El funeral
No fue sino hasta el día del funeral que comprendió la importancia de aquellas predicciones, las que le había hecho durante su primera cita, hacía treinta y cinco años. Entonces, mientras estaba intoxicado por su magia y movido por quién sabe qué clarividencia, le dijo: “Mira, María, te tengo tres adivinanzas”; luego afirmó, cierto y cabal, mientras las enumeraba con los dedos: uno, “en tu examen de mañana te irá bien, lo juro”, dos, “no, no serás monja porque no existen monjas con cuerpo de delito”, y tres, “vas a ser la madre de mis hijos”. Lo pensó mientras cargaba el envoltorio consumido tras la enfermedad, conmovedora y fulminante, junto a sus cuatro hijos varones, en el ataúd de encino. Y casi no pudo dar un paso más ante la gravedad de aquello: había tenido razón en todo y apenas se daba cuenta de que el gozo también cuesta. Por eso, camino al altar con ella por última vez, dejó de llorar.
El desahuciado observa
Afuera está la calle de todos los días, ese riel de la rutina. Desbordándose de la banqueta, el álamo que lleva ahí treinta años. Entonces la calle era empedrada como ahora y estaba así de tranquila, con esos mismos niños en bici que parece llevan décadas andando, inmutables. Pero, sin notarlo, los niños y el árbol, las bicis, los años, todos, subrepticiamente, incluso la calle, un día desapareceremos.
El inmortal problema del tráfico
Desesperado, bajé del coche para darle a la señora una paliza. Era viernes de quincena, y yo no tenía ánimos de favorecer a una imbécil por su género, así que tomé el bat que cargaba siempre en mi auto. Cuando lo levanté frente a su parabrisas y, vi, la muy maldita me pintaba dedo descaradamente, sonó el chirrido de las llantas; entonces miré al metrobús a sólo unos centímetros y sentí un profundo desahogo: “Paz eterna”, me dije mientras respiraba hondo, “allá voy”.
Pensaba entonces que morirse era librarse de los vicios de la modernidad. De la modernidad y de la humanidad, del tráfico y de la señora imbécil. Creía que dejar de existir, que irse a la chingada —como decimos en México— era sinónimo de quietud y calma. Por eso, suponía yo, las señoras rezanderas decían “descanse en paz”; eso escuchaba yo en vida, y pensaba que era un tramo de sabiduría popular sobre la esencia de la vida y la muerte.
Me equivoqué. No me liberé del hacinamiento, ni del calor, mucho menos del tráfico. Eso es: el tráfico, tan molesto en el sol quemante del mediodía, parecía ser todo lo malo del mundo. Y a mí, ¿quién iba a decirme que habría tráfico en el Aqueronte; que los griegos, buenos como eran para el ocio y la molicie, continuaron con su meditar y no se dignaron nunca en ensanchar el río de los muertos de acuerdo al crecimiento demográfico? ¿Y quién habría de advertirme que el sol tenaz no se compara con las llamas que, contra toda probabilidad y de acuerdo a la mitología plebeya, nos tocan a los malportados? ¿Y quién que la señora, la imbécil señora mientamadres, también sería atropellada por el metrobús y terminaría de nueva cuenta junto a mí, como compañera de balsa, en aquel embotellamiento metafísico?
Desesperado, salté del bote: me eché a nadar en Aqueronte.
Viajero en Nepal
Ramas invaden el cielo sobre el asfalto cacarizo, ramas guerrilleras entremezcladas con ramas invasoras. Contrapuestas al espacio nocturno, forman una maraña de madera fértil y estrellas inquietas. Eso ves desde la caja del camión que avanza por las entrepiernas blancas de la sierra nepalí. La caja, tu hogar, corta la avalancha de aire frío y grueso, protegiéndote.
Vas recostado sobre costales de algún grano: a saber qué grano, pues ya era de noche cuando esos mongoles te dieron aventón: a saber a dónde, pues ganó cada idioma.
Tus benefactores van adelante, y sólo los ves por una ventanita sarrosa y amarilla. Escuchas el viento irruptor de tus oídos, que permea tu abrigo y tus entrañas.
Tirado, ves la colección de estrellas que atraviesa la enramada y el frío, llega hasta ti y, sin luna, te besa los ojos. Entonces y allí, helado y solo, estás vivo.
Jorge Degetau
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