus manifestaciones radicales, nunca empleó métodos violentos”.

Pero no suscribo, sino que me declaro abiertamente en contra de varios asertos de Krauze en los que además pretende leernos la cartilla. Trataré de emplearme a fondo, porque mis temas son los de Krauze, aunque por lo visto no sólo entendemos los problemas de democracia y liberalismo (y sus relaciones) de distinta manera, sino que advierto en él cierta vena autoritaria, cuando nos dice a los participantes de izquierda que nuestro “legado” depende de una izquierda que es la de hoy, como si hubiera una sola izquierda que es la que él quiere: “Sigo creyendo que el movimiento fue un hecho que contribuyó a la democratización del país, pero creo también que la naturaleza de ese aporte y su dimensión deben analizarse y matizarse porque sus dilemas siguen siendo los de la izquierda mexicana de hoy. Había, en verdad, algo intrínsecamente democrático en aquel gran año de negación, aquel gigantesco no que coreaban las masas estudiantiles contra el gobierno autocrático.” Un par de precisiones, ¿de veras cree Krauze que “la naturaleza del 68 y su dimensión” dependen, en cualquier sentido, de la izquierda mexicana de hoy? Y si el sentido es el de que “sus dilemas siguen siendo los de la izquierda mexicana de hoy”, las cosas se complican, pero para Enrique Krauze.

El final de la cita transcrita es más preocupante para mí (si es que algo puede ser todavía más preocupante en el texto de marras), que, como Krauze, me asumo como liberal. Había, en efecto, “algo… democrático en aquel gran acto de negación”, pero no era ni intrínseca ni estrictamente democrático, sino de raigambre más bien liberal. No tengo más remedio que repetirme: cuantas veces un individuo o una multitud de individuos diga no al gobierno, su actitud es más bien intrínsecamente liberal; fijar límites al poder es el concepto generalmente aceptado de liberalismo, aun por Isaiah Berlin, a quien Enrique Krauze conoció. Otra cosa es que en el mismo acto de masas se actuaba directamente la democracia sin pedir permiso y de manera legal.

Para ser justos, el amigo Krauze participaba del entusiasmo general. Un par de cuestiones más. Cuando Enrique Krauze afirma: “Pero es preciso distinguir: la rebelión por la libertad es una cosa, la construcción de la democracia es otra.” Completamente de acuerdo, sólo que Krauze es a veces el que no las distingue bien, y repito que me preocupa, porque Krauze es un liberal de pura cepa, quizás el legado incierto lo escribió de manera apresurada, cosa que le puede ocurrir a cualquiera. Pero hay más, el movimiento del 68 –nos dice Enrique Krauze con dedo admonitorio– “no conocía los argumentos complejos, los claroscuros de la vida real. Todo lo contrario: rechazaba por completo el orden establecido.

Quería el todo o nada. No tuvo noción de sus propios límites, no imaginó un proyecto constructivo de transición política para sí mismo y para México, tenía aversión a la política, la tolerancia, la autocrítica, la negociación y la racionalidad.” ¿De veras? Creo que no, algo había de algunos de los calificativos que Krauze endilga al “movimiento”, aunque con respecto al Consejo Nacional de Huelga, de quien más me siento autorizado para hablar, no de todos, ni con la constancia que pretende. En cuanto a la ignorancia de la política ¿cómo le hicimos entonces para enfrentar con relativo éxito los embates gubernamentales. Inmediatamente después asevera que el movimiento “nunca se propuso, por ejemplo, la creación de un partido político, que sin duda pudo nacer entonces (hay que recordar que la izquierda mexicana no estaba representada en el Congreso, donde el PRI reinaba con mayoría casi absoluta, y que el Partido Comunista Mexicano estaba proscrito).

Los estudiantes nunca pensamos en la democracia electoral como una salida.” Habla bien de Enrique Krauze que asuma la parte que le corresponde de responsabilidad al reconocerse como un compañero más del movimiento, pero entonces, razón adicional para que recordara que, al revés de lo que afirma, las condiciones eran las menos propicias para fundar un partido político (otra cosa es que fuera buena idea, aunque tengo para mí que hubiera significado, y con razón, el descrédito total del movimiento: una partida de oportunistas como partido único de izquierda).

Todos los participantes recordamos las condiciones en que se desarrolló el movimiento. A partir de septiembre y del ominoso informe presidencial, todos nos enfrentamos al poder total del Estado, con sus tres caras, los tres poderes, y arriba de todos el ejecutivo Díaz Ordaz, Echeverría y sus aparatos represores. Ciudad Universitaria tomada por 13 días, el casco de Santo Tomás tomado el 23 de septiembre; además, teníamos encima la amenaza de Fidel Velázquez, que desataría contra nosotros a sus pistoleros en el momento que lo juzgara oportuno; teníamos a la mayoría de la prensa en contra, ; teníamos presos todos los días; también la alta jerarquía eclesiástica puso su bendecido granito de arena, y un largo etcétera, como lo recordará Krauze. Y en esas condiciones, se reprocha y nos reprocha que no fundáramos un partido político.

En serio, estimado Enrique Krauze: nos exiges demasiado si te refieres a los dirigentes, y también nos calumnias y lo haces también contra tu propia persona si te refieres a todos los participantes del movimiento. Pero en los días que corren, en el artículo que critico, tus exigencias como intelectual casi no podían ser más reducidas. Creo que la herencia o el legado del 68 es, por fortuna, polivalente: fue una victoria si atendemos a que nuestros argumentos políticos racionales (que Krauze nos niega) no fueron respondidos de la misma manera: en su lugar se desató la feroz represión que Krauze recordó bien; fue una derrota si atendemos a que pedíamos la libertad de los presos políticos y al final la lista se amplió con estudiantes, maestros y vendedores que trabajaban fuera de las escuelas; fue una fiesta porque actuamos la democracia y por primera vez nos adueñamos gozosamente de nuestra ciudad, sin nadie que nos molestara para iniciar nuestra cultura urbana; fue, ante todo, un movimiento de liberalismo político, aunque también, pero menos consistente, democrático.

Tuvo una carga de liberación orgiástica, fuertemente erótica, que Octavio Paz fue el primero en advertir. Movimiento tal vez contradictorio, que quizá dejó como legado o herencia (en esta materia uno no puede ser concluyente) algunos valores que no se concilian entre sí, y se puede optar o no por uno de ellos. Pero la herencia del 68 mexicano es sustancialmente política. Hicimos ver, o mejor, vimos con ellos, con todos los que tenían voluntad de hacerlo, que el autoritarismo mexicano, tan deficitario ya entonces en lo que se refiere al liberalismo político y a la democracia, no las tenía todas consigo, ni política, ni ideológicamente. Esto es la herencia o el legado del 68 mexicano, que, por cierto, no tiene herederos “naturales”.

Los que recogen esta herencia son personas convencidas, dentro o no de los partidos políticos, y no nada más de la izquierda que tiene en mente el mencionado. Por supuesto que la herencia o el legado del 68 no puede ser cualquier ocurrencia, y mi lista puede ser incompleta o errónea, pero es mi conclusión después de haber discutido con amigos participantes sobre la esencia del 68 mexicano, que no puede estar condicionada a hechos que ocurrieron muchos años después.

1 Propiedad y libertad, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 60.
2 Cita del Estudio Preliminar de Miguel Abellán, ibid, p. XVII.
3 Fondo de Cultura económica, 1984, México
4 De la Introducción, ibid., p. 31.
5 Ibid., p. 645.
6 Ibid., p. 397.
7 Teoría de la democracia, Alianza Editorial Mexicana,
1989, p. 444.
8 Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, FCE,
México, 1994, p. 10.
9 Berlin, I., Alianza Editorial, Madrid, 1998
10 Ibid., p. 220.
11 Ibid., pp. 222 y 223
12 Letras Libres, septiembre de 2008, año X, núm. 117, pp. 34-36.

Roberto Escudero

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