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Desde hace unos cinco años, la rivalidad y el desdén al interior de las comunidades de disc jockeys ha crecido: como actualmente casi cualquier persona carga en su bolsa al menos trescientas canciones, dentro de un iPod o reproductor similar de mp3, el porcentaje de djs “amateurs”, “novatos” o “en potencia” ha aumentado considerablemente: la mayoría de estas personas están fascinadas por presentar una selección de su música en cualquier fiesta, bar o reunión en la que puedan o les permitan conectar su aparato a un sistema de sonido.
Las voces puristas no se han hecho esperar y por ello, en parte, se ha comenzado a utilizar el término “selector”, sobre todo para aquellos DJs de iPod que ponen una canción tras otra, muchas veces sin siquiera utilizar una mezcladora de audio. De esta forma, se intenta excluirlos del territorio de los djs, donde solamente quieren habitar quienes se dedican a hacer remixes y scratches o simplemente mezclan las pistas musicales de una forma —o con un equipo— más profesional.
Lo curioso es que estos DJs del iPod son una suerte de regreso a los orígenes, sólo que en cantidades industriales; y la democratización de un oficio sólo eleva el nivel de quienes se dedican a ello, así como de quienes los critican. Al final de cuentas, aquellos que gusten serán buscados, y los que no acaben de convencer a mucha gente podrán recetar sus selecciones musicales a sus amigos, siempre y cuando éstos se dejen.
Si nos remitimos a la historia y al origen del término DJ, veremos que realmente estos “pincha-iPods” pueden ser llamados DJs con toda justicia. Sucede que, con los años, se ha diversificado dicho oficio; el iPod pertenece a una vertiente en la cual, gracias a la tecnología, ahora hay masas de amateurs y aprendices. Muchos más que profesionales.
Fue hacia 1940 cuando se utilizó por primera vez el término disc jockey, y estaba muy lejos de la lectura poética que se le podría dar, “jinete de la música”, una suerte de chamán que “cabalgara” metafísicamente por géneros musicales y sentimientos de una audiencia propiciando una atmósfera de vibra colectiva sublime.
Pero la profundidad y poesía no tenían nada que ver con esta lectura que podría dar un frenético bailador saliendo de la fiesta donde tocó su DJ favorito: se le decía “jockey” porque manejaba o conducía el volumen de la música. Sólo por eso.
El término se refería a los locutores de radio que presentaban una selección musical al aire, o a estos mismos cuando salían de la cabina para a seleccionar la música en “tardeadas” o “bailes”.
En 1943, en Leeds, Inglaterra, un excéntrico empresario amateur llamado Jimmy Savile comenzó a organizar las que llamó “fiestas de discos” en su casa, creando un sistema de amplificación casero a base de múltiples bocinas de radios y un gramófono; dos años después ya se le había ocurrido utilizar dos tornamesas y un micrófono para hablar mientras pasaba de una canción a otra y, así, evitar que el silencio “matara” la vibra. Para los años sesenta, era el aDJ más popular de Inglaterra.
Durante décadas, el nicho de los djs se limitó a aquellos vinculados a la radio, que cargaban con sus kilos y kilos de acetatos. Formaban parte de un selecto grupo de personas que, además de ser melómanas, contaban con los medios para mostrar su selección ante un gran público y, sobre todo, lograban hacer que este público reaccionara positivamente.
A mediados de la década de 1970 se dio la primera gran transformación en el ámbito de los DJs; vino de las calles del Bronx donde, en las zonas decaídas de la era post industrial, se organizaban fiestas callejeras a las cuales llegaba un DJ con su “sound system”: aquí el micrófono era utilizado para hablar al ritmo de la música y, al mismo tiempo, los DJs callejeros comenzaban a jugar con los discos, moviéndolos, girándolos en sentido contrario e inventando así diversas técnicas, entre las cuales se incluían el scratch y el backspin.
Así inició el hip-hop en Nueva York, con su estilo particular de DJs que utilizaban los tocadiscos también como un instrumento y no sólo como reproductores de una pista sonora.
El tercer gran auge de DJs fue en los años noventa, cuando surgió el llamado “DJ superestrella”, íntimamente vinculado a las tendencias de la música electrónica de esa década: el techno trance y el house, ligados a su vez a la cultura rave.
Es en ese punto en el que se miró al DJ como una suerte de chamán —quizá por la influencia de las drogas que acompañaban a la cultura, en particular el éxtasis y los ácidos.
La técnica estaba mucho más centrada en la velocidad que se le daba a una pieza y, sobre todo, en cómo se empalmaban durante varios minutos dos pistas musicales distintas, con el ritmo alterado ligeramente para que entraran en sintonía. Con esta cultura electrónica se dio el auge de los remixes, las mezclas hechas por djs a piezas de bandas de rock, pop o cualquier otro género musical, dándoles un sentido diferente y más bailable. Electrónicamente bailable, en trance.
En este contexto de DJs que rasgan el acetato, hacen mezclas infinitas o se encierran en sus computadoras generando nuevas versiones de otras piezas, los DJs que ponen música con su iPod —en su mayoría principiantes, forjando una carrera— parecen intrusos, amateurs y, por lo tanto, se les ha llamado “selectores”.
Pero queda claro que todos estos DJs, armados de horas y horas de sonido en mp3, son tan buenos como un principiante en los CDs o acetatos, y quien tiene talento sobresale: “El DJ de hoy en día utiliza los discos como elementos esenciales, ensartándolos en una narrativa improvisada para crear una sesión, una interpretación propia”. Así describe el libro Last Night a DJ Saved My Life, de Frank Broughton y Bill Brewster, la labor del DJ, y de ahí parte a fundamentar cómo el orden de los factores —las canciones— sí altera el producto, de hecho lo determina; además ese orden es irrepetible, pues el producto determinado sólo funciona en el momento en que fue presentado.
Con los bajos costos, el oficio del DJ se puede tornar como el del futbolista: todos tienen con qué hacerlo. Sólo hay que darles un balón. Y el iPod ha sido el balón en la cancha de los chamanes de los siglos XX y XXI, que encienden los ánimos en la fiesta y buscan esa experiencia, ese estallido colectivo que hace de una noche de reventón algo inolvidable para los asistentes. ~