La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir. Camilo José Cela
El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad.
Miguel de Unamuno
Le dijeron de todo. Quizá por pura envidia. Para compensar sus millones de palabras, miles de artículos, cientos de temas favoritos, incontables datos, fichas bibliográficas, historias frívolas, hechos importantes, fechas precisas y la puntual presenta- ción de los asuntos más profundos. “Mr. Memory” dicen que fue el nombre que le inventó Sergio Pi- tol. “Memoria de elefante”, el apelativo con que lo nombraban muchos antes de agregar que no había cosa que le diera más temor que perder la memo- ria y desconectarse de todo. “El prologuista de México”, en un desesperado intento de apagar la ardida burla de encontrarlo ya no sólo en todas las publicaciones periódicas y no periódicas, sino tam- bién al principio de cada libro interesante de las mesas de novedades. “El padre de la crónica mexi- cana”, título meritorio que le ganó uno de sus últi- mos premios de periodismo. Pero también le colgaron adjetivos como “ubicuo” o frases como “uno de los autores más presentes de la literatura mexicana y, sin embargo, de figura más elusiva”.
Los premios, los amigos y los críticos también lo calificaron sin pudor alguno. Cuando le fue otorgado el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, el jurado se refirió a él, respetuosa y ca-si reverencialmente, como “un renovador de las formas de la crónica periodística, el ensayo litera- rio y el pensamiento contemporáneo de México y América Latina”. Por el contrario, Luis Gonzá- lez de Alba, resentido y sin compasión, escribió un artículo titulado El gran murmurador donde afirma que nunca había podido terminar un tex- to suyo y llevaba más de cuarenta años intentan- do comprender una de sus más célebres crónicas. Nicanor Parra juró que se merecía estar nominado a un premio que nunca se ha otorga- do, el Premio Nobel de la Lectura, y José Emilio Pacheco, uno de sus mejores amigos, lo describió como el único escritor que la gente reconocía en la calle. También dijo que con él había visto en la literatura el mundo al que ambos pertenecían.
Todos, por supuesto, se referían a Carlos Mon-siváis.
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Nada de lo mexicano le es ajeno, descubrió Adolfo Castañón de Monsiváis. Y todo comenzó —como pasa siempre— desde la infancia. Naci- do en 1938 en el barrio de La Merced, Monsiváis alguna vez aceptó la autodefinición de “niño solitario”, aunque nunca por haberse sentido solo en el mundo: tenía la compañía de sus libros y muy pronto desarrolló una verdadera pasión por la lectura. De hecho, en diversas entrevistas, la única cualidad de sí mismo reconocida públicamente por Carlos Monsiváis fue la de bibliófilo empedernido, “lector furibundo”, una actividad que lo definía y sobre la que un día escribió:
La lectura sigue siendo un acto profundamen- te personal. Y al Estado y la sociedad les co- rresponde crear las condiciones para que quien lo desee tenga a su alcance las facilidades o las oportunidades para ejercer como lector, rango nada menospreciable de los placeres de la subjetividad. ¿Una conclusión? Tiré mi corazón al azar y me lo ganó la lectura.
Este rasgo de lector se complementó con el he- cho de su fascinación por expresiones de la imagen y el sonido: su atracción por el cine,
la caricatura, la música, todas las formas del es- pectáculo del México viejo, moderno y con- temporáneo, todos los iconos indisolublemente asociados a su concepción de la vida social, cultural y política mexicana.
La lectura, pues, hizo a Monsiváis —como dice el clásico— contemporáneo de todos los hombres y ciudadano de todos los países. Pero muy pronto fue evidente que de todos los paí- ses prefería escribir del suyo y no podía ser más que un ciudadano de la capital del país. Y se convirtió en un testigo fiel y presencial de sus venturas y desventuras. En su mejor cronista. Tanto que lo confesó en un texto:
Hablar de la Ciudad de México es una ta- rea infinita, advirtiendo que la crónica de la Ciudad de México es un hecho, una empresa imposible porque ni siquiera si uno se reduce a su modesta recámara aca- ba haciendo una crónica eficaz, siempre faltarán datos, siempre faltará el nivel de relación con el aparato encendido, siem- pre faltará una crónica de teléfono; enton- ces, si es tan difícil hacer la crónica de la recámara, me imagino lo que es la crónica de una ciudad de 14, 20 ó 22 millones de personas, nunca sabremos cuántos somos y este misterio estadístico no es uno de los menores encantos de una ciudad que apa- bulla y que ciertamente ya tocó su techo histórico.
Pero con o sin techo histórico, la producción de Monsiváis sobre la Ciudad de México siem- pre fue irrenunciable. Indetenible. Con cierta cualidad de eternidad.
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Testigo y desmenuzador de nuestro tiempo, el que ya pasó y el que seguimos viviendo, Carlos Monsiváis comenzó a escribir su saga de cróni- cas y ensayos en 1954 cuando produjo dos tex- tos, uno sobre una manifestación a favor del presidente de Guatemala y otro sobre una pre- sentación del músico cubano Bola de Nieve. Estos primeros textos advertían sobre un par de rutas que, con insistencia y maestría, recorrería Carlos Monsiváis: la vocación de la socie- dad para manifestarse y las figuraciones del espectáculo y la cultura.
El almanaque, porque lleva el recuento de la Historia, tiene un lugar primordial en la obra de Monsiváis: lo atestigua una colección de textos su- yos a propósito de fechas célebres en los calenda- rios civiles y religiosos, apuntes sobre hechos y situaciones en un tiempo concreto que pasarán al olvido inmediato —como el mural efímero de José Luis Cuevas o el concierto del cantante Juan Ga- briel—, o bien costumbres más arraigadas como las celebraciones del 15 de septiembre o el día de la Virgen de Guadalupe.
Gran polemista e identificado como luchador so- cial, a Monsiváis no le fue ajeno el campo de la re- presión social, política y cultural, y a veces parece imposible definir o categorizar su trabajo como escritor. Pero su análisis de la metafísica de las costumbres, de la miseria y magnificencia de la ciudad, de los hitos de la historia mexicana, de la cultura y la contracultura, fueron recurrencias, rasgos de identificación y huellas de su escritura. Su posición política, su perspectiva crítica, su desacato al autori- tarismo, al orden establecido y al conservadurismo, han sido temas difíciles de tratar para los que por miedo escogen las palabras pero no saben callarse. Pero Monsiváis —con su inteligencia avasalladora, a veces excéntrica, siempre peligrosa; su mente ágil; su muy clara pluma de melodramática puntería— seguramente les hubiera respondido lo que dijo en una entrevista para la Revista de la Universidad de México: “Si eres creativamente responsable o eres imaginativo o tienes valor civil, aún es posible vivir como te da tu gana. Y yo siempre he vivido como me ha dado la gana”. Así fue Carlos Monsiváis. Así vivió. ~
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