Llama la atención los errores que se han cometido en el ámbito del desarrollo de la ciencia económica, desde la época de Aristóteles hasta los tiempos de Keynes y Friedman. Errores en muchos casos inexplicables, ya que basta recurrir a la experiencia para detectarlos y corregirlos, lo cual me hace pensar que quienes los cometieron (en el caso que hoy me ocupa Adam Smith, David Ricardo y Carlos Marx), fueron incapaces, al menos en lo que a esos errores se refiere, de bajarse de su torre de marfil.
I.
Llama aún más la atención el que, ya señalados y corregidos por otros economistas (en el caso que motiva este escrito Jean Baptiste Say, Carl Menger y Ludwig von Mises), los errores sigan presentes, repitiéndose impunemente en documentos que, por su trascendencia, como es el caso de una encíclica papal, deberían estar purgados de los mismos.
Uno de los errores más increíbles, e increíblemente más repetido, es el de la teoría del valor objetivo, según la cual el valor de las mercancías es determinado por el lado de la oferta, en concreto por el costo de producción, más allá de cómo se le mida. Esta teoría del valor objetivo, por lo menos en el periodo clásico, fue propuesta y defendida por Adam Smith, David Ricardo y Carlos Marx.
Lo que la teoría del valor objetivo afirma es que las mercancías, es decir, los bienes y servicios producidos y ofrecidos a los consumidores, tienen un valor objetivo, dependiendo, no tanto de las características de las mercancías, sino de sus costos de producción, de tal manera que basta producirlas para que las mismas obtengan valor. Según la mentada teoría, el lema de la mercancía sería fui producida, luego valgo, partiendo del hecho de que cualquier proceso de producción supone un determinado costo de producción.
II
Que la mercancía valga quiere decir que es demandada por el consumidor, lo cual, si el valor de la mercancía es objetivo, supone que todas las mercancías son valoradas, y por lo tanto demandadas por todos los consumidores, lo cual no es cierto: hay consumidores que no necesitan, ni tampoco quieren, determinadas mercancías; un buen ejemplo es el del analfabeta práctico que no quiere, y por lo tanto no necesita leer. Allí están los libros, que se produjeron con el trabajo del escritor, el editor y el librero, por lo cual se invirtió un costo de producción, pero frente a esos libros están los millones de analfabetas prácticos que, ni por equivocación, van a comprar y a leer un libro. ¿Valor objetivo? ¡Por favor!
Que el valor de las mercancías no sea objetivo no quiere decir que las mercancías no tengan valor. Claro que lo tienen. Pero su origen no es objetivo, ni depende del costo de producción, sino subjetivo, subordinado a la valoración del consumidor, que cambia con las modificaciones en las necesidades de la persona. Un enfermo que necesita medicamentos los valora y está dispuesto a pagar un precio por ellos: en ello le va la salud y la vida. Esa misma a persona, recuperada la salud, ya no necesita la medicina y ya no la valora, por lo cual ya no está dispuesta a comprarla. Antes, durante y después de su enfermedad el medicamento es el mismo, útil para sanar una determinada dolencia, producido a un cierto costo de producción y ofrecido a cierto precio, pero antes, durante y después de su enfermedad la valoración de la persona, expresada en la intención de compra, es distinta; distinción que, si el valor de la medicina fuera objetivo, resultaría imposible. Si el valor de las mercancías fuera objetivo, todos los consumidores desearíamos todos los bienes y servicios ofrecidos en el mercado, lo cual haría de la escasez, que es el problema económico de fondo, un problema más grave del que ya es.
Si el valor de las mercancías fuera objetivo, los consumidores serían incapaces de resistirse a la compra de todo lo que se les ofrece y no habría empresa que quebrara, ya que, impulsada por la necesidad de adquirirlo todo, nunca faltaría demanda.
Si el valor de las mercancías fuera objetivo, entonces la justicia en cualquier intercambio demandaría la equivalencia de valores: dar liebre por liebre; gato por gato, etcétera. En pocas palabras: dar Xpor X, ¡pero nunca Xpor Y!, lo cual, obviamente, es absurdo. En cualquier intercambio, en términos de valor se recibe más de lo que se da: Aestá dispuesto a cambiar una manzana por una pera porque valora más la pera que la manzana, y Bestá dispuesto a cederle a Auna pera a cambio de una manzana porque valora más la manzana que la pera, de tal manera que después del intercambio Ay Bestán mejor que antes del mismo. Su bienestar ha mejorado.
Sin embargo, pese a la experiencia, y a las conclusiones que de ella se pueden sacar, muchos opinan que para que el intercambio sea justo debe privar la equivalencia de valores, es decir, intercambiar Xpor X, no Xpor Y, opinión que encuentra su “justificación” en la teoría del valor objetivo de las mercancías, cuyos principales exponentes han sido Smith, Ricardo y Marx (quien la llevó hasta sus últimas consecuencias). Pero la teoría del valor objetivo de las mercancías ya fue refutada, entre otros, por Say, Menger y Mises; refutación pese a la cual el error sigue presente.
III
Leemos, en la carta encíclica Caritas in Veritate, la más reciente de Benedicto XVI, que “si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento”. Dejando de lado el tema de la cohesión social en relación con los mercados, centro la atención en la idea de que los mercados operan a partir del principio de la equivalencia del valor de las mercancías intercambiadas entre oferentes y demandantes. Dicha afirmación es falsa, lo verdadero es la afirmación contraria: los mercados funcionan, es decir, el intercambio entre oferentes y demandantes es posible, gracias al principio de la no equivalencia del valor de los bienes y servicios: el demandante valora más lo que recibe que lo que da, y el oferente valora más lo que da que lo recibido.
En términos de valor, el principio de la equivalencia de las mercancías que se intercambian supone intercambiar Xpor X, lo cual no tiene sentido. Por el contrario, en los mismos términos, los relacionados con el valor, el principio de la desigualdad del valor de las mercancías que se intercambian supone intercambiar Xpor Y, lo cual sí tiene sentido.
En dos ocasiones más, a lo largo de su encíclica, se refiere Benedicto XVI al tema. La primera, al apuntar que “la vida económica tienen necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes”. La mención al contrato es correcta, pero no la referencia a los valores equivalentes. La segunda ocasión en que Benedicto XVI aborda el tema es cuando señala “la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo”. La propuesta a favor de ir más allá del afán de lucro es correcta, pero no la alusión a los valores (cosas) equivalentes.
El hecho es que cualquiera que sea la causa de la defensa de la tesis de la equivalencia de valores en el intercambio, dicha tesis es falsa, y puede inspirar recomendaciones de política económica desastrosas, de las cuales la iglesia no debe hacerse cómplice. ¿Cómo evitar dicha complicidad? Conociendo y reconociendo la verdad, sin olvidar lo dicho por Jesús: “La verdad os hará libres” (Juan, 8:32).
En éste, como en muchos otros temas, hay que ir más allá de la frontera.
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