A diferencia de un gran sismo, como el del 85, cuyo efecto devastador es contundente e inmediato, una epidemia es invisible. En ella, la credibilidad de comunicadores, autoridades y expertos (de quienes ven lo que no vemos) es aun más crítica. A un temblor nos referimos normalmente en pasado (¡qué fuerte estuvo!), mientras que la epidemia es esencialmente una amenaza latente, un futuro más o menos probable. El temblor deja en sus ruinas noticia de su brutalidad y de su fuerza destructora, en ocasiones permanentemente. La epidemia, cuando encuentra su antídoto inmunológico, desaparece súbitamente. Los escépticos, como en el caso de Dios, llegan a dudar de su existencia. En un temblor, reencontrar y abrazar a los nuestros es una necesidad vital que nos devuelve la paz. En una epidemia, se nos aconseja higiene y distancia, hasta de los nuestros.
La historia —y no sólo la ciencia médica— tiene qué enseñarnos sobre el manejo de situaciones sobre las que, si bien no tenemos antecedentes en el pasado inmediato, la memoria colectiva y su invaluable bagaje humanista saben y mucho. Inicialmente, podemos creer que el brote epidémico del 2009 incuba sustancias capaces de fermentar nuestro capital social, mismas que estamos llamados a descubrir y a asimilar gradualmente. Pero también tenemos derecho a sospechar que el mayor daño de esta epidemia no se ha dado y puede ocurrir no en el terreno de la asepsia y la salud pública, sino en el de nuestro sentido comunitario: que pueda infectar, incluso de manera irreversible, nuestra percepción del otro. Si, en opinión de nuestros cronistas, el sismo de 1985 despertó a la sociedad civil y nos dio noticia de su potencial, la epidemia del 2009 puede herirla profundamente y ser una dolorosa consagración del individualismo posesivo. Cuando es recomendado y necesario, un cubrebocas es una manifestación de respeto por los demás.
Contrariamente a lo que se cree, más que protegernos, protege a otros. Puede ser también, sin embargo, un instrumento del miedo: una dolorosa máscara, un lamentable síntoma de una lamentable cosmovisión: aquella en la que cualquiera es un sospechoso que, en su caso, debemos identificar, aislar y condenar a cuarentena. No está de más escrutar el tipo de sociedad que se genera cuando un estornudo asusta más que un balazo y el otro es, fundamentalmente, una amenaza.
Podemos imaginar —quizá por no estar demasiado lejos de ella— sus mercancías específicas, sus compras de pánico, sus sectas y sus banderas, sus cercos sanitarios, sus fronteras, sus cerraduras, su encierro; sus sistemas de segregación, sus certificaciones y sus clubes de inmaculados: la dictadura de la asepsia. Podemos también imaginar a los que se alimentan del miedo, a los ganadores (siempre parciales, siempre mezquinos) de este insostenible juego social. No sólo a los que, como Bush, apuestan abiertamente por la política del miedo, sino a los pescadores que, sin haberlo provocado, obtienen ganancia de ese río revuelto. Pero, ¿cómo transformar esta epidemia en un aprendizaje? ¿Cómo crecer humanamente con ella? En el legado humanista al que nos hemos referido —específicamente en una antigua herencia bíblica— es posible encontrar una pista para responder esta pregunta fundamental. Para hacer frente a una amenaza a la comunidad, los israelitas decretaban ayuno, práctica que, en la interpretación de Octavio Mondragón,(1) aunque implicaba un cambio en la dieta, implicaba fundamentalmente detener el tiempo.
“No debemos caminar dominados por la prisa cuando estamos enfermos” pero, antes, “la aflicción o la infección de cualquiera es una enfermedad de toda la comunidad” parecen ser invitaciones implícitas en dicho gesto proclamado. Desde la concepción de pueblo, fundamental en la tradición judeocristiana, el nosotros es el sujeto de la historia. Una desgracia por tanto no es privativa de quien tiene la mala fortuna de estar infectado por un virus, sino de todos.
Representa una oportunidad para releer la vida y reemprenderla juntos. Decretado el ayuno, los judíos se vestían de manera distinta a la cotidiana (utilizando un saco, poniendo ceniza en su cabeza) para simbolizar con ello el tiempo que, místicamente, se detenía para reiniciarse. Tal es en esencia la interpretación del pasionista mexicano. El cambio en la dieta por su parte representa el grado en que cualquiera puede hacer suya la aflicción del infectado: la forma en que puedo, llevándolo en mi propio cuerpo, compadecer el dolor ajeno.
Más allá de la metáfora, incluso de la empatía emocional, quien ayuna puede manifestar orgánicamente su compasión: la lleva en su cuerpo. Padece con el otro donde más duele, con la esperanza de transformarse de adentro hacia fuera. Superada la pausa, reinicia el camino de la historia otra vez en primera persona del plural. Tal es el grado en que el dolor ajeno, que los paganos consideran intransferible, puede ser compartido.
Tal es el tipo de relación que se genera alrededor de la esperanza y no del miedo. Inconexas, en mi conciencia, estas dos palabras, ayuno y epidemia, carecían prácticamente de sentido. Asociadas así por la intuición de Mondragón, adquieren el sentido de una provocadora invitación y de un reto. Sirven también de clave para poner una amenaza al servicio de la vida comunitaria y no del individualismo posesivo. No importa si, como en Boccaccio, nuestra motivación inicial para reunirnos haya sido el resguardo.
Lo importante es que, transcurridos algunos relatos, nos terminemos, como en el Decamerón mismo, reconociendo como personas. Quizá por ello en tiempos como el nuestro haya pocos gestos tan subversivos como compartir la mesa. ~
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(1) Teólogo, pasionista, contemporáneo y michoacano.
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