En su fecundo libro sobre la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, Sylvia Molloy (1996) señaló enfáticamente que mientras los textos pertenecientes a ese género siguieran leyéndose como novelas, no podría distinguirse el vasto corpus autobiográfico presente en nuestras literaturas nacionales. Luego de analizar a diez autores que se inscriben dentro del género —entre otros, el argentino Lucio Mansilla, la cubana Condesa de Merlin y el mexicano José Vasconcelos—, Molloy anexa una lista no exhaustiva de autobiografías hispanoamericanas (en donde no figuran los dos volúmenes de la serie Los narradores ante el público), compuesta por los testimonios personales de los escritores mexicanos que en 1965 y 1966 se atrevieron a aceptar la convocatoria de Antonio Acevedo para hablar, en el Palacio de Bellas Artes, sobre su obra.
Varios de los jóvenes incluidos han renegado de este primer ejercicio narcisista, y sospecho que en algunos casos eso se debe a que asumieron la típica actitud iconoclasta de los autores incipientes, quienes, como diría Borges, “juzgan a los demás por lo que han publicado, pero desean que se les juzgue por lo que proyectan escribir”.
El más imberbe de los veinte escritores de la primera serie fue José Emilio Pacheco, quien se arriesgó a redactar una temprana autobiografía donde, curiosamente, no es visible esa postura iconoclasta que he descrito. Si no me equivoco, esto se debe a la actitud que él ha asumido a lo largo de toda su carrera literaria, y que lo ha llevado a refutar el concepto de clinamen, palabra de origen griego esgrimida por Harold Bloom al hablar de la relación supuestamente conflictiva (y hasta parricida) que suele mantener un escritor notable respecto de sus predecesores; en su poema titulado “Contra Harold Bloom”, de cuya escritura Pacheco se ha arrepentido un tanto, la voz poética declara:
Al doctor Harold Bloom lamento decirle
que repudio lo que él llamó “la ansiedad de las influencias”.
Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines.
Por el contrario,
no podría escribir ni sabría qué hacer
en el caso imposible de que no existieran
Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de Poemas
(Pacheco 2000: 602).
Con base en esta misma postura, él ha desplegado una gran generosidad intelectual, perceptible en sus numerosos agradecimientos y dedicatorias, la cual incluso lo ha inducido a emitir agradecimientos infundados. [Y en este punto, me permitiré relatar una anécdota personal. En 1999, con motivo del centenario del nacimiento de Borges, Pacheco pronunció, en la sede de El Colegio Nacional, una serie de conferencias que luego compiló en el libro Borges: una invitación a su lectura, volumen cuya escasa difusión, por cierto, no concuerda con su tiraje de cien mil ejemplares. Durante este ciclo, tuve oportunidad de conversar con él oralmente y por escrito, a raíz de lo cual en la última sesión leyó frente a su público algunos comentarios míos sobre Borges; en ese acto incurrió en un exceso de modestia y magnanimidad al afirmar que de hecho las conferencias las habíamos preparado al alimón él y yo; y digo “exceso” porque luego yo tuve que sufrir las consecuencias, pues no faltó el despistado que me pidiera algunos datos mencionados por José Emilio, los cuales obviamente provenían de su erudición y sólo estaban en su prodigiosa memoria. Pero por lo menos me quedó el consuelo de ser, siquiera por unos minutos, apócrifo coautor suyo.] Ahora bien, la humilde actitud intelectual visible en la incipiente autobiografía de Pacheco forma parte de la modalidad que él imprime a este difuso género, pues en su texto escasean los datos específicos sobre el yo autofigurado quien, luego de proporcionar algunos antecedentes personales, más bien expresa sus posturas estéticas e ideológicas, relacionadas con su formación inicial en las letras.
Por ello quizá sea conveniente calificar esa obra primeriza como una especie de autobiografía intelectual. Entre los aspectos de ella que perviven en la ya dilatada obra de Pacheco, destaca su interés por la historia, según se aprecia en su mención de un suceso que definió su itinerario intelectual, tal como lo expresó en 1965:
Para los que teníamos veinte años en 1959, la Revolución Cubana fue un acontecimiento que nos sacudió con la misma fuerza que la Guerra de España debe de haber ejercido en la generación de Paz y Efraín Huerta. Fin de una era y comienzo de otra, espada de fuego, nos arrojó de una arcadia apolítica, de un limbo estetizante donde el mayor problema era la lucha contra el que o el exterminio radical del gerundio (Pacheco 1966: 248).
Es ya un lugar común (y no por ello resulta falso) hablar de las hondas repercusiones que tuvo la Revolución Cubana entre los miembros de la cultura letrada; sin embargo es obvio que a algunos intelectuales no les interesó mucho. Por ello es relevante que Pacheco interprete esa coyuntura histórica como un sacudimiento que lo indujo a desechar (a un segundo plano, puntualizo yo) los problemas formales y “estetizantes”. En última instancia, esta orientación estética se origina en la angustiante interrogación moral de Pacheco sobre las implicaciones del ejercicio de la escritura en un convulso mundo moderno dominado por la violencia y la injusticia:
¿Qué puede hacer el escritor en un mundo en que millones de seres mueren de hambre, y otros son incinerados en los arrozales de Vietnam, y otros se suicidan al no resistir las tensiones de una sociedad tecnológica cuyo fin es la abundancia de objetos que cosifican y enajenan? […]
Si no se puede transformar un mundo que pertenece a los técnicos y a los empresarios, a los políticos y los militares, lo mejor ¿no es desertar? Ya que casi la única manera de no ser cómplice en nuestra época es la resistencia pasiva, el silencio puede ser un modo de protesta contra la injusticia y la abyección contemporánea. Pero este nihilismo es hoy una actitud profundamente reaccionaria: es necesario escribir precisamente porque hacerlo se ha vuelto una actividad imposible (Pacheco 1966: 260).
Confieso que, a más de cuarenta años de emitida esta declaración, no deja de sorprenderme (y también de entristecerme) su abrumadora y dolorosa vigencia. En el fondo, esta actitud de Pacheco procede del profundo sentido ético que él imprime a su escritura, con base en una concepción estética que no peca de la ingenuidad romántica de pensar que el arte puede y debe propiciar la urgente transformación de nuestras sociedades. Una prueba irrefutable de que él ha sido siempre consciente de los restringidos alcances de la literatura se halla en su deseo de distinguir entre el irreprimible lamento social por el genocidio de millones de niños hambrientos en el mundo y la exigencia de Jean Paul Sartre, en los años sesenta, para que el arte verbal desempeñara funciones ajenas a su naturaleza:
No obstante, veo un gran trecho entre dolerse de este genocidio y convertir (como hace un año Sartre) la literatura en la gran cabeza de turco culpable del hambre y de todo mal. Pues, como respondió en aquella ocasión Ives Berger, las palabras no pueden convertirse en panes ni en fusiles y no es posible maldecirlas por ello. La literatura es inepta para ser un levantamiento popular. Es un chantaje exigir de las letras y los escritores lo que nadie se atreve a esperar de los otros hombres ni de Dios (Pacheco 1966: 261).
Es decir, no obstante sus coincidencias ideológicas con Sartre, Pacheco se distancia de la concepción artística que privilegia en una obra la expresión de un compromiso social y político, lo cual propicia el olvido de que, en primerísima instancia y sobre todo, la literatura es un artificio verbal y no un arma de acción directa. Ahora bien, el significado que asigno a la palabra ética proviene del teórico anglosajón Geoffrey Harpham, quien a su vez se basa en las propuestas del filósofo franco-lituano Emmanuel Levinas (Harpham 2001). Al revisar el vínculo entre la ética y la literatura, Harpham propone ubicar esta problemática relación desde la perspectiva de la alteridad. Según él, como el arte verbal, en cuanto forma de representación, surge del mundo y del ámbito humano, entonces también implica una dimensión ética.
De ahí la pertinencia de las propuestas teóricas de Levinas, para quien el centro de la ética reside en la absoluta e infinita obligación de considerar la figura que él llama “el otro”. De todo ello concluye Harpham que la literatura podría encarnar lo que Levinas llama la “circunstancia ética”, es decir, el encuentro entre el yo y el otro. Desde esta misma perspectiva, en su sugerente libro sobre ética y escritura en Hispanoamérica, Aníbal González afirma que la ética es la arena donde se articulan y negocian los reclamos de la otredad, por lo que un rasgo fundamental de los discursos literarios sería su preocupación por el otro y, más específicamente, por “una otredad que permanece otra, que se resiste a la asimilación” (González 2001: 12).
Si no me equivoco, en general esto sucede en la obra de Pacheco, como puede ilustrarse con su texto narrativo de 1969 “Civilización y barbarie” (Pacheco 1969), cuyo título alude a la clasificación dicotómica del siglo XIX definida por Sarmiento en su libro Facundo: civilización y barbarie (1845), la cual ha funcionado en la tradición cultural hispanoamericana por lo menos hasta Borges. Con una técnica narrativa semejante pero no idéntica a la de su seminal novela Morirás lejos (1967), en este cuento Pacheco construye una historia desde tres planos paralelos que alternan hasta combinarse en una sola secuencia. Primero, la descripción de una batalla donde los apaches, encabezados por el famoso Jerónimo, lanzan un ataque contra un fortín de los blancos. En segundo lugar, la relación epistolar de un joven estadounidense dirigida a su padre, Mr. Waugh, a quien describe sus gozosas experiencias en la guerra de Vietnam, entre ellas la del exterminio de los “amarillos” usando un lanzallamas.
Por último, el relato de cómo el racista padre del joven, quien reside en una ciudad del sur de Estados Unidos, se atrinchera en su hogar por miedo a las protestas de los negros que demandan reivindicaciones sociales. Al final del argumento, el lector nota con sorpresa que las dos temporalidades de la historia —el siglo XIX y el XX—, en principio yuxtapuestas y diferenciadas, así como sus distintos espacios geográficos, acaban por mezclarse. En cuanto a la dicotomía sarmientina aludida en el título, la denominada barbarie se impone a la supuesta civilización, pues tanto Mr. Waugh como su hijo perecen a manos de los otros, en este caso los apaches o los vietnamitas. En un efecto típico de la literatura fantástica, el último párrafo insinúa la intromisión de la ficción en la realidad, pues Mr. Waugh muere cuando las imágenes emanadas de la televisión invaden su entorno inmediato: “Antes de salir a ver qué había ocurrido, Mr. Waugh quiso apagar el televisor.
Era tarde: los jinetes lo arrasaban todo a su paso. Mr. Waugh dejó caer el arma y sintió que lo destrozaban los primeros cascos sin herradura” (Pacheco 1969: 116). De modo análogo, su hijo fallece al sucumbir a una trampa vietnamita: “De pronto la hojarasca cedió bajo sus pies, y él se hundió con un grito en las afiladas, en las primitivas puntas de bambú que erizaban el fondo de la trampa” (116). Con sutil ironía, el autor derruye aquí ciertos prejuicios culturales, pues pese a su carácter primitivo, las puntas de bambú resultan más efectivas (por lo menos para cumplir el aciago destino del personaje) que la tecnología moderna de la cual éste había alardeado al juzgar como increíble la resistencia ofrecida por sus enemigos en el campo de batalla.
Por cierto que los críticos proclives a las peligrosas interpretaciones premonitorias podrían usar este pasaje para sostener que el escritor previó en 1969 el eventual retiro de Vietnam por parte del ejército estadounidense, debido a su impotencia para vencer a un obstinado y heroico enemigo. Conviene destacar que el singular tono fantástico de “Civilización y barbarie” se imbrica con una reflexión histórica donde el narrador deja un remanente cultural desconocido e inasimilable, ya sea por la compleja naturaleza de éste o porque voluntariamente se renuncia a su asimilación.
En suma, la voz que enuncia el argumento no asume la típica actitud decimonónica de creer que conoce y comprende a cabalidad al otro, lo que sí sucede, por ejemplo, en varias novelas indigenistas que pese a su buena voluntad reivindicatoria, trasladan la cultura de los otros a los términos propios (quizás en el momento en que alguien cree que ha comprendido a los otros, empieza a alejarse de ellos). Debe mencionarse, asimismo, que la inversión de los polos de civilización y barbarie planteada en el texto no sólo se concreta en el nivel individual de los personajes, sino que se proyecta hacia aspectos sociales y colectivos de amplia significación histórica. Así, Pacheco construye un relato alusivo a diversas situaciones críticas del mundo moderno y contemporáneo: el exterminio de las primitivas etnias norteamericanas por parte de los invasores anglosajones, la injusta guerra de Estados Unidos contra los vietnamitas, las luchas para superar la segregación de los negros en ese país durante la década de 1960.
Si bien, cabe matizar, todo ello se efectúa mostrando los sucesos pero sin predicar sobre ellos (como solía hacerse en la literatura decimonónica, cuyos narradores emiten juicios didácticos o moralizantes sobre los personajes y las situaciones del relato). Quizás el término “ética” que he aplicado aquí a la literatura suene algo solemne (e incluso rimbombante) para algunos oyentes. Pero es obvio que en Pacheco la intención ética está tamizada por un elemento que cruza toda su obra: la ironía, mediante la cual se construye la debida distancia crítica que, entre otras cosas, aleja sus textos de la mera denuncia social. Además de ello, debe mencionarse otra acepción más directa de la palabra “ética”. Al reflexionar sobre el legado de Borges, Pacheco destaca un rasgo que según yo coincide con su propia práctica literaria: “El gran escritor desconoció la senilidad. No hay una página suya que no sea estimulante y no diga algo nuevo, polémico o insólito. Hasta el fin mantuvo su lección ética, ejemplar dentro y fuera de la literatura: la primera obligación de toda persona es hacer bien lo que hace” (Pacheco 1999: 99-100).
Sin duda Pacheco ha acatado con creces la primera obligación de un literato: escribir bien, compromiso intelectual que ha asumido a conciencia, mediante un arduo e infinito trabajo de ya más de cincuenta años. Y cuando digo que se trata de una labor infinita no estoy usando una hipérbole, porque quienes hemos estudiado su obra sabemos que para él no existe la idea de texto definitivo, ya que su obra está en permanente modificación y no conoce la versión última; al igual que su maestro Borges, Pacheco podría afirmar: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”. Por ello en el ámbito de un homenaje universitario por su medio siglo de vida, Pacheco declaró:
“Diría que un ejemplo —si no de modestia, sí de autocrítica—, es que sí voy corrigiendo las cosas que publico. Una gente realmente soberbia cree que eso ya es intocable, que eso ya es perfecto” (apud Alcántar 1989: 2). Resulta curioso comprobar que este afán incluso se presenta dentro de sus personajes. Así sucede con Andrés Quintana, el autor y personaje del cuento “La fiesta brava”, quien a punto de ser apresado por los hombres que le impedirán ayudar al capitán Keller, lee en una pared de la Ciudad de México: “Asesinos, no olvidamos Tlatelolco y San Cosme” (Pacheco 1972: 113); la frase, que remite a los dos sitios de las brutales represiones gubernamentales del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971, sufre los hábitos de corrección de Quintana, quien se limita a pensar que debió haberse escrito “ni San Cosme”, en lugar de la conjunción “y”. Por cierto que este pasaje narrativo muestra la habilidad del autor para introducir de manera oblicua en su obra aspectos de la realidad histórica inmediata sin emitir discursos directos sobre ellos.
Deseo concluir reflexionando sobre los probables orígenes de esta actitud ética de Pacheco. Sé muy bien que en no pocos casos la crítica literaria sólo puede lucubrar sobre los impulsos más íntimos de un escritor, enunciando diferentes hipótesis que tal vez resulten complementarias entre sí. En este caso, sospecho que la ética de la escritura asumida por Pacheco proviene de su formación familiar, ligada tangencialmente a un periodo de la historia mexicana del siglo XX: la sucesión presidencial de 1928 (véase Pacheco 1980). Como sabemos, el 3 de octubre de 1927 fueron asesinados en Huitzilac el general Francisco Serrano —quien aspiraba a la presidencia contra las pretensiones de su concuño Álvaro Obregón de asumir un segundo periodo no consecutivo— y trece personas más, entre militares y civiles. Las órdenes para esta ejecución masiva habían emanado de la residencia presidencial, ubicada en el Castillo de Chapultepec, donde se encontraban reunidos el mandatario en funciones, Plutarco Elías Calles, y el caudillo Obregón. Previsiblemente, la noticia fue difundida con enjundia en el extranjero, donde incluso se esgrimió como argumento confirmatorio de la barbarie mexicana. En el boletín oficial del 4 de octubre sobre los sangrientos sucesos, se mencionaba un inexistente consejo de guerra que otorgaría sustento jurídico (que no legitimidad) al asesinato. Por ello Joaquín Amaro, el Secretario de Guerra, pensó que sería conveniente inventar y difundir el acta de ese consejo de guerra; con este fin acudió a un agente del Ministerio Público Militar al que recientemente había encargado la Procuraduría del fuero, con grado y sueldo de general de brigada. Calles y Amaro llaman a su presencia a este licenciado, a quien instruyen para que redacte y firme una orden de “consejo de guerra sumarísimo”, fechada el día anterior.
Para sorpresa suya, el licenciado se niega a prestarse al embuste; entre otras razones, argumenta que los militares involucrados tenían licencia del servicio activo, amén de que en el grupo asesinado había varios civiles, por lo cual el caso hubiera sido competencia de los tribunales comunes. Ante esta insólita respuesta, Calles grita exasperado: “Entonces se insubordina usted”, mientras que Amaro, más perentorio, amenaza: “O firma o lo fusilo inmediatamente”. No obstante, estas presiones, emitidas desde el poder absoluto, resultan insuficientes, pues asumiendo una ejemplar postura ética, el licenciado responde: “Mi conciencia no me permite hacer estas cosas. Si ello implica insubordinación, disponga, mi general, lo que crea conveniente”.
Atónitos frente a este desafío ético, lanzado por una persona sin defensa alguna, Calles y Amaro se limitan, increíblemente, a dar de baja a su insolente interlocutor; tal vez creyeron innecesario seguir derramando sangre, además de que, conjeturo, debe haberlos confundido ese imprevisible reto. Creo conveniente recordar ahora un concepto enunciado por Werner Jaeger en su ya clásica obra Paidea. Los ideales de la cultura griega. Siguiendo a Aristóteles, Jaeger define así la condición esencial que caracteriza al heroísmo moral: “Quien se sienta impregnado de la propia estimación preferirá vivir brevemente en el más alto goce que una larga existencia en indolente reposo; preferirá vivir un año sólo por un fin noble, que una larga vida por nada; preferirá cumplir una sola acción grande y magnífica, a una serie de pequeñeces insignificantes” (Jaeger 1957: 28- 29). Pues bien, el quizás irreflexivo pero íntegro hombre que prefirió cumplir una sola y silenciosa “acción magnífica”, aun a costa de su propia vida, era José María Pacheco, el padre de José Emilio.
Si el desenlace de este suceso de nuestra historia hubiera sido funesto, no estaríamos hoy, aquí, celebrando; tampoco podríamos gozar de la espléndida obra literaria de Pacheco, quien de seguro se nutrió de esa excepcional lección paterna para conferir a sus textos el intenso sentido ético que he descrito, el cual en nuestra época significa un renovado aliento de vida y libertad. En última instancia, pienso yo, ésa es la vía más eficaz y honesta para alcanzar el ideal artístico esbozado por el escritor en su texto autobiográfico de 1965, donde indicó que la misión de la literatura no es salvar al mundo sino iluminarlo. José Emilio Pacheco lleva ya más de medio siglo iluminando el mundo de todos nosotros, sus humildes pero fervientes lectores. ~
Bibliografía
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González, Aníbal. 2001. Abusos y admoniciones. Ética y escritura en la narrativa hispanoamericana moderna. Siglo XXI, México.
Harpham, Geoffrey Galt. 2001. “Ethics and literary criticism”, en The Cambridge History of Literary Criticism, eds. Christa Knellwolf y Christopher Norris. Cambridge University Press, Cambridge, vol. 9, pp. 371-385.
Jaeger, Werner. 1957. Paidea. Los ideales de la cultura griega, tr. Joaquín Xirau y Wenceslao Roces. Fondo de Cultura Económica, México.
Molloy, Sylvia. 1996. Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, tr. Esteban Calderón. Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México, México.
Pacheco, José Emilio. 1966. Texto sin título incluido en la colección Los narradores ante el público. Joaquín Mortiz, México, vol. 1, pp. 241-266. Pacheco, José Emilio. 1969. El viento distante y otros relatos, 2ª. ed. Era, México.
Pacheco, José Emilio. 1972. “La fiesta brava”, en El principio del placer. Joaquín Mortiz, México. Pacheco, José Emilio. 1980. “Crónica de Huitzilac”, en La sombra de Serrano, comp. Federico Campbell. Proceso, México, pp. 13-31.
Pacheco, José Emilio. 1999. Borges: una invitación a su lectura. Raya en el Agua, México. Pacheco, José Emilio. 2000. “Contra Harold Bloom”, en Tarde o temprano [Poemas 1958-2000], ed. Ana Clavel. Fondo de Cultura Económica, México, p. 602.
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