Mario Ojeda Gómez
Ex presidente de El Colegio de México.
En el año de 2007, muy a principios de su gestión, el presidente Calderón tomó la decisión, que pareció precipitada, dada la difícil situación política del momento, de declarar la guerra al narcotráfico. Lo hizo apoyándose en el Ejército y la Armada. Según algunos observadores declaró la guerra precisamente para superar esa situación difícil provocada por un triunfo electoral dudoso y atraer la atención pública hacia cuestiones que lo favorecieran. El objetivo principal habría sido entonces rescatar su imagen y proyectarla como líder fuerte y decidido.
Si éste fue realmente el objetivo principal puede decirse que lo logró en buena medida, pero el costo de ello fue caer en el atolladero de una guerra prolongada. Esta guerra no se está perdiendo como algunos aducen, pero tampoco se está ganando, como otros pretenden. Es una guerra prolongada.
Desde el punto de vista técnico-militar, una guerra prolongada es una guerra larga, como la de Colombia, Irak o Afganistán, de resultados parciales, con pequeños triunfos para uno y otro bando. Es una guerra de tipo irregular, de desgaste, en la que lo más importante es mantener alta la moral.
Por otra parte, esta guerra está enderezada a combatir la producción y el tráfico de drogas, o sea la oferta de los enervantes. Deja de lado, enteramente, la otra cara del problema, el consumo. Aquí, sin embargo, el gran escollo es que el principal centro de consumo es el mercado de Estados Unidos.
A pesar de ello, el gobierno estadounidense nunca ha aceptado su responsabilidad en el problema del narcotráfico, argumentando que la culpa es de los pushers y no de los consumers. O sea de los vendedores y no de los consumidores. En pocas palabras, para ellos la causa del problema radica en la oferta y no en el consumo. Fue hasta abril de 2009, durante la primera visita de Barack Obama a México, que un presidente de Estados Unidos aceptó expresa y públicamente la posición de responsabilidad compartida.1
Al no aceptar responsabilidad alguna en el problema, el gobierno de Estado Unidos se desentendió del asunto y nunca apoyó al mexicano, técnica o económicamente, en su lucha contra el narcotráfico. Fue hasta 2007, al declararse la guerra al narcotráfico, que el gobierno mexicano planteó al de Washington lo que se ha llamado Plan Mérida, un programa de ayuda económica y técnica para el combate al narcotráfico. Este programa también tiene sus bemoles.2
Durante su primera visita a México el presidente Obama ofreció estudiar un aumento al monto de la ayuda del Plan Mérida y trabajar a favor del control del tráfico ilegal de armas a México. Ambas promesas son positivas, pero significan un esfuerzo desperdiciado en gran medida, pues apuntan en dirección del combate a la oferta y no a la demanda.
El otro gran problema en el combate al narcotráfico es el de mantener la moral alta en una guerra prolongada. La moral del Ejército y la Armada, la moral de la Policía Federal, las estatales y municipales, de aquellos que llevan el peso de la lucha diaria y sufren directamente la pérdida de vidas y las heridas de guerra. Son ellos también los que están directamente expuestos a los sobornos y amenazas del narco. La deserción militar es alta. Durante el tiempo que lleva el gobierno de Felipe Calderón, ocurrieron 30 233 casos, según un informe de la Secretaría de la Defensa Nacional.3
El gobierno ha tratado de paliar los problemas de la moral y la deserción redoblando el adoctrinamiento en los valores patrios y de servicio a la nación. Pero también ha hecho uso de incentivos materiales, como mejoría de salarios, prestaciones, seguros de vida al personal y pensiones para las viudas de las víctimas y becas para los huérfanos. Esas medidas han surtido efecto, pues en ese mismo informe se aclara que ese número de desertores significa una disminución de casi 40% respecto del mismo periodo del sexenio de Vicente Fox. Esta disminución se atribuye precisamente a las acciones tomadas para elevar la calidad de vida de los militares.4
Pero hay otro factor que mina la moral de policías y militares. Es el constante acoso de los medios, las ONG extranjeras y numerosas organizaciones civiles en nombre de los derechos humanos.5 La Suprema Corte de Justicia ha contribuido a ello. El 15 de octubre emitió una resolución responsabilizando al gobernador de Oaxaca por la violación de derechos humanos por parte de la policía durante los disturbios de 2006. Esta resolución ha sembrado incertidumbre entre los encargados de la seguridad pública: ¿cuáles son los alcances y límites de sus facultades en la protección de la colectividad?
Es probable que todo este ambiente de acoso e incertidumbre sea la razón que motivó a la jefatura de la Armada a prohibir a sus elementos disparar contra aquellos que no respeten la señal de detenerse en los retenes de vigilancia.6 En una guerra de desgaste moral, el fuego amigo puede dañar igual o más que el enemigo.
Más importante es el desgaste moral de la sociedad misma, pues en última instancia ella es la que con su apoyo da sentido o justificación a una guerra. Calderón declaró la guerra inmediatamente después de una justa electoral en la que solamente obtuvo la cuarta parte de los votos del padrón. Esto resulta de considerar los votos del PRD, los del PRI y la abstención. O sea, no contó con el claro mandato electoral de una mayoría absoluta.
Últimamente han surgido en los medios duras críticas que reflejan el cansancio que ya empiezan a manifestar amplios sectores de la sociedad mexicana. 7 En algunos círculos se cuestiona si la guerra es realmente necesaria, si es nuestra y si ella no ha servido sino para exacerbar la violencia.
Por otra parte, y para sorpresa de muchos, se ha descubierto que el narcotráfico cuenta con una base social, o sea simpatizantes. Primero deben contarse los campesinos que cultivan amapola y mariguana y que se benefician de los altos precios de sus cosechas. Sin embargo, algunos de ellos lo hacen bajo amenaza de muerte, que es el estilo del narco, “plomo o plata”. Siguen en turno los habitantes de los pueblos de donde son originarios los narcos, que suelen recibir jugosos donativos para obras y beneficios comunitarios. Vienen después pobladores de las ciudades en las que radican los narcos que se ven bien remunerados, por servicios prestados en forma normal, sin ser molestados. En Colombia por ejemplo, los narcos llevaron a cabo, con éxito, un reparto de tierras entre los habitantes de las zonas geográficas que dominaban. En Monterrey los chavos-banda organizaron una marcha de protesta por la presencia del Ejército en las calles de esa ciudad.
Existe también una “narcocultura”, o sea una forma de pensar y de vivir de los narcos y sus sicarios. Lujosa, dispendiosa, exhibicionista, en la que la ropa fina, las joyas, los vehículos lujosos, la fiesta y el sexo, constituyen la compensación principal frente a los peligros a los que están expuestos. Los llamados “narcocorridos” son expresión musical de esa cultura. Al estilo del antiguo corrido, su letra narra, y en cierta forma exalta, las hazañas de traficantes desaparecidos, como si se tratará de caudillos de la Revolución o bandoleros sociales.
En ciertos círculos sociales se han presentado protestas por estos “narcocorridos” y se ha exigido que se prohíba su grabación y su transmisión por radio y televisión. El argumento principal ha sido que este género musical convierte al delincuente en héroe digno de ser imitado. El argumento parece cierto, sobre todo en un ambiente deprimido por el desempleo y la pobreza. Se dice que entre los jóvenes pobres de Culiacán, ciudad considerada la capital del narcotráfico, existe un dicho que reza: “Más valen cinco años de riqueza que cincuenta de pobreza”. De ser así, resulta obvio que los capitanes del narco cuentan con un gran ejército de reserva de donde reclutar y hasta seleccionar personal.
Un investigador militar estadounidense ha llegado a la conclusión de que en México el poder político está migrando del Estado a pequeños actores no gubernamentales que se organizan en amplias redes con ejércitos privados, ingresos propios, servicios de beneficencia, capacidad para hacer alianzas y conducir guerras.8
Por otra parte, una cuestión que le resta apoyo a la causa del combate al narcotráfico es la sospecha de que el gobierno se vale de ella para dar golpes publicitarios en momentos oportunos. Otra es la sospecha de que la usa con fines partidistas y electorales. Quienes piensan así ofrecen como prueba el caso de Michoacán, estado gobernado por el PRD y en el cual fueron detenidos como sospechosos, con lujo de publicidad, varios alcaldes, también perredistas, en vísperas de elecciones federales para diputados.
Así pues, instalados en el atolladero de una guerra prolongada y de combatir solamente la oferta y no el consumo, a mediados de 2009, tres años después de estallada la lucha armada al narco, personajes importantes de la sociedad mexicana empezaron a cuestionar la guerra como método idóneo para enfrentar el problema. Esgrimen razones de lo más variado: la guerra inacabable de Colombia; el alto costo en vidas; los grandes sacrificios por una causa ajena; la distracción de recursos fiscales en aras de la guerra; la inseguridad de la ciudadanía y otras.
Entre las voces que han expresado su insatisfacción llama la atención –por ser quien es y por lo que dice–, la del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, José Luis Soberanes: “El crimen organizado no se combate con más balas porque la delincuencia tiene más y mejores balas […] ya es momento de que México deje de hacer el trabajo sucio al principal consumidor de drogas.” 9
Un profesor del Instituto de Estudios Estratégicos del Colegio de Guerra del Ejército de Estados Unidos, en un estudio reciente, llega a igual conclusión que la primera de Soberanes. Afirma que los Zetas y otros ejércitos privados cuentan con una capacidad mayor, en un tipo de guerra irregular, a las fuerzas del gobierno mexicano encargadas de combatirlos.10
De ambas aseveraciones se desprenden conclusiones importantes: primero, el gobierno mexicano en su guerra contra el narco, enfrenta a un enemigo superior; segundo, si el enemigo es superior se debe, en parte, a que puede adquirir armamento sofisticado libremente en el mercado estadounidense sin que el gobierno de ese país lo impida; y tercero, esta guerra se libra en defensa de un interés que nos es ajeno.
El temor de que la guerra se prolongue indefinidamente ha conducido a que hayan surgido partidarios de la legalización de la drogas, como modo de terminarla. Se aduce que las drogas, al legalizarse, bajarán de precio en forma significativa y las mafias perderán incentivos para comercializarlas, y desaparecería la violencia al terminar las disputas entre las distintas mafias por el control de los mercados.
Entre los partidarios de la legalización se encuentran personalidades, como Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Carlos Fuentes, así como destacados columnistas. La Cámara de Diputados, por su parte, convocó en abril de 2009 a una discusión sobre el mismo tema a amplios sectores de la política y la sociedad:11 infortunadamente, el foro se partidizó de inmediato y se perdió la oportunidad de tener una discusión objetiva entre amplios sectores de la sociedad.
La idea de legalizar las drogas como recurso para acabar con el narcotráfico, la violencia y la guerra no parece descabellada, sobre todo cuando se le compara al caso de la Ley seca o Prohibición en Estados Unidos. En 1919 entró en vigor en Estados Unidos la prohibición a la producción y venta del licor, incluida la cerveza. Esta medida generó la fabricación y distribución clandestinas de bebidas alcohólicas, lo que a su vez provocó el surgimiento de distintas mafias, que se disputaron el control del mercado negro. Estas disputas llegaron a la violencia cada vez más intensa y sofisticada. Las mafias introdujeron en sus luchas el uso de la ametralladora Thomson, que era en aquella época el arma ligera más letal y peligrosa.
El más famoso capitán de mafia fue Al Capone, quien llegó a construir un imperio en el bajo mundo con un ejército de 700 a mil pistoleros. Se calcula que entre 1920 y 1927 más de 250 gángsters fueron ejecutados sólo en la ciudad de Chicago. Con el paso de los años amplios sectores de la sociedad estadounidense se fueron cansando de tanta violencia y de lo inoperante de la prohibición. Ciudadanos influyentes llegaron a la conclusión de que la prohibición no valía el sacrificio de la criminalidad que había generado. Concluyeron que la capacidad del gobierno para hacer cumplir la prohibición era limitada.12
Como consecuencia, en 1931 el Congreso estadounidense autorizó la creación de una comisión que estudiara el asunto. Su conclusión fue que el total respeto a la prohibición, no sólo no se había podido lograr, sino que era inalcanzable.13
Con base en esta conclusión, en 1933 el Congreso aprobó una enmienda constitucional que después de haber sido ratificada por las legislaturas de los estados, puso fin a la Prohibición.14 Habían transcurrido catorce años. El mercado negro y la violencia desaparecieron y Estados Unidos no se convirtió en un país de alcohólicos.
A la luz de esta experiencia parece aconsejable proceder lo más pronto posible a legalizar las drogas. Pero la cosa no es tan fácil. Las drogas no cuentan con el mismo grado de respetabilidad que tiene el licor en la sociedad. Además cabe preguntar: ¿aumentaría el número de adictos? ¿Lo aprobaría el gobierno actual? ¿Cuál sería la reacción de Washington? Por otra parte existe el temor de que al quedar desempleados narcos y sicarios se dediquen a cometer secuestros, asaltos, robos y otros delitos, lo que resultaría peor para la ciudadanía.
Pero por otra parte, es importante advertir que el nuevo embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual, ha puesto al descubierto una gran contradicción. Al presentarse ante el Senado estadounidense para su ratificación, declaró: “Resulta una trágica ironía el que en la medida que la lucha del gobierno mexicano es exitosa, la violencia en ese país aumenta”.15
Esto quiere decir que cuanto más se logra detener el paso de las drogas a Estados Unidos, más se recrudece la violencia en México. Cabe preguntar entonces: ¿quién es el beneficiario de la guerra?
1 Excélsior y Milenio Diario, 18 de abril de 2009.
2 Véase Mario Ojeda Gómez, “Otra decisión equivocada en política exterior”, en Este País, octubre de 2008.
3 Milenio Diario, 17 de septiembre de 2009, p. 8.
4 Eduardo Guerrero, “Las tres guerras del narco”, Nexos, septiembre de 2009.
5 Milenio Diario, 28 de mayo, p. 41; 8 de julio, p. 18; 11, 19 y 22 de agosto, pp. 7, 14 y 10 respectivamente, todos del año 2009.
6 Milenio Diario, 16 de octubre de 2009, p. 39.
7 Véase Javier Ibarrola, “El Ejército y la Marina hacen maletas”, y Alán Arias Marín, “México guerra inviable”, en Milenio Diario, 3 de junio y 12 de julio de 2009, pp. 18 y 12 respectivamente.
8 Excélsior, 4 de octubre de 2009.
9 Excélsior, 14 de julio de 2009, p. 9 y en Luis González de Alba, “¿No sabe para quien trabaja?”, Milenio Diario, 20 de julio de 2009, p. 19. Cursivas nuestras.
10 Se trata del coronel retirado Max G. Manwaring. Véase Excélsior, 4 de octubre de 2009. Cursivas nuestras.
11 Véase en la prensa del 12 de abril de 2009, inserción pagada.
12 T. Harry Williams, Richard Current y Frank Freidel, A History of the United States, Nueva York, Knopf, 1960, tomo II, p. 460.
13 Ibid.
14 Ibid., pp. 460-461.
15 Milenio Diario, 9 de julio de 2009, p. 39.
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