No hizo falta el anuncio de un decreto oficial, ni el lábaro patrio a media asta en el Zócalo. No hacían falta tampoco las banderas nacional, de la UNAM y el orgullo gay sobre el féretro, aunque sobrepuestas emblematizaban tres de sus orgánicas bases axiológicas: el país decididamente laico por origen, la libertad de pensamiento y el “derecho a la diferencia”, el llano hacer lo que a uno se le da la gana, con responsabilidad, imaginación y valor civil, como ejemplificó. No fue necesario que la noticia apareciera en las versiones Internet de los diarios o en la televisión pues ya se volvía ubicua, como fue a diario su vida, por mensajes de texto, Twitter, BlackBerry y Facebook. Ni siquiera amainó el desasosiego los dos meses y medio en que el entendimiento en vigilia perpetua permaneciese sedado en el hospital, con la esperanza de tenerlo de vuelta. El luto, como el big bang, ocasión desde la cual el cronista ya se encontraba allí, emergió desde, sin eufemismos, millones de corazones. Desde la izquierda, desde los de abajo, desde las incontables marginalidades que constituyen el centro de la nación. Entre los distintos modos de vida de la cultura y la sociedad organizada. Dentro de su familia y sus cercanos, intelectuales y artistas, periodistas y ciudadanos. En todos y cada uno de aquellos que descubrieron su derecho a volverse la vida pública de México porque se encontraron, dignificados, en sus crónicas. Incluso los otros, la estulticia nacional, expresaron su respeto, fuese auténtico o postizo. Es el 19 de junio de 2010, Carlos Monsiváis ha muerto y, sin más, el duelo es nacional.
La noticia recorre de inmediato varios diarios de países de habla hispana: España, Chile, Venezuela, Ecuador, Perú, Colombia, Argentina y Puerto Rico, y también en Estados Unidos e Inglaterra: Los Angeles Times, The Washington Post, la BBC de Londres, entre otros. Tal vez por una cuestión de perspectiva, desde el exterior se ofrecen reportes que se decantan más y se concentran en la trayectoria intelectual, la fundación de los temas y el legado de la obra, el icosaedro de sus intereses intelectuales y sociales, la in-cuantificable dimensión de sus aportes, la inmensa figura pública. Mientras, en los medios de Canadá, país donde el cronista, acompañado por Claudio Lomnitz, estuvo por última vez en 2008, y expuso su visión de la migración mexicana desde una perspectiva cultural, ante el desbordado Alumni Hall del Victoria College de la Universidad de Toronto, donde fue recibido con una ovación de pie, ni una sola mención, ni siquiera en los medios hispanos.
En México, por supuesto, se impone la consternación. Los principales diarios accesibles por Internet publican los datos generales de la vida y obra, textos probablemente preparados con anterioridad, tomados de agencias, o una combinación de ambas. Las síntesis, básicamente informativas, insisten de manera general en la relevancia de Monsiváis pero parecen más ascépticas semblanzas biográficas y bibliográficas y menos una apuesta de periodismo cultural en busca de lo fundamental. Desde varios de esos textos no sabemos por qué Monsiváis es imprescindible en una variedad de asuntos asociados a la vida de México, qué es lo que lo hace excepcional. Las descripciones de los alcances de sus libros y las dimensiones de su vida pública son, en ocasiones, famélicas, a resultas de la ambigüedad y la generalización. Nadie solicita que al momento de su muerte que duele la cobertura inicie una discusión intelectual pero sí que al menos figure qué diferencia a esta muerte de las demás. Es así que, entre la sucesión de declaraciones telefónicas y exclamaciones de los ciudadanos durante las ceremonias de duelo, algunas sentencias destacan sobre las otras y comienzan a llenar la omisión a fuerza de repetición: la conciencia crítica de México, el último escritor público, Monsiváis es del pueblo, te queremos Monsi (váis) te queremos, qué vamos a hacer sin ti. Y todo eso, y más, carajo, es cierto, pero también contribuye a desaparecerlo.
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